SAINT-TROPEZ
EL OTOÑO avanzaba. La posibilidad de que Ray no
viniera me había amansado tanto, que hasta dejé de escuchar la voz del Otro. Ya
casi ni silabeaba el salmo, ahora. Retomé la lectura crespuscular en la
Citadelle y el recorrido del puertito -cada vez más vacío- a la búsqueda de
callejones rembrandtianos. A fin de mes tendríamos que subir a París y
empezaría todo de nuevo. Y terminaría todo de una buena vez, además -pensé
sentado en el Sporting exactamente a los tres días de la ida de Ramón. Un día
claro y ningún recuerdo, viejo Wallace -me divagué: No conocemos policías
disfrazados de matoncitos ni músicos angolanos nacidos en Bahía ni rubias
platinadas onda Roman Polanski. Nada de esas locuras. Eran las dos de la tarde
y Abel ya había pedido la comida y estaba paladeando una copa de rosado frente
al resplandecer polvoriento de la plaza cuando vio entrar al bar a Isabelle,
acompañada por el Ceja y Pedrito. Sólo el Ceja me saludó. “¿Ya los echaron de
Hamburgo?” sonrió Abel. El marido de Isabelle le contestó que no, pero que el
contrato era una estafa viva. Nos miramos con Pedrito.
Esa noche nos acostamos relativamente temprano y yo me
decidí a leer el artículo del France-Soir
que me había recomendado tanto Ramón, y el chiquilín me pidió algún poema
de los míos. Le di uno solo, largo. Era un poema de amor cruel inspirado por The sun also rises. “Uy, nono” falseteó
Pedrito, después de la segunda lectura: “A usted le van a rezar las viejas”.
“Favor que usted me hace” ladré: “Y a vos te van a matar los maridos, si no te
cuidás un poco”. “¿Vos decís por el Ceja?” se rio el chiquilín: “Tas loco. Si
cuando vino nos encontró prácticamente en la cama y nos invitó a comer chucrut.
Estamos en otro planeta, nono. En otro tiempo, estamos. Usted perdió la-”. “Ta”
dije: “Alcanza. Dejalo por ahí”. Me dediqué al France-Soir, que traía un inefable artículo sobre la decadencia
uruguaya escrito por un corresponsal franco-mexicano. La cosa estaba planteada
en términos menos sentimentales que apocalípticos, a saber: en los bares del
otrora floreciente Pocitos ya no había más que tacuruses de arena entre
butacones rengos y entelarañados donde se oía la amenaza del oleaje, etc. (Y
uno se imaginaba que por la rambla girarían pelotones de paja en vez de coches,
como en las escenografías del Far-West.) En definitiva, colofonaba
-envalentonándose- el corresponsal: Una
ciudad y un país que tienden a desaparecer.
Abel sintió como si le pegaran un marronazo en la
entrepierna. Mierda, pensé: Estás en Saint-Tropez dándote dique con las fotos
que te sacás con la B.B. y masturbándote con tu novela andante y tus odas de
amor-odio y jodiendo la paciencia con tu horrible
tragedia personal. ¿Viste la patria,
ahora? ¿La viste de una vez? No es solamente el único cielo concebible para morirse abajo. Son los pobres, los tuyos. Esa es tu historia,
macho.
Esa noche Abel Rosso soñó que era un centauro con
ojazos de Gárgola que galopaba persiguiendo a un infante desnudo (y con su
propio rostro) y al despertarse tableteó una proclama de resurrección. Pero la patria triste / me dolió más que
todo proferían los dos primeros versos. Después le escribí a mi viejo lo
más eufemísticamente posible, aceptando su tan reiterado ofrecimiento de
ayudarme con el pasaje de vuelta si me las veía mal. “Mal no” le puse: “Pero pobre,
siempre”.
EL CLIMA ya oscilaba, y con el primer frescor tuve un
ataque de asma bastante fuerte. Hacía tiempo que se me había acabado la
betametasona (que no se vendía sin receta) y Marlene se ofreció a financiarme
una consulta con su médico cuando yo lo dispusiera. Pero esa noche no pude
dormir. Abel aprovechó para liquidar A la
sombra de las muchachas en flor y tomó mate electrificantemente y le aceptó
a Pedrito dos pitadas de hasch, hasta que a las cinco y me1dia de la mañana se
decidió a salir a dar una vuelta por el pueblo.
El pecho se me empezaba a abrir. Recorrí las dos
cuadras de la plaza entre una semiclaridad sedosa y después se me ocurrió subir
a la Citadelle por el lado opuesto al que lo hacía siempre. Los árboles de los
viejos chalets y el macadam de los repechos se veían como a través de un filtro
azul cobalto, y Abel se sintió al borde de algo que se podía definir como la
felicidad. Al empezar la ascensión final de la colina tuve miedo de que la cosa
se estropeara, y en ese exacto momento se me cruzó por el sendero (caminando)
un enorme pájaro del tamaño de un pavorreal. El pájaro voló a ras de tierra
hasta esfumarse entre el claror turquesa que filtraban los pinos. La cosa viene
bien -pensé. Y caminé hasta ver el panorama de los tejados de Saint-Tropez, que
parecían penetrados por el color exacto de la vida: un rojo húmedo y hondo, de
gredosa grandeza. Más allá estaba la franja del resplandor marino y la aterciopelada
bruma azul de los Alpes.
Abel sintió que tenía que doblar a la derecha,
bordeando la fortaleza. Cada vuelta de tuerca que le daba al camino le abría
una luz más ancha. Y no podía frenarse. El rebrillo del golfo creció hasta
circunvalar el horizonte, y al dar la última vuelta vi el sol recién alzado y
miré hacia mi izquierda en el momento en que dos velas emergían por detrás del
cementerio: daba la sensación de que los marineros podían ir conversando de una
borda a la otra, de tan juntas que estaban. O de que las dos barcas eran algo
así como la metáfora de una pareja, llegó a pensar Abel. Entonces clavé la
mirada en el cementerio blanco lavado por las olas y festejé la vida hasta el
estremecimiento. “Es justa” murmuré: “Con todo lo que tiene. Y con todo lo que
le falta y hay que hacerle tener. Es justa”.
Y metí la mano en el gabán y encontré un papel y un
lápiz que no recordé haber puesto allí en ningún momento y empecé a transcribir
inconexamente lo que veía y sentía y bajé a la ciudad totalmente borracho por
la felicidad y versificando por la calle y casi me pisa un auto pero seguí
escribiendo y a veces ponía primero lo que iba a pasar ponía Tomé un
vaso de leche y tuve que ir a tomármelo al Sporting y al sentarme en la
plaza con la gente del pueblo a la vista y el pecho abierto y la batalla de
todos los pueblos estrellada en los ojos sentí mansa y maravilladamente que ya
podía morirme.
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes
una noche de invierno, con ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a
la puerta vidriera de Le Bateau Ivre, un restaurant vacío donde al oscurecer
recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron cruzando el corso de
contramano que sube desde el mercado de la Mouffetard. El muchacho saca los
brazos de los bolsillos de su sacón y levanta sus ojos de haschich a la noche:
ve los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y
escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos
cuando cruzan la place de la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre
va estudiando cada cara del corso para desembuchar frasecitas secretas en su
oreja. El hombre es pelirrojo y usa un gran sobretodo completamente negro que
parece prestado. Tiene los ojos verdes y los tuerce hacia el fuego de los
restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro se levanta a
espantar su voz como a una mosca. Ven desfilar clochards y mujeres mugrientas y
hombres como insepultos, pero el muchacho festeja solamente la mancha de
belleza marrón que brilla en cada tórax: dice que ve la mancha. Van bajando al
mercado, y el muchacho declara estar muerto de hambre cuando huelen los ríos de
sangre de cerdo burbujeando en los surcos de las alcantarillas. El hombre
sonríe repugnantemente cada vez que habla el otro: pero lo mira entre
relámpagos acariciadores.
“BUENO, LO increíble es que al final tocamos con Paul
McCartney en el festival du Midem y figuramos al lado de él y todo, en el
nomenclátor” le contaba Abel a Ray la mañana que llegaron de hacer El evangelio criollo en Cannes: “Y lo
más curioso es que cuando Lucio me dio la noticia y me preguntó si estaba
contento le dije que sí. Pero en realidad me importaba un pito. Es un poco
triste ir teniendo las cosas más claras a veces ¿no? Es como si vieras todo: lo que sos de verdad y lo que hay de
verdad y no lo que te venden los cerdos”. Ray me enfocó entornando los ojos.
“Te noto lúcido, botija” dijo levantándose las solapas del sobretodo recién
puesto: “¿Pero te parece que es un poco triste
nomás, darse cuenta de todo? ¿Vas a
apolar o me acompañás a dar una vuelta?”. Aquello me sorprendió. Porque desde
el imprevisible “Feliz año / Abelito” que Ray me murmuró en la gala del Club
Méditerranée, no había habido otra muestra de amistad -de parte suya, por lo
menos- en casi veinticuatro días. La “batalla amistosa” se transformó en una
especie de “guerra pacífica”, pensó Abel mucho tiempo después. O en una
“coexistencia fría”, a lo sumo.
Mi náusea se había terminado, y aquella mañana
paseamos en paz y yo me decidí a comprar una máquina nueva -con los ahorros de
fin de año reforzados por los doscientos francos que nos arrimó Lucio a cada
uno- cosa que festejamos almorzando bricks a l’oeuf y un orgiástico cous-cous
en el mismo restaurant donde nos emborrachamos aproximadamente un mes y medio
atrás. Esta vez no planeamos ningún viaje a Bahía o al Sertón o a Recife. Pero
Ray fue calzándose de a poco una máscara realmente agradable de complicidad con
el prójimo y terminó por confesarme que durante los dos días que estuvimos en
Cannes pensó en mi policial y esbozó unos apuntes para profundizar el personaje
del quiosquero.
“Los tengo arriba. A ver qué te parecen” dijo, y me
alcanzó una hoja de block garabateada con prolijidad. Abel nunca sirvió para
leer alcoholizado, y menos en lugares ruidosos. Pero hubo algo del texto
-contado en primera persona- que lo sobresaltó. El supuesto quiosquero hacía
una especie de inventario de su rutina (incluyendo algún forzado detalle
escenográfico, como la alusión a cierta marca de cigarrillos entre el recuento de
los miedos que lo paralizaban: miedo a la gente al fracaso a la locura a la
homosexualidad o al cáncer de pulmón sólo por estar todo el día viendo
edificios grises de Republicana XXX Filtro alrededor suyo, etc.) y al final
señalaba casi como una única salvación la posibilidad de descolgarse con un
acto extraordinario -“un crimen, aunque sea”- capaz de transformarlo en
alguien”.
“Perdoname” dijo Abel: “Todo esto es muy interesante.
Pero lo del acto extraordinario -que es lo mejor por lejos- ya está en Dostoievski”.
“Yo no se lo robé a Dostoievski” contestó Ray, sin demostrar fastidio: “Se lo
robé a Arlt. ¿Leíste Los siete locos?”.
“No” dije: “Empecé a leerlo dos veces y no le pude entrar ni a ganchos. Pero no
te olvides que Arlt le afanó casi todo al Fiodor”. “Entonces son cien años de
perdón, botija” se defendió el riverense. “Tenés razón” le dije: “Aunque ya hay
asesino en la novela, vo. Si el quiosquero empieza a asesinar, se arma un lío
brutal”. Ray largó una carcajadita, y después se puso -durante un segundo-
radiantemente serio. “El quiosquero está loco. Y solo” se frunció: “Con un
cacho de amor se le pasaría todo. ¿En serio que no te acordás de todo lo que te conté en Meudom?”. “No”
dijo Abel: “En serio”.
Ray te
invitó a comer en la banlieue porque había un relumbrón final del otoño que
pasmaba y tomaron un tren en Invalides y bajaron en una zona residencial de
Meudom que irremediablemente te hizo respirar las humaredas de Carrasco y
después se dejaron engullir por el bosque de Clamart y avanzaron entre un túnel
pozzuoli de hojas vivas y muertas hasta desembocar en un bucólico restaurant
con mesas al aire libre llamado A la Fontaine Sainte-Marie donde empezaron con
un saucisson lujosamente aderezado y un encorpado vino tinto de marca “Mirá que
nos van a fajar” le advertiste al riverense “Pago yo” sonrió él “Cuando me toca
pagar nunca escondo el culito botija” agregó con las pecas incendiadas por el
claror ya oblicuo del sol que se filtraba entre una alameda de robles
ensangrentados y devoraron el saucisson y pasaron a un segundo plato de carne
que fue un espectáculo aparte entre las reflejadas espesuras del vino y el
bosque “El mozo ya nos está junando con miedo de que nos rajemos sin pagar”
dijo Ray “Junale la jetucha” y aullaron de la risa y pidieron la tercera
botella y vos empezabas a sobrepasar tu límite de resistencia pero te era
imposible no morder el color de la copa donde se remansaba la aterciopelada
transparencia de la tarde “Una vez me maté a una botija en una tarde así” dijo
Ray abriéndose una mueca de fiereza con el escarbadientes “Una compañera de
cuarto de liceo hija de un rego de los que andaban en la vuelta con el famoso
Joaquim Coluna” “Y qué viene a ser un rego” preguntaste riéndote “Un
rego-lucionario” carcajeó Ray “Un bolche un tupa cualquier basura de esas yo
era jupo botija era un jefecito nazi allá en Rivamento a las órdenes del
benemérito Bertalicio Merdín fijate que a mí de chico me decían Gargolita en el
catecismo por lo feazo que era pero después repeché mucho porque mi viejo me
llevaba de joda con el tal Merdín cuando tenía diez años y a veces llegábamos
de la joda y me ponía la túnica y rajaba para la escuela y ahí me empezó la
fama y nunca más tuve problemas para levantarme una mina nunca más me gritaron
Gargolita tampoco aunque ese asunto ya no me calentaba tanto porque una vez un
cura que se llamaba igual que vos casualmente me habló del jorobado de
Notre-Dame y me vendió unos versos como que el jorobado era una gárgola que era
buena por dentro y yo nunca pude saber si me estaba jodiendo o batiéndome la
justa y de ahí viene el asunto de las esculturas yo dibujaba diablos desde
chico pero nunca logré que me salieran buenos no había caso campeón che me
estás escuchando carajo” chilló Ray y vos pegaste un salto y dijiste que sí aunque
te habías quedado en blanco después de la palabra jupo “Sí” mentiste “Te
escucho” “Bueno” hinchó la mirada el otro “Hasta que una vuelta estábamos por
hacerle una fiesta a una negrita de doce años que era un bombón y se desbolaba
arriba del mostrador de los boliches por chirolas y mi viejo se calentó tanto
que la despatarró de un tirón y desenfundó y le dijo que si no lo mamaba en
quince segundos la empalaba con el talero y me dijo Vos tomá el tiempo
Gargolita y no sé por qué carajo me temblaba la mano mirando el bruto reloj de
oro que me habían regalado cuando tomé la comunión y la negrita se hincó y mi
viejo primero le meó la cara y gritó Tenés quince segundos o te quedás sin culo
merdiña calientamachos y la chiquilina abrió los dientes con la cara chorreándole
como una llorada amarilla y le pegó una mordida que lo dejó chanta y antes de
rajarse en pelotas del boliche gritó San Jorge va a venir a empalarlos a
ustedes ricos hijos de puta con una jeta de gárgola buena que te desesperaba y
yo no salí más con mi viejo y me largué por mi cuenta y llegué a ser el rey del
mambo en Rivera y Livramento juntos o terror do Rivamento llegué a ser y no es
paco hasta que un día Merdín nos propuso un negocio a la guachada de mi barra
cuando yo todavía vegetaba en el liceo con casi dieciocho años cumplidos y ya
se había armado el quilombo político y mi viejo se las tiraba de decente porque
quería ser diputado colorado y ya había mucho tupa y bolche y toda esa basura
Merdín nos ofreció maruja de la buena y LSD y revólveres y todo lo que le
pidiéramos siempre que le tuviéramos controlada la joda política en el liceo y
entonces me hice jupo entendés cómo fue la pelota” pidió la cuarta botella a
manotazos Ray “Sí” mentiste aguantándote de fumar por el mareo que amenazaba con
hacerte vomitar antes de llegar al toilet de la Fontaine Sainte-Marie “Hasta
que un día me enamoré” dijo Ray y te despabilaste “Me enamoré como un caballo”
carcajeó Ray “Y de la hija de un rego hay que joderse Dios y ella me daba bola
te juro y la guachada de la barra me daba púa para que me la volteara en la
cama de matrimonio de los proleta en horario de fábrica y yo decía que no
porque mi viejo ya me había advertido Relajo pero con orden Gargolita hay que
cuidar el De Deus antes de las elecciones después podés hacer lo que querés
pero hasta el último domingo de noviembre jupeá en el molde y la barra me
seguía dando púa aunque en realidad se morían de envidia porque la chiquilina
era lo más divino de toda la frontera y una tarde más divina que esta la convencí
de hacernos la rabona y la llevé a la casa y cuando estaba en el mejor momento
de mi vida matándomela en el suelo nomás porque a último momento no tuve huevos
o a lo mejor no tuve la mala leche que se necesitaba para desvirgarla arriba de
las sábanas de los proleta llega un patrullero con el rego y mi viejo adentro y
me encajan preso acusándome de violación y mi viejo hasta lagrimeaba
apretándole el hombro al rego y después me enteré que habían sido los otros
jupos los que me habían batido y que mi novia declaró que primero la quise
violar arriba de la cama de los padres amenazándola de muerte pero que ella se
hubiera dejado matar con tal de no hacer eso y mi viejo pagó para que me
hospedaran en la comisaría hasta las elecciones Joderse Gargolita dijo Yo te lo
advertí y mi profesor de literatura que era un rego con una paciencia china
hizo gestiones para que me dejaran dar los exámenes libres y llegué hasta a
estudiar en mi celda de lujo donde tenía televisión y todo aunque no me libré
de que la milicada me viviera toreando Ponete bocabajo Violetita me decían
todas las putísimas noches Así ves las estrellas Violetita mirá que hoy está
estrellado afuera corazón ponete boca abajo y vas a ver lo que es bueno y nadie
me creyó jamás que yo no había violado a la pendeja no hubo caso botija” pero
vos no escuchabas aunque mirabas fijo la cabeza de Ray zumbando entre la luz
naranja mientras tratabas desesperadamente de no vomitar y Ray seguía tomando y
hablando sin poder frenarse “Hasta que un día sentí que estaban torturando a un
rego en la pieza de al lado” y me pareció raro y cuando paré la oreja me di
cuenta que era Joaquim Coluna y de golpe me vienen a buscar y me plantan
adelante del rego que estaba a la miseria pero tenía los ojos como un dos de
oro rojo Así que este es el bolche que infiltraste en la JUP le preguntan y
Coluna me mira y veo que me reconoce porque los ojos le relampaguean sangre
Otra gárgola buena pensé y de golpe tuve necesidad de ser un rego coño y hasta
hubiera rezado para que el hijo de puta me cantara pero no hubo cuestión no me
cantó un carajo y al volver a la pieza me trabajé un ataque de nervios y
pregunté quién había descubierto que yo era rego Nadie merdiña no ves que vos
no servís ni pa rego son órdenes de tu viejo a ver si te podemos enfardar en
forma pero tuviste tarro Violetita y entonces los putié los torié los versié a
ver si me torturaban pero no me dieron bola lo único que esa noche se me
vinieron en malón y vi toditas las estrellas juntas botija toditas las
estrellas” dijo Ray enfocándote con los ojos de la Gárgola aunque vos ya no
escuchabas ni veías nada y la tarde era azul cuando tambalearon sosteniéndose
el uno al otro por el túnel de hojas vivas y muertas y vomitaron por turno “El
problema es ser loco” gimió Ray después de haber regurgitado un gigantesco
chorro humeante “Ellos dicen que soy loco y me pagan yo sé que el giro viene
para eso para que haga maldades no sé si me entendés” y vos no contestabas
porque no entendías nada y recién en el tren te despabilaste un poco cuando Ray
empezó a muequearle a las mujeres que iban sentadas enfrente y fue un viaje
insufrible y se salvaron de ir presos por casualidad y esa noche no trabajaste
y dormiste cerca de catorce horas y al despertarte no pudiste tomar ni mate y
Ray encajó la melena color zanahoria abajo del agua helada y la sacó
sacudiéndose como un perro “Batí muchas bobadas ayer” te preguntó “No sé”
dijiste casi no me acuerdo lo que sé es que cuando bajamos en Odéon me
preguntaste cómo se decía en francés Todo el mundo es una mierda y te pusiste a
gritar eso hasta que el andén se quedó vacío pero pasando a hablar de cosas
buenas cómo morfamos ayer loco qué salchichón y qué carne exquisita de eso me
acuerdo bien te debe haber salido un disparate así que podríamos arreglar a medias”
“Yo invité” sonrió Ray “Sí pero salió caro” porfiaste “Se pagó y se acabó
quevachaché botija” murmuró el riverense ahuevando los ojos.
AL OTRO día me estuve regodeando en forma con la
máquina nueva: escribí un par de cartas y pasé algunos poemas y un capítulo en
limpio para mandárselos a mi padre y a Ma-Sa, respectivamente. El capítulo era
lo único que había agregado a la policial, después de la interrupción provocada
por la vorágine poética. “No te olvides de verme, hermana” le agregué con birome
a la carta de Ma-Sa: “Que aunque mi cara (la de adentro) esté un poco jodida,
está para servir. No se olviden de verme, camaradas humanos. Hasta siempre,
Comandante. Hasta siempre, Querube. Il Monaco Rosso”.
Ray Pedrito y el Cordobés habían salido en patrulla a
darle caza a un árabe que vendía LSD por Belleville y Abel ensilló el mate a
las dos de la tarde, con languidez pero sin náuseas. Cuando golpearon a la
puerta supo (erizadamente) que era la nena y puso cara de perro: le quedó un
tragicómico rostro de San Bernardo. Apenas la miré, pero vi que traía puesto el
conjunto jean de pana azul con el que había bailado Síncopa hasta hacerme volar. No me paré a saludarla. “El Cordobés
no está” dijo Abel, poniéndose a ensobrar las cartas con meticulosa lentitud.
“Y eso qué” dijo ella, sentándose en la cama de enfrente. “Creí que venías a
verlo a él” ladró Abel. “Creíste mal” ladró ella: “¿Puedo tomar un mate, por
favor?”. “Pero si no te gusta, cosita” la sobré: “Ya probaste, la otra vez.
“Voy a probar de nuevo” porfió Bénédicte.
Abel le alcanzó un mate hirviente y espumoso, y la
chiquilina mordió la bombilla y empezó a sorberlo con los ojos cerrados. Se iba
poniendo verdosa, mientras tragaba. “Bueno” le grité: “Basta”. Y me paré para
arrancarle el porongo de la mano y volví a sentarme. Quedamos mirándonos. “¿Es
horrible, no?” pregunté, sin reírme. “Es horrible” contestó Bénédicte. “Qué
pasa” pregunté entonces, por primera vez. Bénédicte me pidió un cigarrillo por
señas y lo empezó a fumar con gestos de mujer. No es virgen, pensó Abel: Estaba
clavado que no era virgen. ¿Cómo se me puede haber ocurrido semejante
disparate? “Qué pasa” repetí. “Acabo de ir a una manifestación en la Bastilla”
empezó a contar ella: “Y lo vi. Estaba con otra. Y estaba todo sucio: es algo
insoportable, no sé”. “¿A quién viste? ¿Al Cordobés?”. “No embromes más con
eso, Abel. Por favor”. “Perdoná” murmuré: “A quién viste”. “A un muchacho del
liceo. Estuvimos juntos este verano, en un campamento. Para mí estuvo bien. Y
fue la primera vez, además. No lo había vuelto a ver desde que subimos a
París”. “Y por qué te acostaste con él” pregunté, como un imbécil. Bénédicte se
rio. “Porque sí” dijo: “Porque tenía ganas. Ya hacía tiempo que había
conseguido las pastillas, además. Da un trabajo del diablo: tenés que llamar a
un teléfono clandestino que circula en el liceo y todo eso. Y si vas a un
campamento con las pastillas, lo menos que podés hacer es-”.
En ese momento entró el Cordobés -acollarado por el
pañuelito de la belleza- y ella se puso roja y yo los hubiera matado a los dos,
como el cornudo del tango. Se saludaron besándose normalmente. El zorro se
sentó -con las facciones hinchadas por la vanidad- en una silla equidistante
entre Bénédicte y yo. “Qué lo parió. Dame un mate, guaso: un viejo mate
criollo” dijo exagerando el acento de Calamuchita: “Te juro que me parten al
medio estas cosas de la droga, che. Pensar que uno estuvo en otra cosa. Uno
estuvo hasta preso y tiene que aguantar a estos pelotudos que te hacen recorrer
todo Belleville para localizar a un árabe fantasma. ¿Qué onda con la pendeja,
al final?”.
Bénédicte no entendía el español, pero me pidió otro
cigarrillo por señas y lo fumó con gestos de mujer fatal. “Ahí la tenés” le
dije al zorro: “Loca de la vida”. Después tratamos de sacar una conversación en
forma entre los tres, pero no pasó nada. Cuando la nena se levantó para irse
Abel le cedió el acompañamiento al Cordobés, cosa que a ella no pareció
molestarle en absoluto. Vino a besarme, sin embargo. “Gracias” me dijo, seria.
“Merde” retruqué, en broma.
El zorro la acompañó hasta la escalera, y volvió a la
chambre sin exhibir facciones triunfantes ni frustradas. Escuchamos a Albinoni
y tomamos mate en completo silencio, mientras París ponía su huevo celeste a
contraluz. Después que la campanada de las cuatro y media sobrevoló la
oscuridad total, cayeron Ray y Pedrito. El chiquilín venía radiante. “Sírvase,
nono” dijo: “Para usted. Lo compré en la librería de enfrente especialmente
para usted”. Y me alcanzó un afiche en colores editado por la Comisión de
Orientación Revolucionaria Cubana: una tierra roturada por un gigantesco
tractor que dejaba palabras y plantas entre los surcos. Las palabras sembradas
eran ESPÍRITU DE TRABAJO CONCIENCIA VALOR Y FE ACTITUD HONESTA AMOR A LA
SOCIEDAD A TODO EL PUEBLO A TODA LA HUMANIDAD ENGENDRA MÁS AMOR ENTRE LOS
HOMBRES.
“Igualito que aquí” dijo Abel: “En esto creo, ¿ves?”.
“¿Me lo decís a mí?” preguntó Ray, que todavía seguía embutido en el sobretodo.
Nos miramos. “Sí” le dije: “A vos y a todo el mundo”. El riverense largó la
risa y le mostró el reloj a Pedrito. “Estamos por entrar, imberbe” dijo: “Nos
quedan menos de cinco minutos. Vas a ver lo que es esto”. “Lo que es lo qué”
preguntó Abel. “¿No te avivás, balero?” dijo Ray, con desprecio: “Lucy in the Sky with Diamonds, botija.
ELE ESE DE: nos costó un disparate conseguirla. Le pasamos la lengua hace
quince minutos, más o menos. Y demora unos veinte en subir. Qué venís a joder
con terrones pintados y palabras burguesas. Esto
es el paraíso: el cambio verdadero del color y la forma”. Abel miró
fulminantemente a Pedrito. “Así no vas a poder laburar, inconsciente” gritó.
“Tenés razón” me apuntaló Ray: “Dura como ocho horas el efecto. Nos olvidamos
de eso, imberbe”. El chiquilín bajó los ojos, fingiendo avergonzarse.
“Por eso me compraste el póster ¿eh?” siguió gritando
Abel: “¿Por eso, alma podrida? Para ablandarme un poco ¿no?”. Pedrito alzó la
cara: parecía lastimado. “No” dijo: “Es que yo todavía creo en eso, a veces. Te
lo juro, vo”. Nos miramos con Ray. De repente el chiquilín cerró los ojos y se
encogió, temblando. “Uy” murmuró: “Dios mío”. “Abrí los ojos” gritó Ray: “Abrí
los ojos. Dale, que no te pasa nada. Hacé caso, carajo”. El riverense estaba
transformándose, también: un verdor repugnante le chorreaba en la cara como
agua podrida. Pedrito se sentó en el suelo y entornó una mirada reblandecida y
se puso a reír sórdidamente, observando el póster. “Uy, loco” dijo: “Mirá cómo
brilla. Me muero, loco: cómo brilla eso”. Ahora se le caía una baba
oligofrénica. Ray se le sentó al lado y siguieron festejando las mutaciones del
póster hasta las doce y media de la noche, cuando volvimos del Bateau con el
Cordobés.
Al rato cayó Sinclair. Había un plafón bajísimo.
Pedrito acababa de bajar a su chambre y Ray trataba de reivindicarse un poco
ayudando al Cordobés a terminar un bombo encargado para el otro día. Abel
estaba hasta sin ganas de escuchar los goles de Liverpool, cuando entró el
ugandés. Nunca lo vi tan lúcido: se sentó en una punta de la cama y ni siquiera
miró el paquete de yerba. “¿Estás muy desesperado?” me preguntó con los ojos
tiernamente terrosos. “Más o menos. A la larga se arregla”. Y le señalé el
afiche cubano. Sinclair lo leyó. El Cordobés y Ray habían abandonado el bombo y
se aprontaban para el espectáculo.
“No está mal” dijo Sinclair, sacándome un cigarrillo y
prendiéndolo con aplomo: “¿Sabías que el Che Guevara era primo-hermano mío,
no?”. Ray largó una carcajadita. “Así que sos rojo” me preguntó Sinclair,
apuntándome con el cigarrillo. “Es rego. Pero cree en la Virgen María” murmuró
Ray. “Hace bien, hace bien” sonrió Sinclair, con menos indulgencia que dulzura:
“El mundo va a ser rojo. Y azul también. No desesperes, hijo”. El ugandés
escarbó en el bolsillo y sacó un papelito temblorosamente garabateado. “Lo
traje para usted” le dijo a Ray: Diccionario
de símbolos de Cirlot. Copié lo que hay sobre las chimères: es muy poquita
cosa. Yo ya lo había leído, pero no me acordaba bien. Dice así: Los animales fabulosos y los monstruosos
aparecen en el arte religioso de la Edad Media como símbolos de fuerzas o como
imágenes del submundo demoníaco y draconífero, pero entonces como vencidos,
como prisioneros sometidos al poder de una espiritualidad superior. Eso se
indica en la situación jerárquica en que aparecen, siempre subordinadas a las
imágenes angélicas y celestes. Nunca ocupan un centro.
Ray se acostó en el suelo tratando de reírse, pero el
odio le relampagueaba fosforecentemente hacia las dos paredes. Sinclair se quedó
mirándolo y de golpe recitó: “Colgada en mi
pared tengo una talla japonesa, máscara de un demonio maligno, pintada de oro.
Compasivamente miro las abultadas venas de la frente, que revelan el esfuerzo
que cuesta ser malo. Escrito por mi tío-abuelo Bertolt Brecht -el rojo- en
1942”. La última acotación me hizo largar un alarido tan descompresor que
terminamos todos -incluido el Cordobés, ya semiderrumbado por el sueño-
llorando de la risa como en los buenos tiempos. “Dale” le dijo Abel a Ray:
“Volvé a mandarte el show de la cucarachita. Una vez, aunque sea. Es lo mejor
que has hecho en tu vida, loco”. Ray me miró aplastándose las lágrimas y
chistó: “No. Eso se acabó, botija. Ese show se acabó. Pero te juro que algún
día voy a hacer algo que valga la pena. Vas a llegar a verlo, te lo juro”. Y se
metió en su pieza.
Al otro día Ramón nos consiguió un contrato para tocar un mes en la mejor boîte de Beirut, con apartamento en el centro y 120 francos fijos por noche. Firmamos enseguida. Ray había decidido mudarse a lo de Amelot, y ya pensaba seriamente en vender la Pentax para rajarse lo antes posible. “Pero no hay que malbaratarse, tampoco” dijo sonriendo con tristeza, la última vez que mateamos en la chambre 9: “Todo tiene su precio. Y se paga, campeón. Con Sinclair estoy en deuda con la preciosura que me leyó sobre las gárgolas: a la verdad que los tendría que haber despanzurrado por lo menos con el último show, soñadores de pescaditos rojos. Se lo tenían merecido los dos. Se los tenían recontramerecido”.
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