El sitio de la Mulita (19)
Tal cual lo narramos pasó
en la mañana. De ahí que, ahora, a la blancuzca pero intensa claridad, el Cuzco
Overo abandonó el fogón sin la más mínima preocupación, sabiendo que de toda la
gente de tropa él iba a ser el mejor ubicado -y mucho mejor si llovía- y
atravesó el pequeño campamento con unos bostezos que le paraban la marcha, cruzó
con un “¡Adiós, che!” frente al centinela Avestruz apostado a la salida del
pasadizo, y siguió de largo… Llegado a su excepcional refugio -ni con la carpa
del jefe permitía comparación- ganó a rastras abajo del horno, encendió un
cigarro y, de espaldas, el sable tendido a su lado izquierdo, se echó a fumar
poniéndose por entero a disposición del sueño.
La blanquecina
luminosidad, ya menos intensa, tal vez, como si la luna ahora medio quisiera
retraer su brillo, se sostenía siempre sobre la tierra. Todo callado, todo más
que calmo estaba. Ni una brisa de nada cruzaba la absorta suspensión. Y la
luciérnaga con su corto chispacito y el grillo con su apenas audible chirriar,
eran índices que al distraído señalaban, precisamente, la constancia del
lechoso blancor y el insistir del silencio. Aquello daba la idea de que el
horizonte hubiera dejado afuera a todo lo inquieto. Lo que ya no estaba en su
sueño se disponía a caer en él dentro de la inmensa redoma, abajo de cuya comba
las estrellas que no quedaban muy próximas a la luna ardían entre también
quietas nubes con ese fulgor, con esa nitidez del vidrio que anuncia un tiempo
malo.
Asimismo el Soldado Cuzco
Overo se había quedado quieto. Atendía a que en su mente se encendían y se
apagaban cosas, se encendían y se volvían a apagar, cuando se halló de manos a
boca nada menos que con que estaba siguiendo a un mirar que le llegó sin dejar
descubrir su origen, y que lo intrigaba mucho porque él tenía la idea de
haberlo sentido encima alguna vez. Siempre tras ese mirar en incesante
retirada, el soldado topó con una tapera ya hecha yuyos. Los siete ombúes que
allí había (siete y ¡qué extraño! Siete ombúes, pues, comenzaron a mecerse, a
mecerse parejos, como a compás… y cuando él quiso acordar, se hicieron humo.
Mas en la noche cerrada se clavó de pronto una estrella, venida bien apagada
quién sabe de dónde hasta que estuvo a la vista del joven miliciano, que fue cuando
se encendió. Después de un ratito de mostrársele inmóvil, ella hizo en el cielo
unos giros, como atrayéndole bien la atención… acentuó más su luz, por las
dudas, y se puso en marcha, aunque con bastante lentitud, en fija para que él
no tuviera que seguirla a raja cincha, aplastando al pobre lunarejo. Así, entre
el fresco que se levantaba, trotando sin apuro en pos de aquel alto
deslizamiento celeste (ahora la estrella había desplegado una cola como de
veinte metros, lo menos) el Cuzco Overo sintió unos ruidos y advirtió que
atrás, muy iluminado, venía el finado su tío en la misma dirección que él con
la estrella llevaban, al trote de su tordillo por el camino como tabla.
Reconociéndolo, el buen sobrino taloneó su lunarejo, se apartó para dar paso a
la tropilla que tras el cencerro de la yegua madrina su tío venía arreando y,
cuando esta le llegó al lado, él dijo esperando la cortés detención del finado:
“¡Muy buenas noches! ¿Qué es de esa vida, mi tío?”, y le alargó la mano con
respeto. Mas el finado siguió de largo, sin mirar, aunque empezó a hacer gestos
y movimientos de cabeza y de brazos y hasta de piernas, después como en
peroración acalorada. Entonces, picado por la intriga, el sobrino Soldado se le
apareó, y púsosele a trotar a la diestra, sin sacarle el ojo. Parecía que con
rotundidad aprobaba algo su tío porque, a cada cabeceo, el mentón aplastaba el
nudo de la blanca golilla… De repente, el viejo se tentó. Tales risotadas
soltaba, que debió agarrarse a la cabezada del recado para no irse al suelo. Y
cuando medio se le pasó eso, dio en encogerse de hombros y en menguar la cabeza
negando con resolución, aunque la boca le seguía siempre como si le hubiesen
puesto candado. Manteníase trotando a su lado el retacón Cuzco Overo, con el
ojito hacia arriba (el finado Galgo viejo, su tío, fue famoso por su larga
flacura) a la espera de que el otro se quedara quieto para entrar a tallar él.
Pero su deudo no daba sitio. Ahora muy echado hacia atrás, la vista siempre
hacia adelante, mecía con parsimonia el rebenque casi sobre las inquietas orejas
de su tordillo, en actitud de dar consejos de peso. Entonces el Cuzco Overo detuvo
su caballo y dejó que su tío continuara así, con la costumbre que de finado
había agarrado, ¡vaya a saberse dónde! de conversar sólo él, no más, y callado,
como lo siguió haciendo, y de nuevo con calor, sin duda, ya que, hasta que se
perdió tras una cuchilla con sus redomones, su yegua madrina y su cencerro, el
desairado sobrino veía otra vez sus ademanes, revoleos de pierna y cabezazos.
Pero bien se dice que no hay mal que por bien no venga. Ganó plata con esto el Cuzco
Overo. Porque, en ese momento, al rayo del sol, tornó su lunarejo, enderezó a
la pulpería… Allí, entre los que se agolpaban en la cancha de taba clavó,
cobró, aceptó apuestas y tiró otra vez el hueso… Cayo este, ahora, con un golpe
seco. “¡Suerte, no más!” Pero, desdichadamente, el ruido que hizo la taba al
clavarse otra vez entre la admiración general, despertó al joven Soldado Cuzco
Overo. ¡Había dormido un buen tirón! ¡Debía ser ya más de medianoche!... Mas
volvió a oír otro golpecito, ¡Qué taba ni que taba; ahora él estaba
despierto!... ¡Y, otra vez y otra vez, parece mentira, el golpe!...
-¿Qué es esto? -se
preguntaba el Cuzco Overo. Intentó sentarse en los cojinillos, cuando su rudo
cabezazo contra el piso del horno le obligó a recordar dónde se hallaba. Mas
otro golpecito sordo lo sacó del aturdimiento. Con muchas precauciones para no
repetir la topada se asomó y, de seguido, se arrastró hasta salir.
El ruido venía de poca
distancia… ¡y de abajo de la tierra!
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