EL TEATRO INMEDIATO (21)
Hoy en día el problema
del público es el más importante y difícil con que nos enfrentamos. El de teatro
no es un público muy sutil, ni particularmente leal; por lo tanto, hemos de
partir en busca de uno “nuevo”. Esta actitud, que es comprensible, viene a ser también
algo artificial. Cierto es que, en general, cuanto más joven es un público, más
rápidas y libres son sus reacciones. Verdad es también que lo que suele alejar
a los jóvenes del teatro es que lo que en este hay de malo, lo que parece
indicar que si cambiamos nuestras formas teatrales y nos ganamos a la juventud
mataremos dos pájaros de un tiro. Una observación fácilmente comprobable en los
campos de fútbol y en las carreras de galgos es que el público popular es más
vivo en sus respuestas que el de clase media. Por consiguiente, parece natural
que intentemos ganarnos a ese público popular mediante un lenguaje popular.
Sin embargo, esta lógica
se rompe con facilidad. El público popular existe y, no obstante, es como un
fuego fatuo, inasequible. En vida de Brecht afluían a su teatro del Berlín
oriental los intelectuales del sector occidental de la ciudad. El respaldo a la
labor de Joan Little-wood procedía del West End, y en su propio distrito jamás
consiguió un público proletario lo bastante numeroso para sacarla de
dificultades. El Royal Shakespeare Theatre envía grupos a fábricas y círculos
juveniles -siguiendo el ejemplo de algunos países europeos- con el fin de “vender”
el concepto de teatro a esos sectores de la sociedad que tal vez no han pisado
una sala teatral y que quizá están convencidos de que el teatro no es para
ellos. Esos grupos intentan suscitar interés, demoler barreras, ganar amigos.
Espléndida y estimuladora tarea, tras la que se esconde un problema demasiado
peligroso para tratarlo: ¿qué es lo que verdaderamente “venden”? Indicamos al
trabajador que el teatro es parte de la cultura, es decir, parte de la gran
canasta de artículos que ahora están a disposición de todos. Bajo los intentos
de hacerse con un nuevo público -“también usted puede venir a la fiesta”- hay
un secreto patrocinio, y este, como todo patrocinio, esconde una mentira. Tal
mentira consiste en la deducción de que vale la pena recibir el regalo. ¿De
verdad creemos en su valor? ¿Basta ofrecer “lo mejor” a las personas que,
alejadas del teatro por edad o por pertenecer a una determinada clase social,
han sido al fin ganadas? El teatro soviético procura dar “lo mejor”. Los
teatros nacionales ofrecen “lo mejor”. En el Metropolitan Opera de Nueva York,
en un edificio enteramente nuevo, los mejores cantantes europeos bajo la batuta
del mejor director de música mozartiana y organizado por el mejor empresario,
interpretan La flauta mágica. Además de la música y de la
interpretación, en fecha reciente la copa de la cultura se llenó a rebosar
debido a una serie espléndida de cuadros de Chagall exhibida durante la representación.
Según el consagrado punto de vista cultural, sería imposible ir más lejos: el
joven privilegiado que lleva a su novia a una representación de La flauta
mágica alcanza el pináculo de lo que su comunidad puede ofrecer en materia
de vida civilizada. El precio de la entrada es “prohibitivo”, pero ¿cuál es el
valor de la sesión? En cierto sentido, se corteja peligrosamente a toda clase
de público con la misma proposición: venga y comparta la buena vida, que es
buena, porque ha de ser buena, porque contiene lo mejor.
Todo esto no puede cambiar mientras la cultura o cualquier arte sea simplemente un apéndice del vivir, separable de él y, una vez separado, claramente innecesario. Tal arte sólo lo propugna entonces el artista para quien, por temperamento, es necesario, ya que es su vida. En el teatro siempre volvemos al mismo punto: no basta que escritores y actores experimenten esa compulsiva necesidad, sino que también lo ha de compartir el público. Por lo tanto, en este sentido no se trata de cortejar al público, sino de una labor más difícil: evocar en los espectadores una innegable sed y hambre.
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