1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA
URBANA
CAPÍTULO
PRIMERO
I.
PRIMER PERÍODO:
EL
ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (3)
Incluso la miseria
aparece como transfigurada. Las escenas triviales de la vida cotidiana no dejan
ninguna huella perdurable de amargura. El ejemplo más llamativo lo constituye
quizás la descripción de los patios de los “conventillos”, ruidosos y
chabacanos, que más tarde reaparecerán frecuentemente en la obra de Juan Carlos
Onetti bajo una luz más cruda. (37). Aquí, en cambio, la riqueza cromática de
la paleta del escritor -fenómeno bastante poco común como para ignorarlo-
redime la tristeza objetiva del cuadro y se impone al lector. La grisura del “conventillo”
aparece como iluminada, paradójicamente, por la brutal pero vivificante irrupción
de dos voces “marrón y verde agrio” (…), mezcladas, destrozándose en la disputa”
(38). Después, tras acallarse un momento, la disputa renace sublimada una vez
más por la metáfora del serrucho que da lugar a un juego sutil de colores a la
vez acidulados y austeros, pero indiscutiblemente complementarios:
Volvía el agua, la ropa y
los cuentos sucios de las lavanderas. Se agitaba arriba, tormentoso, el
trenzado de las voces de odio; (cómo erizaba el serrucho de la voz limón
entrando en la otra, enorme tronco sepia) (39).
En otros pasajes, la violencia
larvada del mundo urbano aparece atenuada por rápidas evocaciones de escenas
delicadamente coloreadas donde los ocres un poco severos del verano agonizante
son alegrados por la vitalidad confusa de los pájaros y el intenso resplandor
de sus plumajes:
Empezaron a caminar por
la vereda respirando el sol que lo llenaba todo.
Lindo.
Sí. ¿Cómo te diste cuenta?
Vamos para la vía.
Pasaban los vehículos
llenos, gentes apresuradas; un montón de niños que corría por la calle. Bajo el
follaje ocre de un árbol de enfrente chisporroteaba un jaulón de canarios (40).
A veces, las escenas
exteriores, captadas a través de las brumas de un semisueño, adquieren la
inmaterialidad y la fastuosa dulzura del sueño, como aquel donde Raucho, presa
de sus quimeras, percibe confusamente el sereno esplendor de afuera:
Abrió los ojos y los
cerró en seguida, contento de que no hubiera entrado más que el chorro de sol
lleno de un polvillo plateado y lento, y el agua estremecida del botellón con
una mosca presa. Pensó que era otoño y que este sol debía estar afuera, dormido
y amarillento en un limpio cielo de seda. Ocre de los árboles, plazas con
viejos y niñeras, un aire palpable y como quieto para siempre. Pero el zumbido
de la mosca en la botella iba haciendo, a golpes, dando bruscos pedazos de
paisaje, el último verano (41).
El espectáculo de la
calle reserva entonces agradables sorpresas y un vulgar almacén, una vía férrea
cualquiera pueden súbitamente hacer alternar, bajo la mirada sorprendida de los
personajes principales, sus “negros sucios” y “el oro recóndito” de la arena en
una aleación tan feliz como imprevista. Lo puro y lo impuro, extrañamente
cómplices, buscan no aniquilarse sino completarse mutuamente. El novelista juega
deliberadamente con todas las gamas de colores. La audacia de ciertos tonos
-observemos de paso el discreto homenaje rendido al talento colorístico de Paul
Gauguim (42)- aparece atemperado por la delicadeza de los tintes pastel. Este
sabio equilibrio obtenido presenta a la ciudad como un universo vivo, matizado,
todavía no abandonado por el color.
Sin embargo, esta armonía
milagrosa padece de una gran fragilidad. Ya en Tiempo de abrazar despuntan
los indicios de cierta degradación -por lo menos a nivel pictórico- de la
ciudad. Los tintes penetrantes cálidos de Los niños en el bosque, el “mundo
mágico” de la ciudad da paso a cierta insatisfacción, o la ligera sensación de
una frustración indefinida:
Pero no era allí donde
quería ir. No encontraría lo que buscaba en las viejas casas de piedra que
rodeaban la plaza; en la fila de coches en escombros; en el grupo que discutía frente
al almacén de paredes rosadas. No, no era aquello. Campo quería él. Había
comprado 0,40 de campo e iba a caminar hasta encontrarlo (43)
La ciudad ha entristecido
con sus “tintes vagos e inexpresivos”, sus crepúsculos “azulados y fríos”; se
ha dramatizado con sus cielos “retintos”. En adelante hará falta la exaltación
de un Jasón para adornar el puerto con los esplendores míticos de los textos
bíblicos. Entonces el milagro sólo se concretará durante la siempre breve
ensoñación:
La reina de Saba se echa
a caminar por el asfalto, con un tintineo de ajorcas y un armonioso juego de
caderas. La reconoce por el olor a nardo y la lleva de la mano, ante el asombro
envidioso de la calle.
-Llévame en pos de ti, correremos…
Magnífico, camarada. Medio kilómetro bajo la luz eléctrica y la incomparable
gracia bíblica… Magnífico, otra vez. Y luego un furtivo descenso en un hotel cerca
del muelle. CASA DE HUÉSPEDES. HABITACIONES DESDE $ 1.- Sábanas grises,
lavatorio de hierro, paredes desconchadas, olor a viejo y a humedad.
-Metióme el rey en sus
cámaras… Pero su majestad tiene prisa.
-Si te apuraras…
Calculate que no hice nada en todo el día (44).
Sin embargo, la belleza
todavía no se ha esfumado definitivamente de la ciudad:
A través de la confusa
cigüeña de la cortina -inmovilizada en el tejido con el largo pico aguzado y
una de las finas patas encogidas- Jason divisaba algún pedazo de las casas de
enfrente y del gran árbol adosado a la iglesia alemana, cuyas ramas superiores
alcanzaban casi la altura del pulido gallo que oscilaba en la veleta. Después,
arriba a la derecha, y hasta los límites de la ventana, cielo. Un azul igual,
sin manchas y como bruñido (45).
Notas
(37) Alcanzaría con
confrontar la benévola descripción del conventillo de Los niños en el bosque
con aquella del cuchitril de El pozo para apreciar en un justo valor
la tónica original de este cuento de juventud: “Después me puse a mirar por la
ventana (…). Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca.
Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la
vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo
blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas,
con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y,
mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad,
capaz de sentir ternura por eso” (El pozo, pp. 7-8).
(38) Los niños en el
bosque, p. 126.
(39) Ibid., p. 126.
(40) Ibid., p. 116.
(41) Ibid., p. 113.
(42) Ibid., p. 143: “De
nuevo en la ventana, murmuró el otro: ‘¡Red dogs! Se acuerda de los perros de
los perros rojos de la inglesa de Gauguin’”.
(43) Tiempo de abrazar,
p. 192.
(44) Ibid., p. 172.
(45) Ibid., p.226.
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