A través de los siglos, los hombres
hemos tratado de explicar el arte y la literatura. Siempre conscientes de que
se trata de una tarea difícil, y la mayoría de las veces inútil, hurgamos en una
búsqueda insistente por desentrañar sus claves, sus probables motivaciones o
herencias.
Hemos coincidido, sin embargo, en que
la obra imperecedera, la que puede ser intemporal, es la que se sostiene en una
individualidad poderosa que, por esa misma razón, establece una comunicación
infinita y plural con todos los hombres.
No voy a explicar, por lo tanto, la
obra de Francisco Espínola. Convencido de que perdurará por sí misma en el
mejor entronque del género campesino, me limitaré a señalar algunos aspectos
exteriores en la seguridad de que el personaje Paco Espínola, fue uno de los
mejores intérpretes de sus personajes, uno de los más intensos y amenos
charlistas que haya conocido este país.
Hay quien sostiene —no sin razón
aparente— que buena parte de la mejor obra de Espínola es la que contó y jamás
escribió. Artífice del diálogo y de la inventiva, todo aquel que lo conoció
pudo disfrutar de sus calidades de narrador natural, de su fenomenal dominio de
la palabra. Paco iba dejando sus relatos en cafés, en casas de amigos, en aulas
azoradas, en audiciones y en calles. Así lo fui conociendo, como espectador de
aquellos, sus caudalosos juegos de la imaginación, yéndome siempre con la
sensación de haber leído un libro más.
Fue, sin lugar a dudas, un pontífice
de la bondad. En Espínola no tenía cabida la idea de que pudiese existir un
hombre malo, enteramente malo. Al margen de que en sus relatos ese sentir haya
significado una constante, en el diálogo abría siempre una ruta para fortificar
el convencimiento. Y aunque en todos los terrenos del arte cuenta algo más que
lo positivo o negativo, pienso que fue uno de los escritores más positivistas
que hayan dado nuestras letras.
En mis primeros años, lo veía caminar
por las calles de Punta Carretas. Llevaba un sombrero negro y aludo que lo
hacía algo sombrío, las manos hacia atrás y un cigarro negro casi siempre
apagado en la boca. Ese hombre pasaba todos los días. Yo no sabía quién era. A
veces se perdía en la costa, bordeando la farola. Parecía atónito en el
paisaje, observador de todo cuanto le rodeaba. Me enteré al tiempo que se
trataba de un escritor. Concluí en que, evidentemente, el oficio se le parecía.
Nada más apropiado para ese personaje caminador y ensimismado.
Lo reencontré en la madurez, contando
cuentos de San José de Mayo, en casa de unos parientes. Nunca olvidaré las
“Milongas del Poca Ropa”, un negro que llegaba a San José con una guitarra,
casi en andrajos y cantando historias del camino. Yo nunca oí esas milongas,
pero de alguna manera —reteniendo su relato— pienso que Paco me hizo vivir el
bordoneo y la copla que habrá sonado en los suburbios maragatos de aquel
inapreciable entonces.
Un día —al que le siguieron muchos
otros— estuve en su casa. Recuerdo el clarín de Aparicio Saravia, el fusil de
Paso Forlán, aquella su confesión de que —sea cual fuere el hoy y el ahora y
las tiendas donde militara como hombre de este tiempo— estaba inevitablemente
arraigado a la historia del Partido Nacional. Y sobre ese arraigo, en cuanto a
esa historia se refiere, ya no cabía elección posible.
A esa misma casa llegué otras tardes,
con distintas excusas. La última de ellas, con la intención de una visita
breve, salí después de seis horas. Había oído, de labios de Paco Espínola, una inolvidable
novela sobre el ostracismo de Artigas inventada en el momento, partiendo de las
más variadas tesis históricas. Es que Paco tenía una acendrada vocación de
docencia y a través de ella narró miles y miles de páginas que no podrá
recuperar la literatura.
Si bien no fue un escritor prolífico
y dejó buena parte de su talento generosamente en la memoria, pienso que sus
relatos resistirán para siempre, apoyados en algunas obras maestras de nuestra
literatura campesina.
Su condición oral fue portadora a mi
juicio de un verdadero milagro. En general —como sucede con los poetas— no es
el autor el mejor intérprete de sus obras. Y Espínola nos plantea una opción
dificilísima. La grabación de tres de sus mejores cuentos nos hace tambalear
para sostener la creencia de que la palabra escrita sea —en literatura—
superior a la voz.
Cada vez que alguien contaba una
anécdota de Paco, siempre concluía en lo siguiente: “Y esto no es nada. Hay que
oírselo contar a Paco”. Es que, por menudo que fuera, la más leve alusión a un
hecho concreto u onírico salía revitalizada de boca del narrador. “Mágica eso”
diría Rodríguez. Pero era así. Todo estaba más vivo en su condición de
comunicar, dejando un amplísimo campo de acción al poder auditivo de cada uno
de nosotros.
No sé, en definitiva, si sus páginas
enteramente grabadas hubieran dejado algún saldo para lamentar. En todo caso,
hubieran sido una dualidad admirable, tal como sucede con los tres cuentos que
llevó al disco.
Quisiera recordar por último una anécdota simple que a través del tiempo
adquirió para mí un sentido profundísimo. Fue por el año 1965 que nos
encontramos por casualidad. Yo llevaba un manojo con unos cuantos poemas
primerizos que me ofrecí a mostrarle. Los recibió con entusiasmo y leyó con
avidez, manifestando el elogio a través de alguna mala palabra como era a veces
su característica. Al llegar al último poema, desarrolló su tesis. Íbamos en un
ómnibus. Tal vez Paco haya advertido que se había excedido en alentarme, porque
al bajarme, mirándome por el rabillo del ojo, pronunció estas casi proféticas
palabras: “Los versos están muy bien. Pero eso sí: cuando escribás o cuando
leás, nunca te olvidés que fuiste analfabeto”.
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