1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
PRIMERA PARTE
UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA
URBANA
I. PRIMER PERÍODO:
EL
ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (1)
Este descuido es tanto
más incomprensible en la medida en que es en estos textos de juventud, Los
niños en el bosque y Tiempo de abrazar, donde detectamos
precisamente el nacimiento de la ciudad en la narrativa onettiana con timidez y
trazos particularmente originales que jamás habrán de repetirse. Por eso nos ha
parecido necesario llenar esta laguna y subrayar con vigor este momento único
de la inspiración de Juan Carlos Onetti, en dos textos que revelan, además, una
real calidad artística.
El mundo se perfila
progresivamente, en efecto, en estos dos textos juveniles, sobre todo en Los
niños en el bosque, cuyas primeras páginas, surgidas bajo la influencia
desconcertante de la canción, no presagian en absoluto la temática urbana que
será posteriormente desarrollada:
Una canción sin palabras,
sin más que los juegos de la boca reidora. Había una música rápida y sencilla, trenza de
cantos, rondas y carreras que fueron abandonados otra tarde -otra, aun más allá
del sueño y su país-, cuando los chicos vieron espantados cómo se hacía fijo el
ojo bilioso de la iglesia. Guiñó sonriente y maternal la gran esfera del reloj,
sobre la fuga chillona de los delantales y las grandes moñas que iban
acariciando el aire. Otra tarde, cuando se extraviaron como perritos friolentos
aquellas músicas de niños que hacían ahora el canto sin palabras. Canción (27).
Sus contornos, al
principio bastante vagos, no tardan sin embargo en precisarse. Algunos indicios
permiten situar la acción de las dos historias en una zona geográfica
determinada, el Río de la Plata: las alusiones reiteradas a la vida menesterosa
de los habitantes de los “conventillos”, al eterno tomar mate, la presencia
calurosa de los muelles y el puerto cosmopolita de colores picantes que descenderá
a conquistar con una benévola comprensión, Jason, el personaje principal de Tiempo
de abrazar, todos estos elementos informativos -sin construir una prueba
irrefutable del carácter “rioplatense” de la ficción- orientan con eficacia al
lector atento. Con mayor sutileza todavía, aunque en forma mucho más decisiva,
es gracias a una palabra de connotaciones deliberadamente agresivas, procedentes
en línea directa de la obra de Roberto Arlt, como se confirma definitivamente
el afincamiento geográfico y cultural de estos relatos: la “rabia”. La inserción
de este término tan “marcado” -que constituye, subrayémoslo al pasar, un
discreto homenaje del joven escritor Juan Carlos Onetti a un novelista a quien
muchos consideraban todavía en una época con una frialdad condescendiente- no
es nada fortuita. Porque la “rabia”, reacción de rechazo, de oposición visceral
y militante a la vez a los valores establecidos y a los prejuicios estéticos,
no adquiere su verdadero sentido, en Roberto Arlt (28), más que en el contexto
particular de la sociedad del Río de la Plata. Una sociedad cuya urbanización,
cosmopolitismo sin alma, mercantilismo y fealdad denuncia el autor. Es por eso
que el reafloramiento del término “rabia” en Juan Carlos Onetti ya está
implicando una determinada visión de la ciudad.
Entre los años treinta y
los cuarenta, la sociedad “rioplatense” no evoluciona, por cierto, en un
sentido muy positivo. Pero, a diferencia de Roberto Arlt, cuando Juan Carlos
Onetti decide aceptar el desafío que él mismo ha lanzado a su generación y
encara el descubrimiento de un mundo urbano que no cesa de desarrollarse y
parecerse cada vez más a las grandes metrópolis europeas y norteamericanas,
debe emprender esta extraordinaria aventura con espíritu de pionero. Con una
mirada nueva y un corazón de niño. De modo que nada tiene de extraño el que la
búsqueda de la identidad aparezca, en sus comienzos, signada por la esperanza.
Los aspectos groseros de la ciudad no son ocultados desde luego, pero ella se
muestra sobre todo como aureolada por un halo poético que empieza a proyectarse
desde El obstáculo (29) y parece a la vez cifrar la interpretación de
este cuento juvenil. En efecto, después de una estadía de diez años en un asilo
correccional, un joven de sobrenombre El Negro sueña con fugarse en compañía de
algunos compañeros de prisión:
Sacudió la cabeza para
sumergirla en otros pensamientos. Dentro de dos horas andarían corriendo por la
tierra húmeda, resbalando entre los tubos forrados de las cañas. Buenos Aires.
Pensó en la ciudad y quedó desconcertado, rascando la superficie áspera de la
tranquera.
Porque detrás del nombre
estaban el bajo de Flores, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del
Banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la
infancia, ni triste ni alegre, pero son una fisonomía inconfundible de vida
distinta, extraña, que no podía entenderse del todo todavía. Pero también estaba
el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados,
las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol,
la música de los salones de tiro al blanco de Leandro Alem. (30)
Más fuerte que los
recuerdos dolorosos y los posteriores recelos, la atracción irresistible
ejercida por Buenos Aires, la ciudad por excelencia, hacen del protagonista de El
obstáculo un rebelde que, un buen día, decide tomar el rumbo de “la calle
enjoyada de luces, con el reguero de detonaciones del salón de tiro, las grandes
risas de sus mujeres, el marinero rubio y tambaleante” (31). De igual modo, en Los
niños en el bosque y en Tiempo de abrazar, se desarrolla una visión cándida
y encantada, impregnada de maravillas, donde la teoría misteriosa de la “sobrevida”
-que no rechazarían por cierto los surrealistas- remite a una específica
experiencia vivencial: a una percepción aguda, exaltada y plural del mundo de
la ciudad y una generosa aceptación de las contradicciones del ser humano.
Porque la belleza proteiforme de la ciudad va también acompañada de la
complejidad desconcertante de las almas:
Viernes, sábado. Cuatro
días y el lunes empiezan las clases. Estoy en el parque, empieza la noche, aquí
se mató un hombre. Esto y todo suda un misterio que yo -sólo- comprendo. Otra
vida rodeando la vida. Magia, embrujo, espanto, hechicería. Sobrevida donde me muevo
mejor que acá, y sólo yo, porque de eso no se puede hablar con nadie.
-¿Me darías un cigarro,
Rauchito?
-No hay. (32)
Y no es casual, en
efecto, que estos dos textos tengan por personajes principales ya sea a
pre-adolescentes apenas salidos de la infancia como Coco -tironeado conmovedoramente,
en Los niños en el bosque, por pulsiones y deseos contradictorios-, ya sea
a jóvenes como Virginia Cras y Jason -en Tiempo de abrazar- que han
conservado intacto el entusiasmo y la fuerza propios de la adolescencia.
Resulta igualmente significativo que, sobre todo en Los niños en el bosque,
muchas expresiones e incluso situaciones novelescas remitan más o menos explícitamente
al mundo por lo general euforizante de los cuentos de hadas o, con más
exactitud, el cuento popular.
Notas
(27) Los niños en el bosque, en Tiempo de abrazar, p. 111.
(28) Hay que remitirse más particularmente a El juguete rabioso y el díptico constituido por Los siete locos y Los lanzallamas.
(29) Tendremos ocasión de volver sobre este texto en el cual la crítica no ha querido ver más que una simple pintura del mundo penitenciario. El alcance de El obstáculo excede en mucho, sin embargo, a la magra anécdota que le sirve de punto de partida. En Los niños en el bosque por otra parte, reencontramos la misma tonalidad, así como el desarrollo de situaciones ya esbozadas en El obstáculo, coincidencias que deberían inducir a la crítica onettiana a ser más cuidadosa. Ya hemos adelantado nuestra convicción de que este texto debe analizarse en la perspectiva de la búsqueda de la identidad y no desde un punto de vista estrechamente sociológico.
(30) El obstáculo, en Tiempo de abrazar, p. 12.
(31) Ibid., p. 19.
(32) Los niños en el bosque, p. 136.
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