Podría
haber algo mental en el problema
Del
siglo XIX nos viene la famosa creencia de que el mal social se origina en los
muy desiguales lazos que las personas guardan con la producción, la propiedad
privada y los bienes de consumo. Produjo, y todavía produce, una conmoción
teórica que atribuye al capitalismo la causa de la desigualdad y la explotación
y apela a la revolución como vía salvadora. En el siglo XX se advierte que el
capitalismo da lugar a una estructura que determina las condiciones de vida, la
mentalidad y la convivencia, y que poco o nada puede hacer la voluntad para
modificarla. El modelo revolucionario como garantía de cambio empieza a
debilitarse. Podría haber algo mental en el problema.
Si
suena el despertador y el obrero decide no ir a trabajar, decían algunos, no
por eso deja de ser un obrero, porque sigue siéndolo, aunque en paro.
Los críticos de la sociedad actual piensan que hay una “estructura universal de
opresión” que explica la “condición posmoderna”. Es claro que tal estructura y
esa condición existen, indudablemente; pero no explican todo. La sociedad
posmoderna responde a la ideología del capitalismo, en efecto, y al sistema
económico que la origina o la acompaña en Occidente desde fines de la Edad
Media. Pero, la ideología y la economía capitalista dependen también de aquello
que ellas mismas han creado, es decir, de las mayorías desvinculadas de los
medios de producción, de la sociedad desposeída y de las masas empobrecidas. El
capitalismo no es sólo esperanza garantizada, progreso material, dinero,
confort, alimento, no es sólo el dios de la humanidad, también es el dios de la
huerfanidad.
¿Qué
se puede hacer con la estructura?
Hay
una interdependencia estricta entre ricos y pobres, es decir, una unidad
conformada por el capitalismo. Capitalismo es el sistema de la sociedad
entera, no sólo el de ricos y poderosos; lo es también el sistema de pobres y
desamparados. Para ver con claridad las particularidades de este asunto es
necesario dejar de lado por un momento la pregunta ¿quién tiene la culpa?
El supuesto de que la tiene los capitalistas es desplazado por el que incrimina
a la estructura, el total del cuadro en el que entran todos, los que la crearon
y los que quedaron en desventaja en ella. Porque, una estructura es una
estructura.
La
masa social que el capitalismo deja medio al margen o al margen total de sus
beneficios intrínsecos, la mayoría con ingresos fijos y sin ahorros, y la que no
cuenta con ingresos fijos o es jornalera, entra también dentro del cuadro. Quiso
sacudir a esa masa del ensimismamiento y de la inmovilidad que la convierte en su
presa. Y en buena medida lo ha logrado, porque, ¿qué se puede hacer contra la
estructura? No se modifica por el voto democrático ni por ninguna otra vía, por
revolucionaria que fuere. Se modifican las ideas, la política, se afecta la
educación y sufre serias consecuencias la cultura del orden social, pero no la
económica (como lo demuestra la historia). Y subsiste por debajo un problema no
estrictamente económico, un problema de orden subjetivo.
¿Pensamos
y sentimos de acuerdo al capitalismo?
La
estructura atrapa la actividad mental con facilidad, pero sin dejarla
completamente en blanco. Ésta es capaz de defenderse aun cuando no haya voluntad
expresa en contra o la estructura le resulte irreconocible. Aunque la
gravitación de lo económico sea muy grande y actúe en estrecha asociación con
lo político y en forma paralela a la lucha por el dominio subjetivo del mundo,
hay algo que no se puede soslayar. Se dice que el capitalismo está aquí, entre
nosotros, en la vida de cada uno, en casa, en el trabajo, en la calle que cada
uno y a diario transita. Pero, ¿es determinante en cada una de las personas?
¿Pensamos y sentimos de acuerdo al capitalismo? ¿Nos concierne en todo?
Si
hay un mal, un enemigo ecuménico que se ha ensañado con los más débiles y ha castigado
a los más humildes, también existe un mal que se descubre si se mira hacia
adentro, hacia el plano personal en cuerpo y espíritu. Es el lugar físico y también un lugar mental, es decir, todo lo
que tenemos, la parte del mundo social que
constituimos. Si se quiere, podemos despertar en esa parte en donde estamos y
somos, sin importar el lugar que nos ha reservado el capitalismo y en el que
también estamos (y en el que puede dominarnos la resignación). Podemos
despertar en el mismo lugar que se nos reserva malhadadamente y enfrentar las poderosas
e insidiosas imposiciones del sistema.
El
objetivo de escapar físicamente de la estructura imperante ha demostrado
desembocar en alguna de estas alternativas históricas: aceptar y adoptar su
ideología, ateniéndose a ella en cuerpo y alma, o contraer una familiar clase
de estrés que conduce a la enfermedad crónica o a la derrota material y moral,
después o antes de librar la batalla. Pero hay también otra alternativa, aunque
no sea fácil percibirlo, una tercera posibilidad libre y soberana que es la que
nos permite pensar y comunicarnos a diario. Aunque su valor no sea un valor de
cambio, un medio para imponernos en la sociedad como nos permite el dinero, es
posible volverlo real. No es sólo un estado de conciencia, el sentir interior y
solitario de carácter místico o espiritual, el conformismo que es justamente
aquello que se desea imponer y que deja huellas en el espíritu, porque por
fuera todos parecemos estar bien.
¿Cómo
verlo? ¿Cómo descubrir que se es dueño de esa posibilidad interna y soberana?
Es una manera de poner en suspenso psicológico la realidad física adversa, de
agrandar el nicho del mundo que corresponde a la criatura humana y que permite
vislumbrar lo que se debe pensar y hacer y por dónde hay que encaminarse.
Empezamos a comprender cuando nos damos cuenta de la relatividad que esconden
las más conspicuas explicaciones que conocemos al respecto. Casi todas
descuidan el aspecto subjetivo, lo que cada uno puede hacer para liberarse.
Lo
que opina la posmodernidad
En
el pensamiento crítico posmoderno, es decir, en la filosofía y en la sociología
actuales, predomina la creencia de que vivimos bajo las condiciones de opresión
y represión del sistema, y que, si bien no se trata de una cárcel con barrotes
y candados de acero, ni de una represión a golpes de palo, se trata de
opresiones y represiones muy refinadas que tienen idénticos efectos. Entre
ellos hay una, la más común y sufrida casi sin darnos cuenta, porque el mismo
sistema nos enseña a soportarla sin quejas: la enajenación, la alienación, el
estado mental en el que nos gana una aletargada despreocupación por todo lo
importante para la vida y la realización que es imprescindible para cada
persona. No es difícil estar de acuerdo con este diagnóstico.
Se
trata de un estado de ataraxia o tranquilidad espiritual artificial e
imperceptiblemente inducido por la misma estructura reinante y ajeno a la
conciencia individual. La palabra ajenidad es más apropiada que
“enajenación”, que tiene connotaciones diversas. El consumo, el mercado, la
propaganda y sus formas ocultas de llegar a las mentes, la inducción de
necesidades artificiales, todo eso no es lo único que constituye el sistema
opresor, la enajenación que nos hace interesar por lo fácil, entretenido y
aparentemente despreocupante. Porque la relación sería diferente si la persona
despertase del lado que verdaderamente le corresponde en el mundo, del lado que
en última instancia representa todo lo que es. Pues es ella quien en última
instancia determina la enajenación, la servidumbre imperceptible, la
degradación de toda autonomía personal, la destrucción del proyecto que en
todos representa un destino determinado y posible.
Si
decide despertar y escapar de sus incorpóreas cadenas, no hay inducción ni
tránsito liminal ni subliminal ni estructura que pueda vencerla, fuera el que
fuere el sistema vigente, económico, político, social, psicosocial. Pero, si
decide despertar o seguir despierta en ese mundo artificial y engañoso en el
que una persona es la que cumple con reglas incompatibles con lo que cada uno
desearía para sí, entonces, las reglas le obligarán a ser un sujeto más y
perderá la oportunidad de llegar a ser la persona que puede llegar a ser como
por sí misma desearía (si es que todavía reconoce que sería una auténtica
posibilidad).
La
persona puede neutralizar el llamado opresivo del sistema, o de no responderlo,
pero también puede condescender y asimilarlo. No interviene sólo el juego del
sistema que la llama para oprimirla, pues hay dos fuerzas. Y gana la de afuera
si no cobra conciencia de cómo libra su batalla la de afuera. El capitalismo
pone sus estrategias, las formas ocultas de la propaganda, los contenidos
subliminales de los medios de comunicación, y los supraliminales que muchos
buscan para satisfacer deseos superficiales y vacíos (los mismos que el sistema
necesita que todos busquen). Pero, la persona no es del todo inocente en este
asunto, pues suele ofrecer su complicidad, sin la cual no hay resultados. Ella
también es responsable de poner en marcha el motor de la opresión encendiéndolo
en sí misma. Su protesta, su reclamo militante, su clamor porque le devuelvan
lo que le han quitado o lo que le han prohibido, tiene que incluir y asumir la
responsabilidad que le corresponde.
Sin
embargo
Es
verdad que el mismo mercado se ocupa de disuadir o de desarraigar cualquier
propósito en contra de su marcha arrolladora. Prepara a quien en definitiva es
el sostenedor de su propia existencia. Pero no es imposible crear una imagen
propia y contraria capaz de producir la reacción, y sin hacer daño a nadie.
Especialmente, sin recurrir a los mismos medios de que se vale el capitalismo
inveterado para ganarse la voluntad y extraer lo que desea de las personas. Es
posible activar la relación fenoménica entre la conciencia y el estado de cosas
cuyos efectos nocivos la invaden. Las categorías que definen las relaciones
entre clases, del individuo con el poder, del trabajador con la producción, del
consumidor con el mercado, etcétera, se disponen según cierto orden en el
espacio y el tiempo.
Sin
embargo, en el círculo de funciones por las que el individuo entra en relación
espaciotemporal con su entorno, tales descripciones no alcanzan para definir
otras categorías que son las que se corresponden con el auténtico vivir del
ser humano. No interviene tanto la economía cuando el pensamiento está en
actividad o cuando los sentimientos controlan los estados de ánimo y los
vínculos con los seres queridos. Buena o mala, la economía no modifica el
cuadro, aunque genere estrategias y medios para colonizarlo y perpetuarse en
él. Sea cual fuere el lazo con la realidad física, la persona goza de su estado
de libertad mental que la guiará al proyectarse hacia la acción, una acción que
tiene que iniciarse en su propio círculo de tiza caucasiano. Que resulte
exitoso depende de ella, y no hay estructura que valga.
Esencialmente,
no modifica el estado interno correspondiente a la actividad de todos los días,
dormir, ducharse, alimentarse, vestirse, ir a trabajar, tomar el ómnibus, y
quien viva sin hacer nada de esto con menor razón será modificado. La larga
cadena de intenciones, preocupaciones y ocupaciones sufre sus propias
transformaciones, ya no impresas por la estructura y aunque ésta tenga “horror
al vacío” y quiera infiltrarse subrepticiamente. El individuo ya dispone por su
cuenta de ese querer,
un querer algo, querer ir hacia
algo que le mueve siempre, inexorablemente, y que no es un lugar ni un momento
sino un propósito
que no necesita finalidad definida ni objeto concreto a
perseguir. No lo necesita para generarse, porque su querer es un ir hacia lo
que fuere. Es aquello que intercepta el mercado para convertirlo en consumo,
actividad que, por otra parte, nadie niega que es del todo disfrutable.
De
esta manera se revela un orden de relaciones que no sólo se define por la
proximidad o la lejanía respecto a las fuentes generadoras de riqueza y cuya
estructura se esfuerza por decidir la suerte de todos. Se define un orden de
relaciones singular al descubrirse otra estructura, no fija como la que se
corresponde con el sistema del capitalismo o del sistema que fuere. Una red de
relaciones de la persona con el mundo tejida por las funciones que la vinculan
con los demás seres, objetos y hechos, que cambian y se modifican sin cesar.
Esa es la estructura que se debe modificar, rehacer, reacondicionar para
efectivamente ganarle la pulseada al sistema. Quizá demande una reforma con
mayor urgencia que la descubierta por la teoría posmoderna.
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