por Mireya Hernández
Todo empieza con una carta. T. S. Eliot escribe a Groucho
Marx pidiéndole una fotografía firmada. El cómico, halagado, le envía un
retrato reciente y el poeta de Misuri le pide otro con bigote y puro. Estamos
en 1961. Arthur Miller se acaba de
divorciar de Marilyn Monroe y Dylan va a publicar su
primer disco. La alta cultura y la cultura popular están cada vez más
cerca.
Hace tiempo que el iconoclasta actor y el escritor modernista han
llegado a la cima. El primero ha recibido el Premio al Mejor Humorista del Año
gracias a sus apariciones en el programa de radio Apueste su vida y
el segundo ha ganado el Premio Nobel. Los dos septuagenarios reinan en
el mundo de la comedia y de las letras, pero resulta difícil imaginarlos
juntos. Groucho procede de una familia de emigrantes judíos y con 13
años cambia el colegio por el vodevil. Eliot nace en una familia acomodada del
Medio Oeste americano, estudia en La Sorbona, Oxford y Harvard y se doctora en
filosofía con una tesis sobre F. H. Bradley. Pero el “gruñón” y “el agente
funerario” tienen algo en común: los dos son ávidos lectores y saben encontrar
relaciones ocultas entre palabras e imágenes, aunque su forma de hacerlo sea
completamente distinta.
No es de extrañar que Artaud considerara a los hermanos Marx el símbolo
de la anarquía y la rebelión (“sea lo que sea”, cantaba Groucho, “estoy en
contra”), y que Eliot, que pertenecía a la alta burguesía anglosajona, se
definiera como “clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico
en religión”. Lo que llama la atención es que dos hombres tan diferenes
se llevaran bien.
En su misiva del 26 de abril, el autor de Cuatro cuartetos le
comunica a la estrella de El hotel de los líos que pronto
pondrá su retrato en la pared “junto a otros amigos famosos como W.B. Yeats y Paul Valéry” y
añade, tras anunciarle que le enviará una foto: “Tiene que saber que es usted
mi más codiciada pin-up. Yo seré feliz de ocupar un lugar mucho más
humilde en su colección. Y, a propósito, siempre y cuando usted y la señora
Marx estén en Londres, mi esposa y yo esperamos que coman con nosotros”. “Si
voy a Londres me aprovecharé por supuesto de su amable invitación y si viene
usted a California espero que me permita hacer lo mismo”, le contesta Groucho
el 19 de junio. Y antes comenta su foto: “No tenía la menor idea de que
fuese usted tan atractivo. El hecho de que no le hayan ofrecido el
papel de protagonista en alguna película sexy sólo puedo atribuirlo a la
estupidez de los directores de reparto”.
Desde entonces planean verse en varias ocasiones, pero siempre hay algo
que lo impide. A finales del 62 Eliot enferma y pasa cinco semanas en el
hospital y otras tantas en las Bermudas intentando recuperarse. Cuando regresa,
en mayo del 63, recibe la segunda fotografía de su amigo. “Su nuevo y
espléndido retrato está enmarcándose. Me gustaron mucho ambos y no puedo
decidir cuál dejar en casa y cuál poner en la pared de mi oficina. El nuevo
impresionaría más a los visitantes, especialmente a los que quiero impresionar,
puesto que es inconfundiblemente Groucho”.
El actor tarda en responder debido a una infección. El viaje a Europa
tendrá que retrasarse hasta que vuelva de Israel en otoño. Poco después, su
salud empeora. “Mi enfermedad que, tres meses atrás, mis tres médicos
consideraban trivial, está haciendo una brillante carrera en mi organismo. Lamento
decir que los tres médicos nadan en la abundancia. Hasta ahora, me han birlado
ocho mil pavos”, le escribe el 1 de octubre. En la carta, además de comentarle
que en un artículo del New York Times no mencionan su retrato,
Groucho escribe por primera vez: “Querido Tom”. “¡Si no es ése su nombre me he
metido en un buen lío! Pero creo haber leído en alguna parte que se llamaba
igual que Tom Gibbons, un boxeador que vivía en Saint Paul”. Eliot asegura no
conocer a su tocayo e insiste en que se recupere pronto. “Si usted no se
presenta, me temo que todas las personas con las que me he jactado de conocerle
(y de llamarnos por nuestros nombres de pila) me tomarán por un fanfarrón”. Y
ese día firma: “Siempre suyo, Tom”.
La respuesta de Groucho no se hace esperar: “Cuando le llamo Tom, quiere
decir que es usted una mezcla de un boxeador del peso pesado, un gato callejero
macho y el tercer presidente de los Estados Unidos”. A continuación le cuenta
que acaba de terminar de escribir Memorias de un amante sarnoso y
se lo recomienda como afrodisiaco, y aprovecha para preguntarle su opinión
sobre el sexo. “No lo dude. Confíe en mí. Aunque generalmente se me considere
informal, puede confiarse en mí para cuestiones de tal importancia”. Y se
despide con: “Mis mejores deseos para usted y la señora Tom”. Eliot responde
siete meses más tarde. En su carta, fechada el 3 junio de 1964, escribe: “El
retrato de usted en los periódicos diciendo que, entre otras razones, ha venido
a Londres para verme, ha aumentado considerablemente mi reputación entre el
vecindario y sobre todo ante el frutero de la acera de enfrente. Evidentemente soy
ahora alguien de importancia”.
Al cabo de unos días, un coche recoge a Groucho y Eden en el hotel Savoy
y los lleva a casa de Eliot, que espera en la puerta acompañado de su mujer. El
poeta es alto y flaco y está algo encorvado; ella es rubia y joven y lo mira
con admiración. En medio de un silencio incómodo, el mayordomo sirve los
cócteles. Groucho, que se ha preparado para el encuentro leyendo tres
veces La tierra baldía y dos Asesinato en la catedral y
que ha repasado El rey Lear por si la conversación se atasca,
recita unos versos del poeta para demostrarle que ha leído algo aparte de las
reseñas de prensa. Eliot sonríe ligeramente y cambia de tema. Prefiere hablar
de Una noche en la ópera, pero cuando cuenta uno de los chistes del
cómico, éste, que hace mucho tiempo que lo había olvidado, sonríe ligeramente.
“No iba a permitir que nadie –ni siquiera el poeta inglés de San Louis–
estropeara mi velada literaria”.
El autor de Prufrock sirve vino a los comensales, que
ya están sentados a la mesa frente a su plato de carne asada. Eliot “es un
hombre adorable”, le cuenta al día siguiente Groucho a su hermano Gummo, “y un
anfitrión encantador”. Para evitar que la charla decaiga, el neoyorquino prueba
con Shakespeare. Dice que el rey
Lear no puede ser más tonto y que si hubiera sido su padre se habría escapado
de casa con ocho años en lugar de esperar a cumplir diez. Como eso tampoco
parece desconcertar al escritor, señala que el discurso inicial del rey es el
“colmo de la estupidez”, porque no hay quien se crea que un padre le pregunte a
sus tres hijas cuál le quiere más y desherede a la única que es incapaz de
mentir. Valerie y Eden defienden al Bardo de Avon y se ponen de parte del monarca.
Luego Eliot le pregunta si recuerda la escena del juicio en Sopa de
ganso y su colega le responde que afortunadamente la ha olvidado. Y
cuando el cómico le cuenta que su hija Melinda está estudiando su obra en
Beverly High, el autor de Los hombres huecos lamenta que lo
lean por obligación. Y así acaba la cena, sin explosiones ni lamentos. En
la carta a su hermano, Groucho declara que tiene tres cosas en común con el
poeta: los puros, los gatos y los juegos de palabras.
No vuelven a verse. Eliot muere siete meses después y el humorista
participa en un homenaje celebrado en el teatro Globe, al que asisten también
Peter O’Toole y Laurence Olivier. Durante su intervención, los invitados no
paran de reír. Es imposible saber si están ante la persona o el personaje.
(EL CULTURAL / 16-7-2020)
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