miércoles

LOS TESTÍCULOS DE INGMAR BERGMAN (2)


por Ignacio Julià


«A veces sucede un milagro ante la cámara, una de cada diez veces, no es muy frecuente», explicaba bromista y nervioso Bergman —que quedó prendado por la fotogenia de una Harriet Andersson de dieciséis años— al presentador del británico The Southbank ShowMelvyn Bragg. «Y si tienes intimidad con los actores y los técnicos alrededor de la cámara, se da un ambiente de verdadera confianza. De repente, algo sucede ante la cámara, una tercera dimensión está presente. Algo que no se puede calcular, ni buscar, ni ensayar. No puedo explicarlo, es magia. Es la cosa más maravillosa que existe. Esperar ese milagro, anhelarlo, es lo mejor del mundo».


Noche de circo (1953), Sueños (1955), la transgresora comedia Sonrisas de una noche de verano (1955) y la muy parodiada parábola metafísica El séptimo sello (1956), le plantan en 1957 y la confirmación universal con Fresas salvajes, uno de sus títulos inmarcesibles, donde contrasta memoria y presente con ecuánime emoción. La escribe en un centro de reposo: la dedicación obsesiva afecta a su aparato digestivo, llegando a creer que padece un cáncer antes de cumplir los treinta (aquel 1957 estrena una película y tres obras teatrales, como recuerda el documental de Jane Magnusson Bergman, su gran año, de 2018). 


La muerte, representada singularmente en El séptimo sello por un espectro de rasgos humanos y ambigua presencia, avenido a negociar con aquellos que huyen de la peste en la Suecia medieval; transformada en materia onírica en el prólogo de Fresas salvajes, la pesadilla expresionista del viejo profesor que conducirá esta road movie sobre la inmanente fuerza del pasado; no solo paraliza al angustiado cineasta, es atractivo universal para cualquier espectador, al fin mortal.


«Desde muy joven la muerte ha sido un tema obsesivo para mí, y puede que por eso Bergman tuviera tal impacto en mí», dice Woody Allen en Descubriendo a Bergman (Jane Magnusson, 2013), virtual reunión de cineastas convertidos a la liturgia del dramaturgo sueco —algunos, como su alumno Michael Haneke, filmados durante una visita a la casa de Fårö donde vivió— que incluye a Scorsese y Coppola, Lars von Trier y Olivier AssayasAng Lee y Zhang Yimou, entre otros. «No hay ninguna manera de tratar este tema, lo único que puedes hacer es distraerte —concluye Allen—. De lo contrario, te obsesiona y te invade una sensación de pérdida aterradora e imposible». 


Otro participante, que siente una gran emoción al sentarse en la silla del maestro durante su visita a Fårö, es Alejandro González Iñárritu: «La muerte es un tema omnipresente. El miedo al fin, a la nada, al dolor de la muerte. Los ataques de ansiedad o de pánico creo que pueden dispararse en algún caso al ver una película de Bergman, porque sí hay un vértigo existencial. Los que saben que van a morir pronto me parece que exprimen la vida. Quizás con dolor, pero también con una contemplación mucho más profunda».


De Tánatos a Eros, en el cine de Bergman las mujeres se igualan a los hombres, padecen las mismas contradicciones. Y, aunque los actores emitan una rigurosa excelencia —no solo Max von Sydow, también Gunnar Björnstrand y Erland Josephson—, son ellas las que conformarán su imaginario. Liv Ullmann —que fue su pareja y confiesa, entre lágrimas, que jamás la trató mal—, Bibi AnderssonGunnel LindblomHarriet Andersson o Ingrid Thulin renovaron la interpretación cinematográfica en honda y vehemente alquimia, llevándolo de la mano por ese territorio desconocido que decide explorar, como dijo, «con gran regocijo».


«Uno tiene su primera relación con las mujeres a través de su madre, las madres de otros, tías y demás —explicaba—. Esto te da una idea muy extraña sobre las mujeres, porque vives con la idea victoriana de la mujer como madre, como algo intachable y perfecto, incluso en un entorno de increíble hostilidad hacia la sexualidad como en el que yo me crié. Eso hizo que las mujeres fueran algo místico, algo tremendamente peligroso, algo que había que estudiar y considerar con fascinación y espanto».


La apoteosis de ese embrujo será Gritos y susurros (1972), doliente microcosmos femenino en el que dos hermanas viven el cáncer terminal de una tercera. Sin duda, fueron las actrices las que llevaron a este hombre de insaciables apetencias sexuales a observar que el rostro humano es puramente cinemático, logrando en esos primeros planos que queman la pantalla —gracias al extraordinario fotógrafo Sven Nykvist— abismarnos mesmerizados en el fugaz atisbo de lo que parece el alma humana, demostrando que el frío objetivo de la cámara ve más y mejor que el ojo humano. «Cuanto más me familiarizo con el cine como medio de expresión, más siento cada película que hago como un modo de expresar recuerdos, vivencias, emociones, situaciones y energía», dejó dicho.


Y, sin embargo, frente a la etiqueta de cineasta del existencialismo, Bergman fue un impecable artesano, discípulo de Michael Curtiz y Alfred Hitchcok tanto como de Rosellini o Dreyer. Vista en conjunto, su obra se estructura genérica. El rostro (1958) y La hora del lobo (1968) entrarían en el canon del terror gótico. El manantial de la doncella (1960) es un wéstern medieval, otra historia de venganza con trasfondo de dudas religiosas. La vergüenza (1968) está entre las mejores películas sobre la guerra, cuya potencia emana del interior de los personajes. Rodada para televisión, La flauta mágica (1975) constituye un musical en toda regla. De la vida de las marionetas (1980) se articula como thriller psicológico. Y, por último, su mayor éxito internacional, premiada con cuatro Óscar, Fanny y Alexander (1982), viste las formas de una superproducción de Hollywood, o soviética, en su autorreferencial saga familiar.


Sin embargo, se recuerda al Bergman más hermético y torturado, pues sirve sus exploraciones del alma en vilo con perfeccionismo, haciendo que lo real parezca ilusorio y que el milagro resultante transmita autenticidad. «El cine siempre ha sido para mí una oportunidad fantástica para superar los límites —confesó—. De sacar la mano por la membrana de la realidad para alcanzar otros mundos, para concentrar sucesos y tensiones». Y añadió: «Lo misterioso y maravilloso del cine es que sobrepasa el intelecto, habla directamente a tu conciencia y tu inconsciente. Por eso es tan peligroso».


Ejemplos máximos de dicha abstracción: El silencio (1963), el viaje por un país extraño de tres personajes —dos hermanas (Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom) y un niño— en autodestructiva soledad, análisis de la incomunicación con escandalosa carga sexual. Y Persona (1966), magnético proceso de intercambio de personalidades entre una actriz teatral que ha enmudecido (Liv Ullmann) y la enfermera que la cuidará (Bibi Andersson). Wes Anderson la considera esencial por su energía experimental: «Se deconstruye ante ti, no se parece al resto de su trabajo». Fue su primer rodaje en la isla de Fårö, donde viviría los siguientes cuarenta años.


Aquí llega Dios. Entelequia que edifica una suerte de último muro, silente e inaprensible, en el que los creyentes hacen rebotar sus miedos y preguntas sin respuesta. Los personajes de Max von Sydow en El séptimo sello y El manantial de la doncella —esta última denostada por su autor como mala copia de Kurosawa— configuran el arquetipo, alcanzando máxima expresión en títulos como Los comulgantes (1963), una de cuyas escenas —el terrible desprecio del reverendo que duda de la fe hacia la beata que le ofrece su amor— Haneke repite en La cinta blanca (2010). «Creo que el miedo es un motor cultural», propone el director austríaco. «Si todos fuésemos felices y estuviéramos satisfechos no necesitaríamos el arte, andaríamos por el paraíso, no podríamos hacer películas».


La religión, sospecho, fue lo que le abrió las puertas de las salas de «arte y ensayo», aquel aperturismo elitista del tardofranquismo. Si había un trasfondo espiritual, aunque fuese de recalcitrante agnosticismo, se toleraba la desnudez femenina. Ahora comprendemos que no había tanta distancia entre la inhóspita Suecia y la tórrida España, extremos de la vieja Europa que, sin embargo, compartían similares lacras represivas. Bergman creía en la búsqueda de lo sagrado en el ser humano, no en el cumplimiento del dogma cristiano. El intensísimo modo en que trata los temas fundamentales de la vida no tenía precedentes.


«Mi pensamiento más profundo sobre Bergman es que no simplifica los problemas», afirma el cineasta chino Zhang Yimou. «Al ver sus películas, los problemas se transforman y se convierten en algo espiritual. Muy inspirador. Tratar la condición humana es muy interesante. Todos tenemos dificultades en nuestra supervivencia, pensamientos y luchas.»


En los setenta, esta mirada que no rehúye nuestros peores vicios deja paso a la observación crítica de la burguesía, el matrimonio, la familia. Una extraordinaria muestra: Secretos de un matrimonio (1973), de una complejísima sencillez que no deja un solo acento sin retorcer en las relaciones de pareja. Inicialmente serie de televisión, motivó que aquel año se multiplicara el número de divorcios en Suecia. Aquí estuvo meses en cartelera, pese a centrarse en dos personajes (Liv Ullmann y Erland Josephson) y a su extenuante duración.


En 1976, humillado al ser detenido en pleno ensayo de una obra de su maestro Strindberg por evasión de impuestos, Bergman abandona Suecia y se instala en Alemania. Los cargos son retirados, pero se niega a regresar. Allí realizará coproducciones con Estados Unidos, Reino Unido y Noruega, regresando finalmente a su país en 1984, donde dirigirá el Teatro Real comportándose como un temible semidios. 


Toda una vida dedicada obsesivamente al teatro y el cine, sin atender lo personal, le aboca a una solitaria vejez. En el documental Entendiendo a Ingmar Bergman (Margarethe von Trotta, 2018), donde escuchamos a Liv Ullmann y Carlos Saura, su hijo Daniel Bergman resulta tajante. A sus parejas «las embarazaba y abandonaba, como si las marcara o les dejara un regalo». El desmesurado Lars von Trier lo imagina masturbándose en su retiro de Fårö. «Un ego con exceso de testosterona», resume el director Stefan Larsson. Alguien cuyos testículos subyugan al cerebro.


El padre desnaturalizado (Gunnar Björnstrand) de Como en un espejo (1961), inmisericorde relato del hundimiento en la demencia de su hija, o la madre pianista (Ingrid Bergman) que no cuidó de la suya en Sonata de otoño (1978) se antojan autorretratos. «Tuve mala conciencia hasta que me di cuenta de que esto de la mala conciencia en algo tan grave como abandonar a los hijos no era más que coquetería —sentenció—. Es una forma de mostrar un pequeño dolor, que nunca puede compararse con el sufrimiento de estas personas. Puede decirse que he sido perezoso con mis familias. Nunca les he dado prioridad».


«Tienes cáncer en el alma», recuerda Andreas que le dijo su esposa, en la escena de Pasión en que mira angustiado una fotografía de ella. «Deberían operarte, darte radioterapia y medicación. Tienes tumores por todas partes. Sufrirás una muerte horrible».


Ingmar Bergman, que vivió sus últimos años recluido en Fårö, poniéndose películas mediocres al anochecer para llamar al sueño, falleció plácidamente mientras dormía.


(JOT DOWN)

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