A la memoria de María Cristina Díaz Marrero
7 DE JULIO. El país
amanece bajo una lluvia torrencial que desborda ríos y arroyos, inunda veredas
y desagües, anega campos, empantana, arrastra, amontona basura y cae implacable
sobre cientos de trabajadores de ANCAP, que han sido desalojados de la Refinería
de La Teja y que soportan estoicos, a la espera de que los militares les
permitan retirarse a sus hogares. Desde sus puestos de mando los que dirigen el
operativo, miran y disfrutan el castigo que a punta de máuser están infligiendo
y que pretenden que sea ejemplar. Pero como respuesta lo único que obtienen son
pechos erguidos y miradas severas. Milton no es una excepción. Junto a sus
compañeros está dispuesto a lo que venga, como si toda su vida hubiera estado
esperando este momento; ha sido golpeado, hace frío y está empapado, pero
porque está en paz consigo mismo, piensa en el título de la vieja novela que
tanto lo impactó en su primera juventud: “Así se templó el acero”. Las
amenazas, los insultos, las provocaciones sistemáticas que le llegan, no hacen
otra cosa que encender su ánimo, entonces recuerda lo que un vecino, profesor
de filosofía, un día le dijo y que le quedó grabado a fuego, que peor que la
pretensión morbosa de sojuzgar a los semejantes, es la conformidad servil de
los que permiten que se los aplaste. No se considera en ninguno de los dos
grupos, sus convicciones están exclusivamente al servicio de la causa de los
trabajadores y del pueblo. De su pueblo. Alguien atrás suyo no para de toser,
por momentos lo hace desgarradoramente y uno de los oficiales, prepotente,
pretende acallarlo. Milton se interpone y debe soportar nuevos garrotazos. No
emite una sola palabra, solamente se levanta del piso y desafiante mira al
militar a los ojos, pero cuando éste decide ensañarse con él, es frenado por una
voz de mando. Hay otras urgencias. Desde distintos puntos de La Teja llegan
nítidamente hasta donde están, gritos y consignas, que alternan con el aullar
de sirenas y estallidos de balazos. El barrio ha sido convertido en una cárcel,
en un gueto, en un cerco de amenazas y plomo. Está bajo un estado de sitio
puntual y localizado y es permanentemente recorrido por coches militares, que
amenazan con los parlantes. Gloria sale a la vereda ni bien termina de pasar la
camioneta del Ejército. Se huele las manos. Está cocinando y tiene olor a ajo.
Y fastidiada se limpia con el delantal.
De a poco van saliendo los vecinos de la cuadra, que como es costumbre,
se agrupan en la esquina. Nunca falta un vecino con información, es lo que le
llaman “radio bemba”. Es así que Gloria se entera de lo que está pasando en la
puerta de la Refinería, de la muerte de un estudiante, de que está convocándose
a una gran jornada de protesta para dentro de dos días, y de que está
hablándose de una “contraofensiva popular”. Súbitamente, como algo natural, el
“todos a la Refinería” se transforma en consigna y Gloria temerosamente
comienza a caminar, aunque la incomoda un poco el delantal que aprieta entre
sus manos. Una vez más recorre las calles tantas veces andadas y desandadas, de
las que conoce cada vereda, cada pozo, cada baldosa. De pronto se da cuenta que
quienes la rodean están armados de todo tipo de cosas, unos cargan palos y
piedras, otros neumáticos, otros bancos que arrancaron para cortar las calles,
los más sofisticados alambres, bolitas y municiones, para parar a los caballos.
Gloria avanza entre aquel montón. Avanza tímidamente. Protegida por el gentío,
que se acrecienta en cada cuadra. Cuando llegan a Carlos María Ramírez son una
multitud. Repentinamente a Gloria la invade el olor a pólvora, a gas, a
combate. Ya no siente miedo y acelera el paso. La lluvia es solamente otro
obstáculo a vencer. Como tantos a lo largo de su sacrificada vida. Uno más.
Nada más. Frente suyo está, cada vez más cerca, el enemigo. De pronto se sorprende
a sí misma con una baldosa en su mano. Y la tira. Y junta otra. Y también la
tira. Ya no es una más del montón. Se siente enorme, gigante. Se le ha desatado
el pañuelo y el largo y grueso pelo negro le cae desmadejadamente sobre la
empapada chaqueta. Parada en el medio de la calle, con las piernas abiertas y
el pecho inclinado hacia adelante, vocifera lo que le viene en mente. En sus
gritos está su vida toda, sus alegrías y tristezas, sus partos, sus
privaciones, su infancia difícil, sus dolores contenidos. El vendaval oculta,
nubla, ciega, y la soldadera está desatada, pero igualmente Gloria sigue,
avanza, crece. Ya no se reconoce a sí misma. Ya no es la de antes. Y por eso
grita: ¡En La Teja no mandan milicos! La soldadera cede, recula, retrocede. Y
Gloria avanza. Cada metro es terreno conquistado. Desde donde está no las ve,
pero imagina en los límites del Pantanoso, a las barricadas. Ya lo sabe. Se lo
han dicho. El Cerro es zona liberada y Gloria saluda en dirección al
Frigorífico Nacional adonde su marido está ocupando. ¡Ay, si la viera! Saluda
con el delantal que se convierte en una improvisada bandera que agita sobre su
cabeza. Imagina que su marido la ve. Y que le contesta. Y eso la lleva a
continuar con el brazo en alto. De pronto escucha una consigna, que al
principio no entiende del todo, pero a la que va adivinando mientras la
acompaña. Nunca había coreado con otros, es algo nuevo para ella y por eso el
grito le sale del alma: “¡Ramón vive y vivirá en la lucha popular!”.
***
Alicia Machado casi no reconoce a su padre, cuando
este abre la puerta y la hace pasar. Sin saludarla se da vuelta y prácticamente
se arrastra hacia un sillón, con un vaso de whisky en la mano. Está
sorprendida, no es el hombre implacable de siempre, está desaliñado, con la
camisa desprendida y sin zapatos. Por primera vez Alicia lo ve como un ser
humano más, accesible, al alcance, hasta el momento siempre lo conoció como un
individuo distante del que conserva pocos buenos recuerdos. La luz de la
habitación está apagada, pero por el ventanal que da a la Rambla penetra un
resplandor mortecino, que todo lo envuelve. A un costado, sobre un escritorio,
descubre una foto en la que están, ella cuando niña, Beatriz, su madre y él.
Entonces lo comprende todo. Entonces comprende que el hombre poderoso que es su
padre, en el fondo es un sujeto enclenque psicológicamente, que precisa dominar
para llenar una existencia vacía de contenido. Mezzera nota que su hija mira el
retrato y se limita a comentar.
-Beatriz era la mujer de mi vida. Era un pilar…
-¿Y por eso nos condenaste a una vida marginal? –pregunta Alicia desafiante.
-Vos no entendés… -intenta justificarse Mezzera.
-No tengo nada que entender –corta drásticamente su hija.
-Nunca les faltó nada –se defiende el empresario.
-No es un tema de plata. ¿No te das cuenta que nos
faltaste vos? Si no te das cuenta de lo que estoy diciendo, no vale la pena
explicarlo. Mamá solamente pedía estar contigo, a tu lado, una vida normal
–responde Silvia.
El hombre queda en silencio. Había conocido a Beatriz
en la oficina de una de sus empresas, más de 30 años atrás. Y se había
enamorado de su espontanea alegría, de su simpatía, de su sensualidad, pero
cuando quiso divorciarse de Esther Linares, su mujer, esta lo amenazó que iba a
hablar con sus hermanos, con los que Mezzera compartía oscuros negocios, que no
verían con buenos ojos una separación. Y consciente de que nunca podría
convivir con Beatriz, le armó una casa y le pasó una pensión. Un año después
Beatriz quedó embarazada y le dio a Alicia, una hija con la que nunca convivió.
-Si viniste a reprocharme ya podés irte –murmura
ásperamente Mezzera.
Alicia se da vuelta rumbo a la puerta.
-No, no te vayas, pará… -se arrepiente el hombre.
Alicia se detiene. Por primera vez siente que domina a
su padre. Y le pregunta a los gritos:
-¿Y qué vas a hacer ahora con Santiago, después que
lastimó a tu nieta y mató a mamá?
Santiago es el único hijo que Mezzera tiene con
Esther, pero desde niño se rebeló como una persona inestable y cuando llegó a
la adolescencia le diagnosticaron una enfermedad mental.
-Por él no te preocupes, ya no es una amenaza para ustedes. Lo puse en una clínica en el exterior –responde Mezzera.
-Tus amigos militares taparon el crimen. ¿Y con eso lo
arreglás todo? –vuelve a preguntar Alicia furiosa.
-Siempre estuvo loco… -justifica el empresario,
resignado.
-Loco, si, pero de odio, por la permanente manija que
la tipa esa con la que estás casado, dio toda su vida contra nosotras. Será muy
católica y fanática adoradora del Cristo Rey y de la puta que lo parió, pero lo
crió rodeado de rencor… -reprocha Alicia violenta.
-¿Y por qué estás acá? ¿Viniste solamente a
reprocharme, o querés más plata? –intenta Mezzera cambiar el curso de la
discusión.
-Vengo a decirte que te olvides de nosotras, aunque en
el fondo no sé ni para qué vine, porque nunca te importamos.
Alicia lo mira displicentemente. Súbitamente siente
asco por aquel hombre, al que un día, siendo niña, había idolatrado. En la medida
que fue creciendo se fue dando cuenta que solamente disfrutaba acumulando
bienes y que pretendía que quienes lo rodeaban actuaran en función de sus
caprichos. Mucho ha sido el dolor desde la muerte de su madre, entonces
sustituyó el tenue cariño que por su padre todavía sentía, por un odio feroz,
hacia él y hacia todo lo que representa. Pero piensa que al fin está pagando su
mezquindad y que está condenado a vivir con alguien a quien no ama, pensando
que su verdadera mujer ha sido muerta a manos de su propio hijo.
-Ni nos busques porque nos vamos del país. Y no me
amenaces sino querés que se conozcan todos tus trapiches y lo que pasó –grita
Alicia desde la puerta.
Mezzera se levanta como puede para retenerla, pero tropieza, mareado por el alcohol y cae sobre la moquete, desde donde extiende suplicante la mano:
-¡Quedáte! ¡Vení! ¡Pará!
Alicia observa con la puerta entreabierta la patética
escena. Es la última vez que estará con su padre y por eso se detiene unos
segundos más. Está exhausta y le falta el aire. Sabe que es un momento
trascendente en su vida y por eso vacila en ponerle un final. Pero todo está
decidido y el portazo hace vibrar los cristales. La mujer corre hacia su coche.
No puede ni quiere mirar atrás.
***
Sara Leiva está sobre
excitada y no para de hablar. Vázquez la escucha en silencio.
“Andrea ha sido muy
buena conmigo Sr. Juez. Desde que me internaron no se separa de mi lado. Y
siempre hay alguien que me acompaña. Y todos me llaman compañera. Nunca nadie
me había llamado de ese modo, es más, se han preocupado de contarme lo que está
ocurriendo. Y que yo no entiendo demasiado. Me trajo mi padrastro de Carmelo,
él me inició en esto. De Montevideo solamente conozco los quilombos, desde
donde nunca nos dejan salir. Alguna que otra esquina y algún boliche del
barrio. Por eso me da gracia que me llamen como me llaman, y hasta me han
traído unas flores y unas frutas. Todos me han dado mucho cariño y por eso
siento que les tengo que retribuir, contándole a Ud. lo que pasó la otra noche.
Ellos me han insistido que no tengo obligación de hacerlo, que no tengo que
contar nada sino quiero, que no me sienta obligada a dar nombres y que su apoyo
no es a cambio de algo, aunque Ud. aquí
represente la Justicia. Pero igual quiero hacerlo. Es una forma de desahogarme.
¿Usted me entiende? A Mario lo conocí haciendo el yiro, cerca del cementerio.
De esto hace unos tres años. Y nos fuimos a vivir juntos a una pieza de
pensión. Al principio yo continué trabajando, pero con el tiempo me dijo que
dejara de hacerlo. Por eso le digo que en el fondo no es malo, se pone malo en
ocasiones y me golpea. A veces hasta me ha hecho sangrar. Pero yo sé que en el
fondo no es malo. Mire, hasta me pide disculpas. Y a mí me da pena y lo
perdono, aunque le tengo un poco de miedo, sobre todo cuando vuelve borracho a
casa. Esos días, cuando no me golpea, se tira en la cama. Y se pone todo
arrollado, como un chiquilín recién nacido, con las manos y los pies encogidos.
Así, mire. Y se pone a llorar. Y a mí me da algo acá, como una angustia.
Entonces con mucho cuidado lo acaricio, hasta que comienza a calmarse y se
queda dormido. Por eso le digo que no es malo, a veces hasta me trae algún
regalo, como esta cadenita. ¿Linda, no? Toda dorada. Y ropa también. Para que
lo espere bien vestida al día siguiente. Entonces nos vamos al bar, un día
fuimos hasta el Parque Rodó. Jugamos al tiro al blanco. Y anduvimos en unos
autos que se chocan y en una rueda gigante. Y comimos algo así como unos
algodones rosados y dulces. ¿Cómo se llaman…? ¡Ah! Espumas, sí, espumas de
algodón. O algo así. Y me acuerdo que nos reímos mucho por cómo nos quedaron
los labios y las manos, sucias y pegajosas. Cuando venía mal me daba cuenta ni
bien entraba, por la forma como golpeaba la puerta y tiraba el abrigo que le
dio el Ejército, sobre la cama, pero lo peor es cuando volvía después de salir
con los hermanos Perugorría. Llegaba excitado, nervioso, a la menor cosa me
golpeaba y me insultaba. Me decía que no quería seguir manteniéndome y que
saliera de puta. Nunca me contaba nada, pero por las conversaciones que alguna
vez tuvo con los hermanos adelante mío, me di cuenta que trabajaban juntos, que
allanaban casas y detenían gente, a la que después llevaban al cuartel. Pero
casi nunca hablaban adelante mío, solamente puedo decirle que algunas noches
llegaba más exaltado y violento que otras. Y mientras dormía golpeaba la pared,
lloraba y reía. Todo a la vez. Y gritaba por ejemplo, “cantá carajo, cantá de
una vez, la puta que te parió”. Ahí me di cuenta que junto con los Perugorría
su trabajo consistía en arrancar confesiones a los detenidos. Y me dio miedo,
pero nunca lo hablamos. ¡Ni loca le hubiera preguntado! Seguro que me mataba si
lo hacía. Pero ya le digo, no era un hombre del todo malo. Aquella noche nos encontramos
por casualidad en la esquina de Ibirocay y Francisco Pla y los hermanos enseguida nos arrinconaron. Y me
empujaron hasta tirarme al piso. Gritaban que Mario les diera una plata de una
requisa, que ese había sido el trato, que lo iban a denunciar a un Juez que
conocían, que además es Coronel, yo que sé… La discusión fue aumentando, hasta
que uno de los hermanos sacó una cuchilla. Pero Mario se la sacó, a uno lo
hirió y al otro lo mató. Nos fuimos, pero cayó la Policía a la pensión y nos
llevaron a la Comisaría. El que quedó vivo nos vendió. Pero estando en las
celdas, llegó un oficial y nos habló a los dos. El milico me llamó a mí y me
dijo que no tenía que reconocer nada ante el Juez, que no dijera quién era el
matador y que tampoco dijera que los tres trabajaban juntos, que el Ejército se
encargaría de todo… Le juro que es todo
lo que le puedo decir, créame. Como que hay Dios que lo que le cuento es
verdad. Se lo juro por mi madre, que es lo más sagrado que tuve.”
***
8 DE JULIO. Andrea
viene teniendo días agitados, además de la guardia en el Hospital, ha realizado
barriadas en los barrios aledaños para informar de la convocatoria para el 9 de
julio de una gran concentración y ha visitado el Visca, el Pasteur y el Maciel,
en donde participó de asambleas para coordinar la atención clínica en las
fábricas ocupadas y para tomar medidas ante la persecución de la que los
médicos vienen siendo objeto por participar en la Huelga General, entre ellos
de su ex pareja. Lo encontró en el Pereira Rossell. Sabía que en algún momento
se lo cruzaría, pero fue tan imprevista su aparición que quedó sin aliento y
buscó refugio en un rincón, mientras él intervenía. Un extraño calor interior
la trajo bruscamente a la realidad, a una realidad de la que ha intentado huir
atosigándose de tareas, aunque, claro está, ni bien lo vio se dio cuenta de que
nadie puede escapar de sí mismo. Y por esas cosas del querer, prefirió irse sin
saludarlo. Caminó bajo la lluvia y el viento rumbo al Hospital, con la
esperanza de que el temporal apaciguara sus tormentas interiores. Durmió poco,
despertó temprano y luego de realizar algunas tareas, partió hacia el local
central de la Universidad, adonde es el velatorio de Ramón Peré. El lugar está
rodeado de policías y no puede entrar. Un conocido le informa que está siendo
velado en la Empresa Carlos Sicco, en Rivera y Juan Paullier y se dirige a ese
lugar, en donde encuentra una multitud, entre la cual se va escurriendo, para
constatar si está la corona de rosas que envió en nombre del Comando del
Clínicas. Finalmente la encuentra, entre un mundo de flores, de las más
variadas organizaciones sociales y políticas y queda más tranquila. A su
alrededor todos hablan de la jornada de protesta programada para el día
siguiente.
-¡Estás detenida! –siente que alguien la toma por
atrás del brazo y se da vuelta, entre extrañada y sorprendida.
Son Héctor García y Magdalena Martínez, que al
advertir la soledad y la tristeza de la muchacha, se le acercan.
-¿Estás mejor de los golpes? ¡No deberías estar acá!
–le pregunta Andrea a Magdalena.
-Estoy bien y no podía faltar. Sobre todo después que me enteré de lo que andan diciendo, el diario La Mañana hasta tituló que Ramón murió de un tiroteo con una patrulla, cuando por sus problemas físicos era imposible que lo hiciera.
Apasionado, tajante y con grandes gesticulaciones,
interviene Héctor.
-Tenemos que asumir de una vez, que el golpe de estado
lo dio el gobierno y que el gobierno es del Partido Colorado, no podemos
engañarnos… Y además con el consentimiento del Partido Nacional, que de alguna
forma apoyó las etapas previas al golpe, salvo Por la Patria y el Movimiento
Nacional de Rocha. Lo que pasa es que muchos alimentaron a la fiera y ahora se
están dando cuenta de que la fiera se los está comiendo también a ellos.
-El batllismo solamente ha hecho algunas
declaraciones, pero nada más y Sanguinetti acaba de declarar que su sector
político no piensa participar en ninguna actividad conjunta con grupos “no
democráticos” –se enerva Magdalena, haciendo comillas con las manos. Es notorio
que algunas de las características de Héctor se le han pegado.
-¿Que no piensa participar con grupos “no democráticos”? ¡Pero si fue ministro de
Pacheco y hasta hace 15 días del propio Bordaberry y padre de la ley fascista
de educación! –comenta más animada Andrea.
-Mirá. Nos guste o no, la carne en el asador la viene
poniendo el movimiento obrero-estudiantil y el Frente Amplio. Pero hasta el
momento no hemos podido consolidar un gran bloque anti-golpista, con la
participación en pleno de todos los partidos políticos –agrega Magdalena, que
tiene algunas diferencias con su marido, quien plantea radicalizar la huelga.
-Me enteré en el Sindicato Médico que la CNT intentó
que se reuniera la Asamblea General, hasta se consiguió el local de las
Fábricas Nacionales de Cerveza, para que sesionara. La idea era que, como lo
marca la Constitución, le hiciera un juicio político a Bordaberry y que se
transformara en un referente democrático, pero no se consiguió. Muchos
legisladores están quebrados, dicen que hay dictadura para rato y además están
faltando algunos líderes importantes de los partidos tradicionales, como
Aldunate y Gutiérrez Ruiz, que podían haber sido claves para una medida de este
tipo.
Mientras hablan comienza la marcha. Son miles por la
calle Rivera. Las veredas están atestadas de vecinos. El silencio solamente es
roto por el Himno Nacional. Hay dolor, rostros firmes, pasos decididos. En
tanto avanza, Andrea va reconociendo a muchos hombres y mujeres de las
comisiones vecinales, de los centros culturales y deportivos y de los comités
de base del Frente Amplio, de la amplia zona que circunda al Parque Batlle, y
que desde que comenzó la huelga vienen rodeando de solidaridad al Hospital,
entre los cuales está Javier Barbosa, de la Coordinadora M, quien le despierta
una sonrisa, no sabe bien por qué. Cuando llega a la altura de Rivera y Soca,
le dice a Héctor y Magdalena, señalando hacia la Rambla:.
-Ahí está la casa de Crottoggini. Me acuerdo que
estuve cuando lo atentaron, en abril del año pasado. Fue previo al asesinato de
los 8 de Paso Molino. Nos reprimieron con gases, yo me pude esconder en un
edificio.
Los tres marchan cerca de la cabeza de la columna, no
lejos del féretro, que es llevado en andas. A la altura de Rivera y Pastoriza,
señala un vetusto local a su izquierda, que pertenece a la Unión de la Juventud
Comunista.
-Aquella noche también atacaron este local. Fíjense en
los agujeros de bala, pero además tiraron con una bazooka, por suerte el
proyectil pegó en una esquina y no entró, sino el edificio se hubiera venido
abajo y adentro había gente.
En la medida que avanza le vienen otros recuerdos,
todos ligados a su ex compañero, con quien compartió todos aquellos momentos.
El conoce bien la zona y le había comentado que por lo general las bandas
fascistas se reunían en una heladería de la esquina de la Plazoleta Viera.
Cuando pasan por el lugar, se lo comenta a Magdalena y Héctor.
-Por lo visto conocés bien la zona… -la interrumpe
Magdalena.
Pero la nostalgia desborda a Andrea y no le responde.
Solía encontrarse con su compañero en un Bar, justo hacia adonde van. Héctor
mira hacia atrás, para ver hasta donde llega la marcha, pero no saca ninguna
conclusión. Cuando la cabeza de la columna cruza Rivera y Larrañaga, los manifestantes
recomienzan con el Himno y crece la tensión.
Magdalena se da cuenta y pregunta:
-¿Qué está pasando?
-Estamos llegando a Rivera y Bustamante. Adonde mataron a Ramón Peré.
Cuando la columna llega a esa esquina se detiene unos
minutos. Las estrofas cobran fuerza y son un eco que se pierde hacia atrás.
-Escuché que por lo menos la columna tiene 15 cuadras
–dice Héctor.
Continúan rumbo al Cementerio del Buceo. Antes de
llegar a él, Héctor señala hacia la izquierda, entusiasmado y con un indisimulado
orgullo de clase. Y dice:
-¡Miren! ¡Son los trabajadores que ocupan la estación
de AMDET!
-“OBREROS Y ESTUDIANTES, UNIDOS Y ADELANTE” –lee
emocionada Magdalena en voz alta el cartel pintado por los obreros del
transporte.
-Juan José, el compañero de Cristina, me contó que han
sido muy reprimidos. Y que junto con los obreros de Cristalerías del Uruguay,
que también están ocupando, han realizado muchas medidas en conjunto. Me dijo
que con los vecinos han improvisado varias manifestaciones cuando han sido
desocupados, pero además que algunos compañeros de AMDET fueron brutalmente
torturados en el Cuartel Florida, que está cerca de acá –cuenta Andrea.
En la puerta del Cementerio del Buceo hablan, por la
Universidad Pablo Carlevaro y por el Partido Comunista, al que pertenecía Ramón
Peré, el Ingeniero José Luis Massera.
-Bueno, es hora de irse. Tenemos mucho que hacer. No
se olviden que hay que correr la voz, mañana 9 de julio, a las cinco en punto
de la tarde, nos concentramos en 18 de Julio –insiste Magdalena, en voz baja,
como para que nadie se olvide.
-Yo voy desde el Hospital –responde Andrea.
Coreando el Himno, la movilización comienza a
desarmarse:
-Orientales… La patria o la tumba…
Héctor hace un gesto mirando el cementerio, por donde
llevaron el cajón… Y en voz baja, mientras acaricia a Magdalena, canturrea:
-Libertad… O con gloria morir.
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