EL TEATRO INMEDIATO (20)
Lo único que distingue el
teatro de las demás artes es su carácter no permanente. No obstante, resulta
muy fácil aplicar -casi por la fuerza de la costumbre crítica- modelos
permanentes y reglas generales a este efímero fenómeno. En Stokeon-Trent,
provincia ciudad inglesa, vi cierta noche una representación de Pigmalión,
escenificada en un teatro circular. La combinación de actores vivos, sala
adecuada, público vivaz, reveló los elementos más chispeantes de la obra. “Salió”
a la perfección. Los espectadores participaron por entero. La interpretación
fue completa. Los actores eran demasiados jóvenes para dar la edad de los
personajes que incorporaban: los mechones grises eran poco convincentes y
excesivo el maquillaje. Si por arte de magia los hubieran trasladado en ese
preciso instante al West End de Londres, a una sala de tipo tradicional con un
público londinense, dejarían de ser convincentes y los espectadores no
quedarían convencidos. Esto no significa que el nivel artístico de Londres sea
mejor o más elevado que el provinciano, sino tal vez lo contrario, puesto que
es improbable que esa noche se alcanzara en alguna sala de Londres el alto
grado de representación de Stoke. No obstante, la comparación resulta
imposible. El hipotético “si” no puede ponerse a prueba cuando no se valora sólo
a los actores o al texto, sino al conjunto de la representación.
Parte de nuestro estudio
del Teatro de la Crueldad se basaba en el público, y nuestro primer estreno fue
una interesante experiencia. El espectador que acudió a la sesión “experimental”,
falta de seriedad y ligera desaprobación que sugiere la palabra vanguardia. Presentamos
una serie de fragmentos. Nuestro propósito era singularmente egoísta, ya que deseábamos
ver algunos de nuestros experimentos en las condiciones propias de una
representación pública. No dimos programa, ni lista de autores, ni nombre
alguno, ni comentario o explicación de nuestras intenciones.
La sesión comenzó con El
chorro de sangre, pieza de Artaud de tres minutos de duración, que
resultaba más artaudiana que Artaud puesto que habíamos reemplazado por gritos
todo su diálogo. Parte del público quedó inmediatamente fascinado, mientras que
el resto lo tomó a risa. A continuación ofrecimos un pequeño entremés que a
nosotros nos parecía una simple broma. El público quedó perdido: ni los que se
habían reído, ni quienes se lo habían tomado en serio sabían qué actitud
adoptar. En el transcurso de la representación la tensión fue creciendo y
cuando Glenda Jackson, debido a que lo exigía una situación, se despojó de toda
su ropa, una nueva tensión se hizo patente ya que lo inesperado podía no tener
límites. Observamos que el público no está en modo alguno preparado para formar
su propio juicio de manera instantánea, segundo a segundo. La tensión ya no era
la misma en la siguiente representación. No hubo críticas, y estoy convencido
de que eran escasos los espectadores de la segunda noche que estuvieran
informados del estreno. No obstante, el público estaba menos tenso. A mi
entender, la razón se debía a otros factores: sabían que se había
estrenado y el hecho de que no dijeran nada los periódicos ya los
tranquilizaba. No se habían dado los horrores más extremos, ya que si algún
espectador hubiera quedado herido o si hubiéramos incendiado el edificio, los
periódicos habrían dado la noticia en la primera página. El hecho de que no
apareciera nada en la prensa era confortador. Al avanzar las representaciones
corrió el rumor de que se trataba de improvisaciones, fragmentos pesados, un
trozo de una obra de Genet, una “sacudida” a un texto de Shakespeare, algunos
sonidos agudos, y acudió un público reducido que gradualmente quedó compuesto
por entusiastas y acérrimos detractores. Siempre que se tiene un verdadero
fracaso crítico existe un pequeño grupo de entusiastas, y la última
representación se despide con aplausos. Todo ayuda a condicionar al público.
Quienes acuden a presenciar una obra a pesar de los comentarios desfavorables
que ha levantado, lo hacen con un cierto deseo, con una cierta expectativa:
están preparados, aunque sólo sea para lo peor. Casi siempre vamos al teatro
con una elaborada serie de referencias que nos condicionan antes de que
comience la representación y, en cuanto acaba, automáticamente nos levantamos y
abandonamos la sala. Al final de cada una de las representaciones de US ofrecimos
al público la posibilidad de que guardara silencio, de que permaneciera sentado
un rato si así lo deseaba, y fue interesante observar que nuestro ofrecimiento
ofendía a algunos y satisfacía a otros. La verdad es que no hay razón alguna
para que el público se precipite hacia la salida en cuanto acaba la
representación; muchas personas aceptaron nuestra sugerencia, permanecieron
sentados durante diez o más minutos y luego de manera espontánea comenzaron a
hablar entre sí. Esto me parece un final más natural y saludable a una
experiencia compartida que la prisa en salir, a menos que esta se considere
también como libre elección, no como costumbre social.
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