Carl Gustav Jung (Kesswill, 1875 – Küsnacht, 1961). Capítulo del libro «El hombre y sus símbolos» escrito en colaboración con Aniela Jaffé.
Las denominaciones “arte moderno” y
“pintura moderna” se emplean en este capítulo tal como las usa el profano. De
lo que trataré utilizando la calificación de Kühn, es de la pintura imaginativa
moderna. Las pinturas de esta clase pueden ser “abstractas” (o, más bien,
“no-figurativas”), pero no siempre necesitan serlo. No intentaremos distinguir
entre las diversas formas como fauvismo, cubismo, expresionismo, orfismo y
demás. Toda alusión específica a alguno de esos grupos será excepcional.
Y no me preocupo de la diferenciación
estética de las pinturas modernas; ni, sobre todo, de valoraciones artísticas,
La pintura imaginativa moderna se toma aquí, simplemente, como un fenómeno de
nuestro tiempo. Esta es la única forma en que puede justificarse y responderse
a la cuestión de su contenido simbólico. En este breve capítulo sólo es
posible mencionar a algunos artistas y seleccionar algunas de sus obras un
tanto al azar. Tengo que conformarme con estudiar la pintura moderna en función
de un número reducido de sus representantes.
Mi punto de partida es el hecho
psicológico de que el artista ha sido en todos los tiempos el instrumento y
portavoz del espíritu de su época. Su obra sólo puede ser entendida
parcialmente en función de su psicología personal. Consciente o inconscientemente,
el artista da forma a la naturaleza y los valores de su tiempo que, a su vez,
le forman a él.
El propio artista moderno reconoce con
frecuencia la interrelación de la obra de arte y su tiempo. Así, el crítico y
pintor francés Jean Bazaine escribe: “Nadie pinta como quiere. Todo lo que
puede hacer un pintor es querer con toda su fuerza la pintura de que es capaz
su tiempo”. El artista alemán Franz Marc, que murió en la guerra europea, dijo:
“Los grandes artistas no buscan sus formas en las brumas del pasado, sino que
toman las resonancias más hondas que pueden del centro de gravedad auténtico y
más profundo de su tiempo”. Y, ya en 1911, Kandinsky escribió en su famoso ensayo De lo espiritual en el arte: “Cada época recibe su
propia medida de libertad artística, y aun el genio más creador no puede saltar
los límites de la libertad”.
Durante los últimos cincuenta años, el
arte moderno ha sido una general manzana de discordia y la discusión no ha perdido
nada de su acaloramiento. Los sonoros “síes” son tan apasionados como los
rotundos “noes”; sin embargo, la reiterada profecía de que el arte moderno se
ha terminado, jamás ha llegado a ser verdad. La nueva forma de expresión ha
triunfado hasta un grado inimaginable. Si, en definitiva, es amenazado será
porque ha degenerado en manierismo y en moda. (En la Unión Soviética, donde el
arte no-figurativo con frecuencia ha sido desalentado oficialmente y producido
sólo en privado, el arte figurativo está amenazado por una degeneración
análoga.)
El público en general, en Europa en
todo caso, aun está en el ardor de la pelea. La violencia de la discusión
muestra que los sentimientos suben muy alto en ambos campos. Aun aquellos que
son hostiles al arte moderno no pueden evitar que les impresionen las obras
que rechazan; están irritados o repelidos, pero (como demuestra la violencia de
sus sentimientos) están emocionados. Por regla general, la fascinación
negativa no es menos fuerte que la positiva. El torrente de visitantes a las
exposiciones de arte moderno, dondequiera y cuando quiera que se celebren,
atestigua algo más que curiosidad. La curiosidad bien pronto quedaría
satisfecha. Y los precios fantásticos que se pagan por obras de arte moderno
son una medida de la categoría que se les concede por la sociedad.
La fascinación se produce cuando se ha
conmovido el inconsciente. El efecto producido por las obras de arte moderno
no puede explicarse totalmente por su forma visible. Para los ojos educados en
el arte clásico o “sensorial”, son nuevas y ajenas. Nada de las obras de arte
no-figurativo recuerda al observador su propio mundo: ningún objeto de su medio
ambiente cotidiano, ningún ser humano o animal que le hablen un lenguaje
conocido. No hay bienvenida ni acuerdo visible en el cosmos creado por el
artista. Y, sin embargo, incuestionablemente hay un vínculo humano. Incluso
puede ser más intenso que en las obras de arte sensorial, que atraen
directamente al sentimiento y la fantasía.
La finalidad del artista moderno es dar
expresión a su visión interior del hombre, al fondo espiritual de la vida y del
mundo. La moderna obra de arte ha abandonado no sólo el reino del mundo
concreto natural, sensorial, sino también el del mundo individual. Se ha hecho
eminentemente colectiva y, por tanto (aun en la abreviación del jeroglífico
pictórico), conmueve no sólo a pocos, sino a muchos. Lo que permanece
individual es la manera de representación, el estilo y calidad de la moderna
obra de arte. Con frecuencia resulta difícil para el profano reconocer si la
intención del artista es auténtica y espontánea su expresión, no imitada ni
buscada para producir efecto. En muchos casos, tiene que acostumbrarse a nuevas
clases de líneas y de colores. Tiene que aprendérselas, como aprendería una
lengua extranjera, antes de poder juzgar su expresión y calidad.
Los precursores del arte moderno comprendieron aparentemente cuánto estaban
pidiendo al público. Jamás habían publicado los artistas tantos manifiestos y
explicaciones de sus propósitos como en el siglo XX. Sin embargo, su esfuerzo
por explicar y justificar lo que hacen no va sólo dirigido a los demás; también
va dirigido a ellos mismos. En su mayor parte, esos manifiestos son
confesiones de fe artística; intentos, poéticos y muchas veces
auto-contradictorios, de aclarar la extraña producción de la actividad
artística de hoy día.
Lo que realmente interesa, desde luego,
es (y siempre lo ha sido) el encuentro directo con la obra de arte. Aunque,
para el psicólogo interesado en el contenido simbólico del arte moderno, es más
instructivo el estudio de esos escritos. Por esta razón, permitiremos que los
artistas, siempre que sea posible, hablen por sí mismos en el estudio que va a
continuación.
Los comienzos del arte
moderno aparecieron al iniciarse el presente siglo. Una de
las personalidades más impresionantes de esa fase de iniciación fue Kandinsky,
cuya influencia aún se puede hallar claramente en las pinturas de la segunda
mitad del siglo. Muchas de sus ideas han resultado proféticas. En su ensayo
concerniente a la forma, escribió: “El arte de hoy día incorpora al
madurez espiritual hasta el extremo de la revelación. Las formas de esta
incorporación pueden situarse entre dos polos: 1) gran
abstracción; 2) gran realismo. Estos dos polos abren dos caminos que
conducen, ambos, a una meta final. Estos dos elementos han estado siempre
presentes en el arte; el primero estaba expresado en el segundo. Hoy día
parece como si fueran a llevar existencias separadas. El arte parece
haber puesto fin a la agradable completitud de lo abstracto por lo concreto y
viceversa”.
Como ilustración del punto de Kandinsky
de que los dos elementos del arte, lo abstracto y lo concreto, se han
separado: en 1913, el pintor ruso Kasimir Malevich pintó un cuadro que consistía
sólo en un cuadrado negro sobre un fondo blanco. Fue quizás el primer cuadro
puramente “abstracto” jamás pintado, Escribió acerca de él: “En mi lucha
desesperada para liberar al arte del lastre del mundo de los objetos, me
refugié en la forma del cuadrado”.
Un año después, el pintor francés
Marcel Duchamp colocó un objeto cogido al azar (un anaquel de botellas) en un
pedestal y lo expuso. Jean Bazaine escribió: “Este anaquel, arrancado de su
medio utilitario y hallado en la playa, ha sido investido con la dignidad
solitaria de lo abandonado. Sin valer para nada, ahí está para utilizarlo;
dispuesto para nada, está vivo. Vive en el borde de la existencia su
propia vida absurda, obstructora. El objeto que estorba: ése es el
primer paso del arte”.
En su extraña dignidad y en su
abandono, el objeto quedaba inconmensurablemente exaltado y recibía una
significación que sólo podía llamarse mágica. De ahí su “vida absurda,
obstructora”. Se convirtió en un ídolo y, al mismo tiempo, en objeto de burla.
Su realidad intrínseca quedó aniquilada.
El cuadrado de Malevich y el anaquel de
Duchamp fueron actitudes simbólicas que nada tenían que ver con el arte en el
sentido estricto de la palabra. Sin embargo, marcan los dos extremos (“gran
abstracción” y “gran realismo”) entre los cuales se puede alinear y comprender
el arte imaginativo de los decenios siguientes.
Desde el punto de vista psicológico, las dos actitudes hacia el objeto desnudo (materia) y el no-objeto desnudo (espíritu), señalan una colectiva fisura psíquica que creó su expresión simbólica en los años anteriores a la catástrofe de la guerra europea. Esta fisura apareció primero en el Renacimiento, cuando se hizo manifiesta como conflicto entre el entendimiento y la fe. Mientras tanto, la civilización iba alejando más y más al hombre de sus fundamentos instintivos de tal modo que se abrió una brecha entre la naturaleza y la mente, entre el inconsciente y la conciencia. Estos opuestos caracterizan la situación psíquica que busca expresión en el arte moderno.
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