Cuando el cantinero nos vio entrar agarró la campana de cristal y tapó las dos bandejas de entremeses gratuitos.
-Deme una cerveza -dije.
El cantinero sirvió una jarra, cortó la espuma desbordante con la espátula y se
quedó esperando. Recién cuando puse la moneda arriba del mostrador me alcanzó
la cerveza.
-¿Vos que querés? -le preguntó a Tom.
-Cerveza.
La sirvió, cortó la espuma y recién cuando vio la moneda le alcanzó la jarra.
-¿Pasa algo? -le preguntó Tom.
El cantinero no le contestó. Se quedó
mirando por arriba nuestro y le dijo a un hombre que acababa de entrar:
-¿Usted qué quiere?
-Rye -dijo el hombre.
El cantinero puso una botella, un vaso
y una jarra de agua arriba del mostrador.
Tom estiró el brazo para destapar una
de las bandejas de entremeses que tenía patitas de cerdo a la vinagreta y una
tijera de madera con puntas como tenedores.
-No -dijo el cantinero, volviendo a
colocar la campana sobre la bandeja. Tom ya tenía la tijera de madera en la mano.
-Volvé a poner eso en su sitio -dijo el cantinero.
-Imaginate donde me gustaría ponértela -dijo Tom.
El cantinero metió la mano abajo del mostrador sin sacarnos la vista de arriba.
Puse cincuenta centavos sobre el mostrador y entonces se enderezó.
-¿Qué más te sirvo? -me preguntó.
-Cerveza –dije, y antes de servirme la cerveza destapó las dos fuentes.
-¡Tus patitas de cerdo son un asco! -escupió lo que había empezado a masticar
Tom.
El cantinero no dijo nada. El hombre
que había tomado whisky pagó y se fue sin mirarnos.
-¡Los que dan asco son ustedes! -le dijo el cantinero a Tom.
-¿Lo escuchaste? -me dijo Tom.
-Dale -le pedí. -Vámonos.
-¡Salgan enseguida de aquí, vagos de mierda! -gritó el cantinero.
-Mirá que la idea de irnos fue mía -le respondí.
-Aunque algún día vamos a volver -dijo Tom.
-¡Ojo con volver a pisar este lugar!
-¿No te parece que este señor está equivocado? -me dijo Tom.
-Dale. Vámonos.
Afuera era noche cerrada.
-¡Qué mierda se creerán que son en este
pueblo! -rezongó Tom.
-Andá a saber -le dije. -Vamos a la estación.
Habíamos entrado al pueblo por una
punta y ahora caminábamos hacia la otra. Olía a cueros curtidos y a aserrín. Llegamos
al oscurecer y ahora los charcos de los bordes de la carretera ya empezaban a
congelarse.
En la estación encontramos a cinco putas esperando el tren; seis hombres
blancos y cuatro indios. La sala de espera estaba llena del humo rancio que
despedía una estufa. Hacía mucho calor. Cuando entramos nadie hablaba y las ventanillas
estaban cerradas.
-¡Podrías cerrar la puerta! -gritó alguien.
Era uno de los hombres blancos. Usaba pantalones gastados, botas de goma de
leñador y una camisa a cuadros como los demás, pero no llevaba sombrero y tenía
un rostro blanco y unas manos pálidas y finas.
-¿No la vas a cerrar?
-Claro -dije, cerrándola.
-Gracias -me dijo el hombre.
Otro de los hombres blancos largó una risita estúpida.
-¿Nunca te volteaste a un cocinero? -preguntó.
-No.
-Mirá que a este le gusta todo -dijo el hombre mirando al cocinero.
El cocinero torció la cabeza con los
labios apretados.
-Se pone jugo de limón en las manos -siguió riéndose el hombre. -Y no las mete
en el agua de los platos por nada del mundo. Mire lo blanquitas que las tiene.
Una de las putas largó una carcajada. Era la mujer más grande que había visto jamás
en mi vida y usaba un vestido de seda tornasolado. Había otras dos putas que también
eran muy grandes, pero ella debía pesar como ciento cincuenta kilos. No podías
creer que existiera de verdad. Las tres putas gigantes usaban vestidos
brillantes y estaban sentadas en el mismo banco. Pero las otras dos usaban el
pelo oxigenado y tenían pinta de ordinarias.
-Mirale bien las manos -dijo el hombre señalando con la cabeza al cocinero.
La puta se rio de nuevo y empezó a bambolearse.
Entonces el cocinero le dijo de golpe:
-¡Sos una montaña de carne asquerosa!
-¡Ay, Dios mío! -dijo ella.
Tenía una voz hermosa y seguía riéndose
y bamboleándose.
-¡Ay, Dios mío! -repetía.
Las otras dos gordas estaban tranquilas y mantenían una pose muy digna, como si
no escucharan nada. Debían pesar sus buenos ciento veinte kilos y eran casi tan
grandes como la otra.
Entre los los hombres, además del
cocinero y del que nos había hablado, había otros dos que eran leñadores: uno
de ellos escuchaba todo con interés, pero debía de ser un poco tímido. El otro
parecía tener ganas de hablar. Había dos suecos, además. Dos de los indios
estaban sentados en una punta del banco y el otro esperaba parado contra la
pared.
El hombre que tenía ganas de hablar me
dijo despacito:
-Sería lo mismo que cojerse a una
montaña de heno.
Yo me reí y se lo repetí a Tom.
-¡Nunca había estado en un sitio como este, Dios mío! -dijo Tom. -Mirá lo que
son esas tres.
Entonces habló el cocinero:
-¿Qué edad tienen ustedes, muchachos?
-Yo tengo noventa y seis y él sesenta y nueve.
-¡Jo, jo, jo! -empezó a bambolearse la puta más grande.
Tenía una voz verdaderamente hermosa. Las
otras ni siquiera se rieron.
-¿No pueden hablarme bien? -preguntó el cocinero. -Se los pregunté nada más que
por ser amable.
-Tenemos diecisiete y diecinueve años -dije
yo.
-¿Por qué se lo tenías que decir? –se
dio vuelta para mirarme Tommy.
-Tranquilo. Está todo bien.
-A mí pueden llamarme Alice –dijo la puta más grande y enseguida empezó a
sacudirse de nuevo.
-¿Ese es tu nombre? -preguntó Tommy.
-Claro -dijo. -Me llamo Alice. ¿No es
verdad? -se dio vuelta ella hacia el hombre que estaba sentado al lado del
cocinero.
-Sí. Se llama Alice.
-Y todavía tenías que llamarte Alice -dijo el cocinero.
-Es mi verdadero nombre -dijo Alice.
-¿Y las otras muchachas cómo se llaman? -pregunto Tom.
-Se llaman Hazel y Ethel -dijo Alice.
Hazel y Ethel sonrieron. No eran muy
inteligentes que digamos.
-¿Y vos cómo te llamás? -le pregunté a una de las rubias.
-Frances -me contestó.
-¿Frances qué?
-Frances Willson. ¿Te importa?
-¿Y vos cómo te llamas? -le pregunté a la otra rubia.
-No te hagas el inocente -dijo.
-Lo único que quiere es hacerse amigo nuestro -dijo el hombre que se había
animado a hablar. -¿No querés que seamos todos amigos?
-No -dijo la rubia oxigenada. -Amiga tuya no, por lo menos.
-Es una histérica -dijo el hombre. -Histérica y bocona.
La otra rubia la miró sacudiendo la cabeza.
-Qué pesados que son -dijo la rubia histérica.
Entonces Alice empezó a reírse y a bambolearse de nuevo.
-Yo no sé qué le ves de gracioso a eso -dijo el cocinero. -Aquí todos se ríen,
pero nada tiene gracia. ¿Ustedes adónde van, muchachos?
-¿Adónde vas vos? -le preguntó Tom.
-A Cadillac -dijo el cocinero. -¿Conocen
ese pueblo? Mi hermana vive allí.
-Él mismo es una hermana -dijo el hombre empecinado en humillar al
cocinero.
-¿Por qué no me dejás en paz? -preguntó el cocinero. -¿No podemos hablar
de cosas lindas?
-En Cadillac nacieron Steve Ketchel y Ad Wolgast -dijo el hombre tímido.
-Steve Ketchel -chilló una de las rubias, como si el nombre le hubiera gatillado
algo adentro. -Lo mató su propio padre. Sí, ¡por Dios!, su propio padre. Ya no quedan
hombres como Steve Ketchel.
-¿No se llamaba Stanley Ketchel? -preguntó el cocinero.
-¡Ho! ¡Callate! -dijo la rubia. -¿Vos qué sabés de Steve? ¿Stanley? No, no se
llamaba Stanley. Steve Ketchel era el hombre más fino y más hermoso que existió.
Nunca conocí un hombre tan limpio y tan blanco como Steve Ketchel. Nunca hubo
un hombre como él. Se movía como un tigre y era el derrochador más elegante y
espléndido que existió jamás.
-¿Vos lo conocías? -preguntó uno de los
hombres
-¿Si lo conocía? ¿Si lo conocía? ¿Si lo amé? ¿Y me lo preguntan? Lo conocía
como no conocieron ustedes a nadie en el mundo, y lo amaba como se ama a Dios.
Era el hombre más grande, el mejor, el más blanco y el más hermoso que existió jamás.
Steve Ketchel, sí señor. Y su propio padre lo mató como a un perro.
-¿Lo conociste en la costa?
-No. Lo conocí antes. Fue el único
hombre que amé en mi vida.
Ahora todos miraban respetuosamente a la rubia oxigenada que hablaba con un
tono muy teatral, pero Alice empezó a bambolearse de nuevo. Me di cuenta porque
estaba muy cerca de ella.
-Y supongo que te acostabas con él -dijo
el cocinero.
-Pero no le quise arruinar la carrera -dijo la rubia oxigenada. -No me quise
convertir en una carga para él. Yo no era la esposa lo que él necesitaba. ¡Por
Dios! ¡Qué hombre que era!
-Me imagino -dijo el cocinero. -¿Pero
no lo noqueó Jack Johnson?
-Fue por casualidad -dijo la rubia. -Ese
negro de mierda lo agarró distraído. Él acababa de derribarlo, y de repente el
negro le metió un golpe por sorpresa, y lo noqueó.
En ese momento se abrieron las
ventanillas y los tres indios fueron a comprar sus boletos.
-Porque cuando Steve lo derribó -dijo
la oxigenada- se dio vuelta un momento para sonreírme.
-Pero vos dijiste que no habías estado en la costa con él -dijo alguien.
-Fui nada más que para ver esa pelea. Steve se dio vuelta para sonreírme y ese
negro hijo de puta se levantó y lo agarró por sorpresa. Steve hubiera podido
hacer morder la lona a cien hombres como ese negro hijo de puta.
-¡Era un gran boxeador! -dijo uno de los leñadores.
-¡Sí, por Dios! -dijo la oxigenada. -Ya
no quedan boxeadores así. Era como un Dios. Tan blanco, limpio, hermoso y
elegante, rápido como un tigre o como un relámpago.
-Yo vi la película de la pelea -dijo Tom.
Estábamos todos conmovidos. Alice se bamboleaba,
y me di cuenta que estaba llorando. Los indios ya habían salido al andén.
-Para mí fue mucho más que lo pudo
haber sido cualquier marido -dijo la rubia oxigenada. -Estábamos casados frente
a los ojos de Dios. Yo le pertenecía y le perteneceré siempre. No me importa lo
que pueda pasar con mi cuerpo. Pueden hacer lo que quieran; pero mi alma le pertenece
a Steve Ketchel. ¡Por Dios que era un hombre de verdad!
Ahora todos nos sentíamos muy tristes. Alice, que todavía estaba moviéndose,
dijo con voz grave:
-Sos una mentirosa de mierda. Nunca te acostaste
con Steve Ketchel en tu vida y lo sabés muy bien.
-¿Cómo podés decir eso? -preguntó orgullosamente la rubia.
-Lo digo porque es verdad -dijo Alice. -Yo
soy la única entre todos los que están aquí que conoció a Steve Ketchel. Nací
en Mancelona y lo conocí allí. Esa es la pura verdad y vos lo sabés muy bien.
¡Que Dios me quite la vida aquí mismo, si no es cierto lo que estoy diciendo!
-¡Y que me la quite a mí también si mentí!
-¡Es la verdad, la verdad, la verdad! Y vos lo sabés. No es una mentira como la
que quisiste hacernos creer. Y me acuerdo exactamente de lo que me dijo Steve
Ketchel.
-A ver, ¿qué te dijo? -preguntó la
rubia con suficiencia.
-Lo que me dijo fue que yo estaba más que
buena. Eso fue lo que me dijo.
-¡Eso sí que es una mentira! -chilló la oxigenada.
-No. Es la verdad. Eso fue exactamente lo que me dijo.
-¡Es una mentira! -porfió la rubia con orgullo.
-¡Es la verdad! ¡La verdad! ¡Lo juro por Jesús, María y José que es la verdad!
-Steve nunca te pudo haber dicho eso.
Él no se expresaba así -dijo la rubia riéndose.
-Es la verdad -dijo Alice con su preciosa
voz. -Y no me importa si me creés o no.
-Es imposible que Steve te pueda haber dicho eso -porfió la rubia oxigenada.
-Me lo dijo -sonrió Alice. -Y me acuerdo que en ese momento yo estaba más que
buena, como él decía. Y todavía sigo siendo soy mejor hembra que vos. ¡Vos no sos
más que huesos y mala leche!
-¡No podés insultarme! -dijo la rubia. -¡Montaña de mierda! Yo también tengo
mis recuerdos.
-No -dijo Alice, con su preeciosa voz. -No tenés ningún recuerdo verdadero,
como no sea cuando te ligaron las trompas y te volviste una puta. Todo lo demás
lo leíste en los diarios. Yo soy limpia y vos lo sabés, y le gusto a los
hombres, aunque sea tan grande. Eso a vos te consta. Y además nunca miento. Eso
también te consta.
-Dejame con mis recuerdos. Con mis
verdaderos y maravillosos recuerdos.
Alice miró a la rubia y después nos miró a nosotros, sonriendo. Su cara era
casi la más bonita que yo había visto en mi vida. Tenía una piel suave y tersa,
y era tan agradable como su voz. ¡Pero qué grande era, carajo! ¡Era tan grande
como tres mujeres juntas! Entonces Tom me dijo:
-Vamonós.
-Adiós -dijo Alice.
Tenía una voz verdaderamente hermosa.
-Adiós -dije yo.
-¿Para dónde van, muchachos? -preguntó
el cocinero.
-Para el lado contrario al que vas vos -le contestó Tom.
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