Tenemos el mismo problema con Wagner. Durante el almuerzo, esperando a
que sirvan el postre, Cosima Wagner dice a los criados: “Hay que esperar, el
maestro está tocando el piano”. Arriba, en el segundo piso, se le oye tocar.
Estaba estudiando, preparando la música de Semana Santa de Parsifal.
Wagner baja. Y en la mesa del almuerzo —tenemos el testimonio directo de
Cosima— se pronuncia sobre la cuestión judía y dice: “¡Hay que quemar vivos a
los judíos!”. El mismo día en que compone la música de Semana Santa de Parsifal.
Me dirá usted: “Hay que comprenderle.” ¡No! No se puede comprender. Nosotros
somos hombres y mujeres insignificantes. Usted y yo. Gracias a esos gigantes
tenemos una herencia inmensa; no imagino mi existencia sin Tristán,
sin otras páginas de Wagner, sin Ser y Tiempo, sin los libros sobre
Kant, sin los ensayos sobre los presocráticos, etc. La edición de las obras
completas de Heidegger tendrá más de cien volúmenes.
Para mí la mejor explicación la ha dado su discípulo predilecto, su
sucesor, Gadamer, que también fue un gran pensador. Estábamos en el centenario
de Heidegger, en Friburgo, y casi llegamos a las manos Ernst Nolte, un
historiador hasta cierto punto neonazi, y yo. Gadamer, que era físicamente un
gigante, con toda tranquilidad, pone sus manos sobre mis hombros y me dice:
“¡Steiner! ¡Steiner! Cálmese usted. Martin era el más grande entre los
pensadores y el más mezquino entre los hombres”. Es un análisis excelente; no
justifica nada, pero no cabe duda de que es verdad. Heidegger, Wagner… Hay
muchos otros ejemplos.
Si me pregunta quién ha marcado el curso de la lengua francesa, en los
tiempos modernos, le diré que son Proust y Céline. Los dos. Céline es, con
Rabelais, uno de los más grandes magos de la lengua francesa, gracias a Viaje
al fin de la noche. Pero no solo es el Viaje. Las tres novelas sobre su
fuga a Dinamarca (que muy pocos leen hoy en día) —De un castillo al otro, Norte y Rigodón—
son una maravilla. Las escenas con su gato Bébert, ante las llamas de Colonia,
cuando el gato se pierde entre las llamas y se baja del tren; las escenas en
Sigmaringen —donde Pétain completamente sordo, no oye el descenso del avión
inglés que se acerca al puente— ¡son shakespearianas! Y lo digo con todo el
cuidado. En ese hombre horrible se esconden grandes invenciones poéticas. Y
también una inmensa compasión humana. Como médico fue formidable con los
pobres, con los animales. A mí me encantan los animales y comparto, me atrevo a
compartir con él, esa pasión y admiro en él lo que significa para él el animal,
el sufrimiento animal. Por eso no consigo comprender. Ese mismo hombre concibe
esa basura infame que es Bagatelas para una masacre y otros
textos. Panfletos, grandes panfletos antisemitas. Se me pide comprensión; no
puedo comprenderlo. Ese mismo hombre quiere que todos los judíos acaben en un
horno.
¿Qué hacer frente a eso? Como lector, como profesor, tengo una deuda
enorme con esos textos. Son los textos que amueblan mi mente y mi ser. Ello no
quiere decir ni por un instante que defienda a esos hombres. Así pues, tal vez
nuestra suerte sea no llegar a conocerlos: yo no quise conocer a Heidegger. No
quería, no me habría atrevido. También tuve, claro está, la posibilidad de
conocer a Céline.
¿Cómo vivir sin Wagner? La música de Wagner es la de Wagner. ¿Y en
filosofía? Acabo de leer una cita de Derrida, quien dice: “La filosofía del
futuro es estar a favor de Heidegger o en su contra.”
George Steiner
Un largo sábado
Conversaciones con Laure Adler
Traducción: Julio Baquero Cruz
Editorial: Siruela
***
Proust considera que en el proceso creador la inteligencia no desempeña
más que un papel secundario. Muchos escritores comparten esta opinión. Colette
dijo a Emmanuel Berl: «Es usted demasiado inteligente para ser un buen
novelista». Y Claudel observaba: «La inteligencia no es la cualidad esencial de
un artista en mayor medida que la prudencia lo es de un militar». Lo cual no
quiere decir, evidentemente, que para un artista sea más ventajoso ser un
imbécil —Proust mismo tenía una inteligencia formidable—; pero todos esos
escritores saben por experiencia que, en la creación literaria, no es su
inteligencia lo que se moviliza, sino más bien su sensibilidad y su
imaginación. Lo que importa sobre todo es «la inspiración», el «estado de
gracia», la comunicación directa establecida con las fuentes profundas de la
memoria y del inconsciente; y para captar esas fuentes a menudo es preferible
dar descanso a la inteligencia. Aragon era más inteligente que Eluard, pero
Eluard era mejor poeta. La inteligencia no inhibe ese don poético; el don
poético simplemente es de otra naturaleza: puede coexistir con una inteligencia
mediocre, incluso con una mente confusa. Tengo un disco de Céline que escucho
de vez en cuando. Las primeras páginas de El viaje al fin de la noche (leídas
por Michel Simon) producen físicamente (carne de gallina) la impresión del
genio en estado puro. Es perturbador. Luego viene una larga entrevista al
autor, que desvaría y repite machaconamente banalidades. Es deprimente. ¿Céline
y el doctor Destouches habrían sido, pues, dos individuos diferentes?
No, diría Sainte-Beuve, que pensaba que el hombre y el escritor
constituían una unidad: un completo conocimiento del primero os dará la plena
comprensión del segundo. Pero Proust demolió soberbiamente esta mecánica
grosera: «[Sainte-Beuve] desconocía lo que nos enseña una habituación un poco
profunda con nosotros mismos: que un libro es el producto de un yo distinto del
que manifestamos en nuestras costumbres, en la sociedad, en nuestros vicios».
Lo cual explica, por otra parte, el contraste a veces impresionante entre el
esplendor de una obra y la maloliente miseria humana de su autor. Paradoja
perfectamente resumida por el axioma de Valéry: «Toda persona es inferior a lo
que ha hecho de más hermoso».
Simon Leys
La felicidad de los pececillos
Traducción: José Ramón Monreal
Editorial: Acantilado
(CALLE DEL ORCO / 17-7-2020)
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