1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de MARYSE RENAUD
Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte
Froissart
EN LA taberna arreglamos para retomar el trabajo enseguida. Al otro día
Abel almorzó temprano y no durmió la siesta, aunque esperó la hora de encontrar
a la nena tirado en la cama del hotel: sentía espasmos estomacales, como en las
inminencias amorosas de su alta edad media. Fui estrictamente puntual. Fui lo
mejor vestido que podía. Y estaba flaco y tostado, además. Llevaba entre los
labios -como si fuera una flor- una de las mejores canciones románticas de los
Beatles. Bénédicte me atajó en la mitad de la rue Gay-Lussac (y en la mitad de
una luz verde). “Te estaba haciendo señas desde la esquina pero no me veías”
dijo. “Es que no te conocí” dijo Abel: “¿Todavía le gusta la cerveza en el
Rostand, a la señorita?”. Ella me pegó un golpe en el hombro y me hizo cruzar
corriendo hasta el café.
Nos sentamos en nuestra mesa. Bénédicte se sacó un chaleco de piel de
cordero que traía puesto sobre un conjunto pituco y lo colgó de una silla y se
acomodó el pelo. Me miró, sonriendo. “Te cortaste el pelo” señaló Abel. Ella se
puso roja. Estaba demasiado maquillada, para mi gusto. Pero estaba preciosa.
Esa mujer. “Parece que te fue bien de vacaciones” dije. “Regular” sacudió la
cabeza Bénédicte: “A veces los campamentos de mi edad se ponen muy aburridos.
Me vine antes a París. Te llamé muchas veces”. “Te escuché” dijo Abel: “De
verdad. Pero no podía contestarte”. El mozo trajo las cervezas y la muchacha no
hundió la cara en el redondel blanco. “Bueno. Contame algo” pedí: “Cómo se
llama el afortunado, por ejemplo”. Bénédicte volvió a enrojecer, aunque no se
tentó ni nada. Ya se te pasó la edad de la cerveza dorada, hija -pensó Abel: Y
me parece bien. No me parece mal, quiero decir.
“Se llama Dominique” dijo ella: “Lo conocí en una fiesta, hace dos semanas.
Va bien la cosa. Es bastante mayor que yo”. Adiós, Peluca de Plata. Fue una
verdadera gloria haberte tenido tan cerca. “Me alegro” murmuré. “Permiso” hizo
una seña la muchacha, y se paró para ir al baño. Cuando estaba a mitad de
camino se dio vuelta y me sorprendió mirándole una zona del cuerpo que no le
había mirado nunca. Nos sonreímos, cada uno hasta el fondo del otro. Cuando
volvió del baño hablamos de sus proyectos de estudio militancia y trabajo,
tomamos otra cerveza y la acompañé hasta el Lux. Nos despedimos exactamente
igual que siempre.
EL SÁBADO les di clase a los Bugeia. Abel estaba contento porque había
recibido una carta de su padre (todavía remitida al Stella) donde la anunciaba
que la campaña pro-recolección de fondos para su pasaje iba fenómeno. “Isabelino Pena nunca falla, nene” puso
al final de la carta, y la invocación de su seudónimo detectivesco -que usaba
para soñar aventuras chandlerianas, desde que yo era niño- me dio más ganas de
llorar que de reírme. Bugeia me propuso que le amortizara el resto de la deuda
dándole medias-clases gratis. Y aparte me subió la paga, de modo que seguí
amorralando sesenta francos extra por sábado.
Gran tipo el Inspector. Pero ese sábado se puso un poco pesado demás,
durante al trayecto de vuelta. Habíamos tomado mucho cognac en la sobremesa y
al Inspector pareció despertársele una especie de complejo de infalibilidad que
me hizo calentar. “En fin: los casos le
corresponden a los profesionales” dijo en cierto momento: “Y como los Privés
sólo tallan en las novelas, los únicos profesionales reales venimos a ser
nosotros ¿entendés? Yo te jorobé un poco diríamos que por rutina novelesca,
nomás. Pero sabía que no se me iba a
ir el caso de las manos. Y que la solución dependía absolutamente de mí
¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, mostrándole los dientes. Y me bajé del
auto saludándolo apenas. Tomé el métro, bajé en Odéon y me fui derecho a lo de
Monsieur Amelot.
Encontré a Guy tocando la cordeona con cara de oligofrénico. Al principio
no me conoció, y después tiró el instrumento y me babeó las mejillas con su
pico jediondo. Siguió tocando. Abel aprovechó para dar unas vueltas por el
apartamento, y de golpe vio la Pentax de Guy: estaba en un estante alto, debajo
de la mascarilla mortuoria de Beethoven. Lo que no podré entender jamás es en
qué momento Mozart le robó la cámara a Ray -pensé rascándome la coronilla: Ese
es el gran asunto. Por supuesto que siempre está de por medio lo que decía el
negro Batalla: ¿cómo se prueba que
Mozart no estaba?
A Abel le vinieron ganas de subir a la azotea pero quedó electrificado por
un taconeo -muy conocido- que escuchó en la cocina. Era Ray. Me adelanté a
encontrarlo. “¿Qué hacés, botija?” dijo: “Qué casualidad”. “De visita” me reí:
“Los viejos tiempos, loco”. Abel no vio la Gárgola en los ojos del otro.
“Cigarrito” me pidió Ray, y se puso a desenroscar comentarios sobre la música
de Monsieur Amelot que me hicieron atorar de la risa. Por un momento estuvimos
cerca de la amistad, otra vez. Los
hombres están hechos para entenderse, viejo Paul -se sentimentalizó Abel,
mientras sacudía afirmativamente la cabeza. Entonces le conté a Ray lo que
había descubierto sobre el robo de su Pentax. Él me miró de reojo. “No me
asombra para nada. Siempre pensé que ese Mozart era la peor basura” utilizó la
v del desprecio. “¿Y no se podría averiguar con Amelot por dónde diablos anda?”
sugerí. “No importa” se endureció el otro: “Ahora ya no importa nada, campeón.
No revuelvas la mierda. Y más si es fresca, te lo aconsejo”. Pero me lo estaba
ordenando, en realidad. “Igual se huele. Aunque no la revuelvas, hermano”
retruqué mientras me iba. Sin mirarle los ojos, por supuesto.
ESA NOCHE recomenzamos en la taberna. Después que habíamos hecho el primer
pasaje escuchamos un estruendo de botas en la escalera subterránea y apareció
Ramón con los ojos titilantes. “Te invito a ver una película” me propuso a
solas en un rincón del mostrador: “Estamos a tiempo de llegar a la última
función, todavía. Yo la acabo de ver: es algo sensacional”. Abel no supo qué
contestar. Tampoco me di cuenta si me interesaba ver una película, a esa hora.
“Es sobre el diablo” me explicó el gigante: “A propósito: hoy vi a Ray. Ahora
están estacionados atrás de la Facultad de Medicina”. “Ya sé” le dije: “Yo lo
he visto, también”. “Bueno ¿vamos entonces?” me apuró Ramón: “Deciles cualquier
cosa a los gallegos. Con los muchachos no tenés problema”. Abel obedeció.
La película era El exorcista: la
acababan de estrenar en París, y a Abel no dejó de trastornarlo toda aquella
maldad de utilería. “¿Y?” murmuró el gigante a la salida: “¿No es imponente,
loco?”. Yo le dije que sí: que me había hecho mucho bien y mucho mal al mismo
tiempo. Ramón me abrazó. “Voy a pasar por la camioneta donde está Ray a
comprarle hasch al gitano. ¿Me acompañás?” preguntó acariciándome la nuca. “Sí”
dijo Abel: “No hay el menor problema”.
La camioneta tenía olor a jaula de zoológico y estaba estacionada entre el
passage Dubois y la rue Dupuytren, en una oscuridad casi completa. Había
empezado a lloviznar fuerte, otra vez. El amigo de Ray resultó ser un
recontrapariente de Pepe el Sopo, el gitano francés que bailaba y cantaba
flamenco en la taberna. Apenas podíamos distinguirnos, ensardinados adentro de
aquel furgoncito. Ray estaba tirado (y tapado hasta el pescuezo con el
sobretodo) arriba de un catre que ocupaba el lugar de la puerta trasera. “¿No
tienen velas, che?” preguntó Ramón, después de arreglar el negocio con el
gitano: “Así ya armo un faso aquí, para írmelo fumando por el camino. Acabamos
de ver una película satánica con el petiso que me dejó enroscado. Una
barbaridad. Contáselas, Principito”. Y prendió dos velas mugrosas que le
alcanzó el otro y se puso a destripar un Kent para fabricar el petardo.
Entonces miré a Ray, y le hice bajar los ojos instantáneamente. “Es una
película sobre una chiquilina poseída por el diablo” dije: “Tendrías que verla,
vo”. Ray no subía los ojos. Las velas le recortaban la melena blanquirroja
sobre la llovizna que arenaba el vidrio de atrás. El riverense parecía tiritar,
y Abel contó la película con su mejor poder de narrador teatrero. Ridiculicé al
diablo, incluso. Y no mencioné la inevitable muerte del exorcista. Ray no se
animó en ningún momento a subir la cabeza.
“QUÉ LO tiró. Lo bailaste al bayano” me felicitó Ramón en el auto, después que nos fuimos: “¿Querés volver a la taberna o te vas al hotel? ¿Por qué no te venís a dormir a casa, esta noche, por lo menos?”. Acepté. La nueva casa de Ramón quedaba en Vincennes, y el gigante prendió el petardo cuando todavía bordeaban el Sena. “¿Podés manejar fumado?” pregunté. “Pero por favor, Principito. Es mi especialidad. ¿Te diste cuenta que te traje por gusto a la camioneta a ver si lo cuerpeabas de una vez al bayano, no?”. “No” dijo Abel: “Ni me dio por pensarlo”. Entonces Ramón frenó cuidadosamente al costado del río y me alcanzó el petardo y me rozó la calva. “Quedate en París” me dijo: “Te prometo que formamos un conjunto y todo, si te quedás”. Abel torció la cara hacia la avalancha de terciopelo casi blanco que derramaba sobre el río. “No conozco a nadie más bueno que vos” sintió decir de golpe a sus espaldas: “No entiendo cómo podés entusiasmarte tanto con las cosas. Con Liverpool y el mate, vaya y pase. Pero con lo demás, es increíble”. Abel no contestó. El gigante arrancó, y cuando perdimos de vista el Sena empecé a escrutarme por dentro. Era mi verdadera cara -la que no se ve nunca sobre los espejos, igual que los vampiros- lo que quería encontrar.
Demoré un rato largo en empezar a verme. Abel no se dio cuenta de que ya
amanecía, cuando llegaron a Vincennes. Bajó del auto totalmente mudo y subió
los tres pisos imaginándose apoyado sobre la vidriera mojada de Le Bateau Ivre:
ahí estaba su rostro. Cuando entraron al apartamento encontraron a Pedrito
esperándolos. El chiquilín les miró los ojos y se empezó a frotar las manos.
“Estaba seguro de que la mano venía por ahí” chilló con risa de nene que ve
chocolates: “Taba seguro, vo”. Y se puso a armar un petardo con lastimosa
avidez. Abel ni lo veía.
Ya había terminado de amanecer. Mi verdadero rostro era un empinadero
huesudo que terminaba en dos ojos -dos fosos- vigilantes, prácticamente
adolescentes todavía. Observaban la vida con una mezcla de severidad y horror,
sin descansar un segundo ni condescender con una sola risa de las que fabricaba
la superficie de la cara. De golpe me di cuenta que no podía emerger de aquel
buceo. Del otro lado se distinguían las cosas perfectamente: Ramón ya se había
ido a dormir y Pedrito fumaba con una dulce degeneración brillándole en las
chuzas. Yo no podía subir a la superficie y traté de no desesperarme hasta que
me desesperé. Entonces apareció la voz. Era la voz del sótano del mundo. Y yo estaba solo y lo único que podía
hacer era quedarme acuclillado allá abajo de mí mismo, aguantando el maremoto.
“Dale” decía la Gárgola: “En la cocina hay una bruta cuchilla. Vas y
matás al chiquilín. Dale. Matalo. Dale. Es tan fácil. Ir hasta la cocina y agarrar
la cuchilla y matar al chiquilín. Y después te tirás por la ventana. Después
volás por la ventana. Porque no hay nada. Nada. Hay que reventar. A reventar. A
reventar”. Abel estaba acurrucado en el suelo y de repente se arrancó a sí
mismo de la fetalidad y trató de abrir la boca en dirección a Pedrito. Pero no
pude. La voz de la Gárgola era como un tifón y yo era un huevo infinitesimal a punto de explotar allá abajo de mí
mismo. Hay que hacer lo posible para que
la Gárgola no pase dijo entonces mi voz:
No va a pasar. Voy a gatear hasta el
teléfono. Porque no puedo hablar pero puedo pensar. Un hombre siempre puede. Abel
había llegado a fuerza de arañazos manoteos y brazadas hasta el teléfono, y no
se daba cuenta que Pedrito lloraba de la risa mirándolo. Disqué. Sonó un
timbre, muchísimas veces. No puedo más pensé:
Ahora sí que no aguanto más. Me daba
cuenta que si no salía a respirar en muy pocos segundos me iba ahogar para
siempre adentro de la Gárgola. Entonces atendieron el teléfono. Abel había
llamado a Bénédicte, y la muchacha atendió muy dormida y después se malhumoró
hasta el punto de preguntar a los aullidos quién llamaba y con quién querían
hablar. Hasta que hubo un silencio delicado, insondable. “¿Sos vos, Abel?” me
preguntó: “¿Sos vos?”.
“Soy yo” le dije, en voz alta. “Oh la la” se quejó ella: “Qué susto. Qué te pasa”. “Me sentía como el diablo y necesitaba que alguien me hablara” murmuré: “Pero ya pasó, cosita. Andá a dormir tranquila. Disculpame, por favor”. “No hay problema” rezongó la muchacha: “El despertador suena dentro de dos minutos. Cuando quieras hablame, nomás”. Y colgó. Pedrito me miraba con ojos asustados, pero yo levanté primero un puño y después los dos puños y me paré como desperezándome. El chiquilín se rio tonta y radiantemente. “Uy: ahora parecés una mariposa” dijo cabeceando para ahuyentarse el cerquillo: “Recién parecías un gusano y ahora parecés una mariposa, te juro”. Abel se lo creyó.
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