martes

LA MUERTE DE LA IMAGINACIÓN

 


por Andreu Jaume


Las democracias necesitan espacios de representación dramática donde el ciudadano pueda poner en órbita su propio punto de vista sobre cualquier asunto privado o público.


Cuando en 1950 Lionel Trilling publicó La imaginación liberal, Occidente se preparaba para una larga guerra fría y Estados Unidos estaba a punto de dar comienzo a la caza de brujas del macartismo. Trilling era un conocido liberal y un declarado anticomunista, pero en su libro, que fue un éxito de ventas y consolidó su reputación como crítico, lejos de llevar a cabo una apología de su credo ideológico, se preocupó sobre todo por denunciar la indigencia literaria que el liberalismo estadounidense había generado, aprovechando la ocasión para estudiar a fondo el estado de la imaginación pública, con ejemplos que iban desde Wordsworth, Kipling y Henry James hasta el influjo de Freud, el Kinsey Report –un informe muy popular entonces sobre el comportamiento sexual de los ciudadanos– o el estatuto de la novela en su tiempo. De alguna manera, Trilling estaba aun poseído por la ansiedad que había dominado a la crítica de su país desde la década de 1920, cuando Edmund Wilson había empezado a organizar una tradición vernácula para los escritores norteamericanos, siempre a la caza de The Great American Novel, la gran ballena blanca de su imaginario común.


En aquel momento, Trilling juzgó muy severamente los resultados literarios alcanzados en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo, sobre todo con respecto a la novela, un género que, comparado con lo que había ocurrido en Europa, consideraba aun muy poco desarrollado. Para él, escritores como John Dos Passos, Thomas Wolfe e incluso Eugene O’Neill en el teatro estaban demasiado complacidos con sus propias ideas. De Wolfe llegó a decir que veía la literatura como solución y no como problema. Las únicas excepciones habían sido Henry James, cuya imaginación por otra parte se había desplazado a Europa; Scott Fitzgerald, que aun se estaba recuperando de la dureza con que Wilson le había tratado en vida, Hemingway y Faulkner. Mark Twain y Melville aparecían al fondo, por supuesto, como extraños y marginales fundadores. Todos ellos compartían a su juicio una elocuente posición periférica. La ideología hegemónica en Estados Unidos, el liberalismo, carecía de un espacio dramático capaz de poner a prueba sus propios valores.


Aunque muchas de las carencias que Trilling denunció entonces fueron luego suplidas con creces por la hornada de novelistas que regeneraron la literatura norteamericana en la segunda mitad del siglo, sobre todo los de la escuela judía –de Bernard Malamud a Saul Bellow, Cynthia Ozyck o Philip Roth–, leídas ahora, las reflexiones contenidas en La imaginación liberal, aparte de devolvernos la voz de una inteligencia sofisticada, serena y persuasiva, nos sirven para pensar acerca de algunos de los peligros de nuestro tiempo, cuando la imaginación vuelve a estar tan vigilada como en la guerra fría, aunque con el agravante imprevisible de una transformación social, política y tecnológica sin precedentes.


Buena parte del encanto que sigue ejerciendo la obra de Trilling estriba en la relación siempre tensa que mantiene con sus ideas. En una época de enconado antagonismo político, un crítico entonces descollante y conservador como él se preocupó por llamar la atención acerca del hecho incontrovertible de que los escritores europeos más admirables y modélicos –Yeats, Proust, Thomas Mann, Joyce, Gide o Lawrence– no se avenían con los ideales sociales y políticos que los liberales defendían en Estados Unidos. Y por esa misma razón, la obra de todos ellos era más necesaria que nunca. En el ensayo El sentido de una idea literaria, sobre la relación entre idea y literatura, Trilling concluye:


“En literatura, el consentimiento intelectual no es exactamente lo mismo que el acuerdo. En una obra literaria uno puede regocijarse al mismo tiempo que no está conforme, reaccionando al poder o la gracia de un determinado espíritu sin aceptar la pertinencia de sus intenciones o de sus conclusiones; podemos, en definitiva, regocijarnos en la contundencia de un intelecto sin llevar a cabo un juicio definitivo acerca de la exactitud o la correspondencia de lo que dice”.


Para referirse a lo que he traducido por “contundencia”, Trilling utiliza la palabra cogency, que puede significar también ‘fuerza’, ‘intensidad’ y ‘persuasión’, esa capacidad de imponerse que los alemanes llaman Durchsetzungsvermögen o quizá Überzeugungskraft y que no apela a ningún acuerdo ideológico sino sólo a la imaginación. La literatura, parece decir Trilling, es un espacio de representación que suspende temporalmente todas las convicciones, librándonos a una común tierra de nadie y dejándonos a solas con nuestra alma secreta y primitiva, aunque por supuesto esa suspensión sea imprescindible para la existencia del juicio como facultad política.


Como crítico de su generación, Trilling estaba de alguna manera contestando a los dictados del New Criticism, la escuela inspirada en los postulados estéticos de T.S. Eliot que defendía la autonomía de la obra literaria, independientemente de sus condicionantes históricos y biográficos. Desde muy temprano, Trilling se rebeló con vehemencia contra esos presupuestos y denunció lo que él llamaba el divorcio entre democracia e imaginación, una ruptura que a su juicio había producido una literatura comercial y complaciente con los mitos de la sociedad de su país, más preocupada por representar lo que Tocqueville había denominado la “hipocresía del lujo”, una ilusión de calidad e igualdad donde sólo había mediocridad y pobreza.


En el ensayo dedicado a The Partisan Review, una revista en sus inicios vinculada al Partido Comunista, con el que luego rompió, Trilling pide que la publicación mantenga, a pesar de todo, su vocación política:


“Porque nuestro destino, para bien o para mal, es político. No se trata por tanto de un destino feliz, aunque tenga un sonido heroico, pero no hay forma de huir de él, y la única posibilidad de soportarlo estriba en incluir en nuestra concepción de la política toda actividad humana y cada una de las sutilidades de esa actividad. Hay evidentes riesgos en ello, pero esos riesgos todavía serán mayores si nos negamos a hacerlo. A menos que insistamos en que la política es imaginación y espíritu, descubriremos que la imaginación y el espíritu son política; y un tipo de política que no nos gustará”.


En la era dorada de la crítica estadounidense, Trilling estaba pidiendo que la política de su país se vinculara con la imaginación bajo la custodia del espíritu, representando toda la variedad posible del espectro social e ideológico, dando voz a toda disidencia imaginable y poniendo en tela de juicio las certidumbres e incluso los sagrados ideales de la propia democracia. El crítico, en definitiva, estaba exigiendo el desarrollo de una imaginación moral para su país.


Un año después de la publicación de La imaginación liberal, Hannah Arendt publicó en Estados Unidos Los orígenes del totalitarismo, su primera gran obra en inglés y el fruto de su metamorfosis en el exilio. Arendt, como es bien sabido, se había formado en filosofía bajo la tutela de Heidegger y Jaspers y luego, con el ascenso del nazismo, se había distanciado de la disciplina, dedicándose al estudio de la teoría política para tratar de afirmar un pensamiento que aceptara la acción y la democracia. Su gran esfuerzo consistió siempre en intentar reconciliar la filosofía con la política, que a su entender nunca se habían recuperado del trauma del proceso contra Sócrates. Al ver cómo la ciudad condenaba a su maestro, Platón había desarrollado una hostilidad contra la democracia que había determinado la evolución filosófica de Occidente. El filósofo, a partir de entonces, se había retirado al mundo de lo invisible, a solas con las cuestiones eternas. Arendt, en cambio, sostuvo que es imposible sustraerse al propio tiempo y defendió que la patria es siempre el presente.


Una y otra vez en la obra de Arendt, desde Los orígenes del totalitarismo hasta Eichmann en Jerusalén y La vida del espíritu, aparece el problema de la imaginación como una facultad política esencial. Si el pensamiento se ocupa de cuestiones abstractas e invisibles, el juicio trata de problemas particulares y concretos. Para decirlo en sus propios términos, cuando juzgamos, la imaginación se entrena para ir de visita, de tal manera que, como decía Kant, el propio juicio pueda examinarse a la luz de un punto de vista general, ampliando la propia conciencia. Aunque siempre fue una gran lectora de poesía y ella misma escribía poemas, Arendt fue poco a poco concediendo más importancia a la narrativa, llegando a decir que ningún aforismo y ningún análisis podían competir con una historia bien contada, que a la vez nos incluye y nos relaciona con los demás, apelando a los que van a venir después. También Lionel Trilling, en La imaginación liberal, había pedido para la ficción de su tiempo la misma madurez y la misma complejidad que reconocía en poetas como Wallace Stevens o Marianne Moore.


La operación de restitución pública que Hannah Arendt quiso llevar a cabo en su obra está por tanto íntimamente relacionada con el problema de la imaginación. Si consideramos detenidamente la polémica cuestión de la banalidad del mal, tan citada como mal entendida, veremos que en realidad se trata de una catástrofe moral provocada por una indigencia imaginativa. Al alejarse de la tradición metafísica, que con Heidegger se había aliado con la poesía, Arendt quiso también construirse una nueva genealogía que incluyera no sólo a los grandes teóricos de la política sino también a los historiadores y sobre todo a los narradores, desde Homero y los poetas trágicos hasta Kafka, dando continuidad a algo que a su juicio había quedado interrumpido con el inicio de la filosofía griega. Según Pericles, las hazañas de los atenienses no debían ser sólo cantadas por los poetas sino también recordadas y contadas por todos los ciudadanos que aparecieran en el ágora. Arendt sabía muy bien que la tragedia había sido un género creado por la democracia para que los griegos pudieran examinar los mitos en los que se fundaba la ciudad. Antígona, en contra de lo que quiere el frágil imaginario de nuestra época, no es una precursora del feminismo sino que encarna la oposición reaccionaria y ancestral a la modernidad representada por Creonte, que con la ley intenta superar los límites de la comunidad de sangre.


Arendt y Trilling escribieron en plena posguerra, cuando Occidente intentaba asumir el abismo moral que había supuesto la Shoah y se acostumbraba a una dualidad ideológica representada por el telón de acero. Setenta años después, los occidentales vivimos en una constante perplejidad, todavía incapaces de entender qué está ocurriendo en un mundo de pronto sin matices. El liberalismo, tras haber ganado la guerra fría con la caída del Muro de Berlín, parece haber perdido la paz. Como han explicado Ivan Krastev y Stephen Holmes, todos los países de la vieja órbita soviética se están vengando de la decepción que supuso su conversión al orden liberal, una panacea que a la postre no dio los resultados esperados y que no hizo sino agravar las desigualdades y las frustraciones sociales. Convertida en una dictadura disfrazada de república parlamentaria, Rusia se dedica a servir de espejo a Estados Unidos, recordándole cómo su propio sistema traiciona una y otra vez en el extranjero los presuntos valores que defiende en su Constitución. China, por su parte, se ha convertido en el gran antagonista de Estados Unidos, exhibiendo un modelo de capitalismo salvaje sin libertades que seduce a mentes iliberales como la de Trump, Bolsonaro y el largo etcétera de mandatarios con tentaciones totalitarias. El Reino Unido atraviesa desde hace años una crisis populista que ha estado a punto de colapsar su viejo y tan admirado sistema parlamentario. La Unión Europea se dedica a intentar sobrevivir, en medio de constantes regresiones nacionalistas, obsesionada con el euro y sorda a su propia tradición literaria y filosófica. En el ámbito ideológico, el conservadurismo clásico está cada vez más mermado por el ascenso de la ultraderecha, mientras que la socialdemocracia ha dado paso a una izquierda dogmática e inconsistente, también involutiva. El viejo liberalismo anglosajón, sobre el que teorizaron pensadores como John Locke, Adam Smith o Edmund Burke, todos ellos muy bien leídos –y criticados– tanto por Trilling como por Arendt, ha dejado que sus excrecencias, a izquierda y derecha, tomen el poder, de nuevo con sus mitos sangrientos.


A todo esto, el estado de nuestro imaginario común no puede estar más depauperado. El deterioro ya global de la educación y la revolución tecnológica han conformado una sociedad gobernada por la emoción y el espectáculo, capaz únicamente de reacciones primarias y sensible sólo a ideas absolutas. Cualquier discusión se ha vuelto visceral y personal, sin que apenas haya posibilidad de apelar a los argumentos. Las redes sociales muestran un mundo de narcisistas compulsivos, donde por otra parte una doxa masiva es hoy nuestra verdadera representación, un teatro de opiniones instantáneas y efímeras, el coro ensordecedor de nuestra tragedia sin actores. Como ha denunciado una y otra vez Jaron Lanier, las redes están creando una sociedad de ciudadanos rencorosos, miopes, tristes, histéricos y vengativos. Por otra parte, el descrédito de la razón ha desatado una guerra entre lo factual y lo mendaz, entre la verdad y la posverdad, que en sí misma evidencia el estado de nuestra imaginación.


Como muy bien supieron ver Arendt y Trilling, el totalitarismo viene siempre precedido por un secuestro de la imaginación moral, a la que de pronto se le impide representarse, es decir, desenvolverse dramáticamente en su multiplicidad viva y proteica. La distinción de Trilling entre consentimiento y acuerdo intelectual es hoy casi intolerable, revolucionaria. Como decía Kafka: “Es difícil decir la verdad, puesto que la verdad es una, pero está viva y tiene por ello un rostro vivaz y cambiante”. Desterrados en un mundo de datos y de opiniones, hemos olvidado que la literatura, sobre todo, era el espacio donde tradicionalmente se había representado la vida de la verdad, ese rostro vivaz y cambiante que se nos quiere ocultar. Cuando la indignación global profiere el grito de “racista” derribando estatuas indiscriminadamente, desde Churchill a Cervantes o Colón, qué más da, no se pone tan sólo de manifiesto un evidente problema de incultura sino sobre todo una desoladora falta de imaginación, una facultad que ya no sabe entrenarse para ir de visita y que por tanto es incapaz de juzgar particulares y desarrollar un criterio propio.


Tanto Arendt como Trilling aún escribieron en un mundo donde la literatura y el pensamiento ocupaban un lugar hegemónico. Nosotros ya no podemos hacer sutiles distinciones más que en el ámbito cada vez más pobre de la especialización. La literatura y las artes ocupan hoy en día un lugar residual y su espacio ha sido colonizado por un sucedáneo de la imaginación donde se adiestra a los espectadores a obedecer consignas y a responder a estímulos básicos y sentimentales. En Europa nos estamos apresurando a aceptar un nuevo puritanismo que en el siglo XVII cerraba teatros y que ahora mata civilmente a cualquier sospechoso de disidencia, sin que nadie sepa muy bien qué se está defendiendo con ello. Si hace veinte años alguien nos hubiera dicho que Woody Allen llegaría a tener problemas para publicar sus memorias o estrenar sus películas, simplemente no lo hubiéramos creído, como tampoco hubiéramos podido imaginar que Gallimard aceptaría la coacción de las redes y desistiría de publicar su edición anotada de Bagatelles pour un masacre, el panfleto antisemita de Céline. Tampoco hubiéramos dado crédito a la noticia de que Lolita –una obra que tuvo que ser publicada en Europa en 1955 porque en Estados Unidos se encontró con las limitaciones imaginativas que entonces denunciaba Trilling– pudiera ser objeto de acusaciones tan falaces como que la novela constituye, nada menos, que una apología de la violación de menores. Pero hace veinte años novelistas como Philip Roth o J. M. Coetzee ya reflejaron en sus mejores obras el principio de este clima de asfixia y fanatismo.


No hay, como escribió Hannah Arendt, pensamientos peligrosos, sino que pensar es en sí mismo peligroso. Luis Buñuel le decía siempre a Jean-Claude Carrière que el buen guionista debe cada día matar a su padre, violar a su madre y traicionar a su patria. Y Wallace Stevens, al final de la deificación romántica del espíritu, aseguró que incluso la ausencia de imaginación debe ser imaginada. El actual rechazo a la representación delata un miedo a la propia condición humana, a lo que hay en ella de deinós, ese epíteto con que Sófocles define al hombre en el coro de Antígona y que puede traducirse por terrible, admirable, tremendo, espantoso, inquietante. Decía Canetti que Plutarco –como luego Shakespeare, su sucesor– había mostrado lo más terrible del hombre por amor a él y que por ello le había sido dado verlo todo y escribirlo. A nuestras espaldas alienta un legado imaginativo inabarcable que ha dado cuenta de la complejidad que significa ser humano, desde lo más atroz a lo más sublime, desde la crueldad más insoportable a la caridad milagrosa. No hay forma de distinguir entre el bien y el mal sin recurrir a ejemplos, ya sea a través de nuestra relación con los demás o mediante las ficciones que nos hemos ido procurando a lo largo de los siglos para tratar de soportarnos y conocernos. Una gran obra literaria no resuelve nada, tan sólo añade complejidad a nuestra forma de observar el mundo, haciendo más difíciles nuestras decisiones morales. En esta tormenta de ignorancia y furia que nos envuelve sorprende la seguridad con que tantos, sobre todo los más jóvenes, hablan a la hora de condenar, desterrar, censurar y vilipendiar. Hace poco, un amigo profesor de universidad me contaba consternado cómo sus alumnos habían definido Vértigo de Hitchcock como un claro ejemplo de “violencia heteropatriarcal”. No me puedo imaginar nada más triste que tener dieciocho años y reaccionar con una frase formular a una película de esa magnitud.


Curiosamente, Hannah Arendt y Lionel Trilling coincidieron también en otro diagnóstico que quizá explique algo de lo que está ocurriendo. En su ensayo sobre el primer informe Kinsey, acerca del comportamiento sexual de los varones, entonces revolucionario y popular, Trilling advirtió que la ciencia estaba usurpando el lugar de la imaginación artística como medio de averiguación amorosa: “La Venus del Informe, a diferencia de la Venus de De Rerum Natura de Lucrecio, ya no brilla en el firmamento ni la tierra le ofrenda flores”. En su lugar, decía Trilling, había aparecido un nuevo héroe, consagrado por Kinsey en el imaginario común norteamericano: el brillante abogado que durante treinta años ha mantenido una constante de treinta orgasmos por semana. La frecuencia sexual se había convertido en un valor absoluto.


Pocos años después, en 1958, Hannah Arendt publicó La condición humana, su exhaustivo estudio sobre la acción política. Para tratar de definir qué significa la vita activa, en contraposición a la complementaria vita contemplativa, Arendt hizo una distinción, inspirada en Locke, entre labor, trabajo y acción. La labor incluye todo aquello que tiene que ver con el consumo y la producción de bienes perecederos y que por tanto afecta al cuerpo y a las necesidades biológicas del hombre. El trabajo, en cambio, se refiere al utilitarismo y a la creación de bienes imperecederos, aquello que tradicionalmente había definido al Homo faber. Y por último la acción tenía que ver con la palabra y la intervención en el ágora, en el espacio público, donde cada nacimiento supone un inicio y una iniciación en una trama de relaciones pasadas y presentes. Y es ahí, en esa idea de la acción pública como suma de historias, donde su concepción de la imaginación narrativa adquiría su verdadera trascendencia política.


En su ensayo, Arendt concluía que en la modernidad el trabajo y la labor habían ido restando espacio a la acción, llenando el ágora de útiles y de cuerpos. El prestigio ascendente de lo biológico, denunciado también en el análisis de Trilling sobre el informe Kinsey, auguraba un retroceso del espíritu y dibujaba una inquietante perspectiva. A la preponderancia del Homo faber, que hace del uso de útiles su credo, se le sumaba ahora el animal laborans, que poco a poco iba ocupando toda la escena. Aquello que en Grecia se reservaba para los esclavos, porque estaba asociado al apetito natural y resultaba vergonzoso, estaba desplazando al zoon politikón de Aristóteles, al hombre entendido como animal capaz de organizarse políticamente mediante el lógos.


Ese triunfo de la sociedad sobre la política se ha consumado plenamente en el siglo XXI. La revolución digital ha hecho del utilitarismo el dogma esencial de una esfera pública regida por la publicidad y el consumo, el reino de ese ciudadano que Ferlosio denominó Homo emptor, el hombre que compra, a la vez que ha confirmado la profecía de Marx según la cual el último estadio del capitalismo sería la puerilidad. El adulto, en un mercado dominado por el juguete, está desapareciendo de nuestro mundo. Al mismo tiempo, el animal laborans se ha enseñoreado de nuestro ámbito colectivo. El culto a la salud, al deporte, al sexo y a la gastronomía, manifiesto cada día en la prensa, no es sino el síntoma de una glorificación del cuerpo que ha relegado al espíritu y al lógos a una posición marginal. Los cocineros son ahora nuestros filósofos.


Esa invasión del cuerpo en todos los órdenes evidencia la progresiva desaparición de la voz trascendental, que no tiene por qué ser religiosa, en un sentido ortodoxo. En los ensayos finales de La imaginación liberal, Trilling observa que la mejor literatura, de Shakespeare a Faulkner, está transida de lo que él denomina piety y que nosotros no podemos traducir por “piedad” sino más bien por algo como “espiritualidad”, que no tiene que ver tanto con la religión como con un acusado sentido de la trascendencia. Es la intensidad que percibimos en escritores como Emily Dickinson, Henry James o Proust, que nada tienen de devocionales y que sin embargo transmiten una elevación muy parecida a la religiosa. Por su parte, en La vida del espíritu, su última obra, Hannah Arendt quiso estudiar los fundamentos de la vita contemplativa. Si en La condición humana se había interrogado acerca de qué hacemos cuando actuamos políticamente, en La vida del espíritu se preguntó dónde estamos cuando pensamos. Arendt empieza su reflexión (todo el libro, por cierto, ha adquirido con el tiempo una relevancia insospechada) reconociendo el descrédito en que ha caído  lo que no es visible y palpable, como si de alguna manera estuviera volviendo al punto de partida de su carrera, cuando renunció a la filosofía para abrazar la teoría política: “Es evidente que una criatura sin espíritu no podrá experimentar algo parecido a una experiencia de identidad personal, pues se encuentra totalmente a merced de su proceso de vida interna, de sus sentimientos y emociones, cuyo cambio continuo no se diferencia en nada del cambio continuo de los órganos corporales”.


Hoy en día estamos asistiendo a una polémica impugnación de las identidades sexuales clásicas. En contra de lo que defiende el pensamiento conservador y cristiano, no hay a mi juicio nada que objetar a ello, salvo que la novedad no estriba tanto en la transgresión como en el modo de expresarla e imaginarla. La literatura clásica –la griega en particular– abunda en ejemplos de metamorfosis y cruce de géneros con una promiscuidad imaginativa difícil de superar. Por otra parte, el descubrimiento de la profundidad del cuerpo ya conoció en la primera mitad del siglo XX un tratamiento radical en la obra de Gottfried Benn, Trakl, Schiele, Thomas Mann o Céline, por citar sólo unos pocos. Las imposiciones banales de la psicología moderna, en cambio, están provocando que la sexualidad se explore de un modo cada vez más superficial, atento tan sólo a las emociones y a cuestiones médicas y sociológicas. Como dijo Guy Davenport hace treinta años, saludando la obra de Anne Carson: “El dios Eros y su madre Afrodita han sido de nuevo proscritos, un nuevo puritanismo se acerca, pero todavía hay poetas que le dejan a Eros su dominio y que pueden contarnos cómo, mientras los profetas duermen, los áster del jardín descargan su relámpago rojo en la oscuridad”.


Vivimos en una sociedad perpetuamente conmocionada donde el relumbrón instantáneo de la pantalla ha sustituido a todo lo que pide tiempo, reflexión, silencio, soledad y concentración. En el debate parlamentario, la emoción se utiliza cada día de forma obscena. Los políticos de la nueva izquierda, sobre todo, se han querido apropiar del bien, ignorando que la bondad, cuando abandona la guarida del anonimato, se convierte en un perverso instrumento de coacción y denota todo lo contrario a lo que pretende. No hay nada más embarazoso que ver a nuestros representantes llorando cada dos por tres. Como dijo Schelling de forma inapelable: “El sentimiento es maravilloso cuando permanece en el fondo, pero no cuando surge a la luz para convertirse en ser y gobernar”. Lo mismo quería decir T.S. Eliot cuando escribió que “la poesía consiste en una huida de las emociones, aunque sólo quienes tienen emociones saben lo que significa huir de ellas”.


“Quien ha visto el presente, todo lo ha visto”, escribió Marco Aurelio. Sólo una sociedad que ha destruido su memoria puede creerse novedad. Nuestro olvido, para empezar, afecta al lenguaje. Avezados a servir al dios del progreso nos hemos acostumbrado a ser dominio mientras la técnica, como vio Heidegger, nos ha acabado dominando a nosotros, cada vez más hincados de rodillas. Creemos que podemos manipular tal o cual idioma, cambiando una vocal para sentirnos más libres y más justos, mientras desoímos la tormenta del lenguaje, que nos atraviesa y nos habla, con miles y miles de años vibrando en cada palabra. “Aunque transites todos sus caminos, nunca conocerás los límites del alma, tan profundo es su lógos”. La máxima de Heráclito sirve para resumir todo lo que hemos perdido.


No es casual que muchos de los escritores a los que Trilling ponía como ejemplo para su país fueran aquellos que rastrearon los restos del espíritu en el mundo moderno. Henry James, un novelista, como decía Iris Murdoch, capaz de decirlo todo y de escribir en cinco dimensiones, detectó que Europa estaba a punto de empezar a pudrirse, cuando a su alrededor sólo se percibía aún la euforia por el progreso. Rilke, en las pocas semanas en que escribió de un rapto las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo, encerrado en el castillo de Muzot a principios de febrero de 1922, fue uno de los últimos poetas capaces de visión, creando con sus ángeles los emisarios de una espiritualidad desahuciada. Y Robert Musil, en la oceánica aventura de El hombre sin atributos, se adelantó cien años a nuestra situación, ensayando, en el laboratorio del fin del mundo de Kakania, una desesperada quest en busca de los residuos de lo trascendente en toda la experiencia humana, culminando su búsqueda en una de las últimas aproximaciones verdaderamente místicas al amor, tan afín a Rilke en algunas cosas. La magnitud casi suicida de su tarea, como la de Joyce, Proust, Faulkner, Eliot o Broch, avergüenza a nuestra imaginación sumisa.


Las democracias necesitan espacios de representación dramática donde el ciudadano pueda poner en órbita su propio punto de vista sobre cualquier asunto privado o público. En los treinta años que han transcurrido desde la caída del Muro de Berlín, el liberalismo occidental se ha concentrado tan sólo en el narcótico de un crecimiento infinito, con las consecuencias que todos ya conocemos, olvidando su tradición artística, literaria y filosófica. En plena guerra fría, Lionel Trilling pudo desarrollar y ejercer todavía su autoridad. Nosotros, en cambio, hemos aceptado con toda naturalidad la desaparición de la crítica, que ya ha sido completamente sustituida por la publicidad. Las consecuencias de ello para la salud del imaginario público parecen muy evidentes. Nuestra imaginación degradada y nuestro espíritu menesteroso se han convertido ya en política; y ciertamente en un tipo de política que no nos gusta. Shelley dijo una vez que era imposible imaginar cómo hubiera sido la condición moral del mundo si la literatura hubiese dejado de existir. Ahora, mientras la lechuza emprende una vez más su vuelo al atardecer, tenemos la oportunidad de vislumbrarlo y de aprender quizá algo de ello.


Es verdad que el discurso crítico tiende a la melancolía y quizá sea sano poner en duda sus veredictos apocalípticos. La imaginación, como dijo Wallace Stevens, siempre está al final de una era. De la misma manera que Lionel Trilling apenas pudo disfrutar del espectacular despliegue que la novela conoció en su país en las últimas décadas del siglo XX, tal vez haya hoy una reserva de la imaginación, aun muy difícil de detectar pero ya viva, tratando de despuntar sobre los escombros. Por mucho que intentemos simplificar nuestra condición, la complejidad de la experiencia acabará por derrotarnos. Aunque es cierto, como decía Trilling a propósito de Henry James, que la imaginación del desastre es una de las vías de acceso a la verdad, no lo es menos que lo más difícil para el hombre, como defendió Hannah Arendt toda su vida, es pensar en el inicio y olvidarse de la muerte. Esa es también, a pesar de todos los indicios, una de las obligaciones de la imaginación.


(CONTEXTO Y ACCIÓN / 22-7-2020)

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