(UNA NOVELA
CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA
TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)
1ª edición
bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de
MARYSE RENAUD
Traducción al francés:
CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte Froissart
SAINT-TROPEZ
EN COGOLIN organizaron una fumata
redonda. François se quedó preparando spaghetti, mientras el resto de las almas
empezaba a desnudarse lentamente a la orilla del humo: el Cordobés se desplomó
-como siempre- en un vacío total de personalidad y terminó roncando con la
cabeza apoyada en la biblioteca-zócalo. Pedrito hacía oscilar su lujuria entre
las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana
con cara de muñeca. Claudine se sacó la blusa y emparejó bastante la partida.
Su problema es tener el corazón tan cariado como emocionantemente emperrado en
sonreír, pensé casi deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones
con una sábana y bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el
enloquecimiento del marica. “Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora
nomás le viene la gaguera. Cuando nos conocimos en España era siempre lo
mismo”. La Miguela gimió durante unos minutos con una especie de jocosa
desesperación que lo hacía dar saltitos ojicerrados, y se arrodilló a llorar.
“El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la comunión” dijo resplandeciendo
en mansedumbre. “¿Y el peor?” le preguntó Pedrito. “Cuando murió mi madre” hipó
la Miguela. Y se ovilló a dormir en un rincón. “Ah no, che: el mejor momento de
mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili dejando de bailar: “En
cuanto vuelva a Roma lo conquisto de nuevo”. “¿Y el peor?” le pregunté. “Cuando
me saqué un hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón me miró fijo.
“Primero vos” le dije.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”. Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili debajo de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco, también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión: “No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso puedo contártelo”.
Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo. Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”. “¿Y ella?” preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la ropa y me ovillé en el water frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida, Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé haciendo abluciones sin mirarme al espejo.
“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía François. La Miguela se había despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una virilidad pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación. “Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá, carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana entre los zarpazos del marica. Entonces François pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por reventar” comentó el artesano al rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré todos los tallarines de la olla, me fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y apoyé la cabeza sobre la biblioteca-zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.
ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente (siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo sí” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros también?” me preguntó Gastón, con tímida amistad.
En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de explicar, además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y volvimos a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo asomo de tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal cosa, desalmado?”.
“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”. Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili debajo de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco, también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión: “No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso puedo contártelo”.
Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo. Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”. “¿Y ella?” preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la ropa y me ovillé en el water frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida, Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé haciendo abluciones sin mirarme al espejo.
“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía François. La Miguela se había despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una virilidad pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación. “Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá, carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana entre los zarpazos del marica. Entonces François pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por reventar” comentó el artesano al rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré todos los tallarines de la olla, me fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y apoyé la cabeza sobre la biblioteca-zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.
ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente (siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo sí” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros también?” me preguntó Gastón, con tímida amistad.
En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de explicar, además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y volvimos a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo asomo de tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal cosa, desalmado?”.
CHAMBRE 22
UN MUCHACHO le hace rápidamente
al amor a una muchacha dormida, y cae sobre el costado emparedado de una cama
de matrimonio arrimada a un rincón. Le acaba de hacer el amor por segunda vez
en media hora para reivindicarse del fracaso que tuvo cuando llegaron al
apartamento, pero a ella apenas se le altera el ritmo de la respiración durante
unos momentos y continúa durmiendo boca arriba. Esta vez el muchacho puede
distinguirle las facciones bajo el amanecer: una media sonrisa parece abrirse
paso a través de la caparazón de la muchacha. Afuera está lloviendo. Los únicos
cigarrillos que él encuentra a mano son unos mentolados, pero igual fuma uno
atrás de otro hasta saturarse los bronquios. Está oyendo llover y mirando la
cabeza rubia dormida con la reconcentrada dulzura del que hace mucho tiempo que
no vela otro cuerpo. Un par de horas más tarde suenan voces y pasos en el
corredor, y una muchacha desconocida abre la puerta cerrada con llave que da
sobre la cabecera de la cama. Entra escoltada por una pareja joven, alegremente
decidida a despertar a su compañera de apartamento con una carta en la mano.
Cuando descubre al muchacho ocupando su sitio, lo saluda sonriendo y sacude a
la rubia. Los otros dos se sientan a los pies de la cama y también saludan al
muchacho con naturalidad. La rubia se incorpora protestando, pero al ver la
carta suelta un acompasado Oh la la de alegría. Es de su prometido que está en
Londres, y la lee en voz alta y después sigue conversando con los visitantes
sobre el curso de anatomía que van a empezar esa tarde en la facultad. Mientras
tanto el muchacho ha tenido que escaparse de su acorralamiento gateando desnudo
sobre la colcha: se viste en un rincón y se despide con un Salut que le
contestan todos menos la muchacha rubia. Después orina tosiendo enfurecidamente
en el water, y sale del edificio dejándose lavar la cara por la lluvia.
ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darles la clase a los Bugeia. Antes de subir al hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una baguette algunas aspirinas un cuarto litro de whisky las Poesías de Machado y la Antología esencial de Neruda ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo menos un día en la cama, aunque el Cordobés y Pedrito tuvieran que arreglárselas solos en el Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo desenfrenadamente bajo la pegajosidad de la llovizna. Encontré a Ray durmiendo. Me tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación a la antología. Había almorzado fuerte en lo del Inspector y me dormí enseguida, hasta que el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me estropeó la siesta. “¿Todavía están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el apartamento de la mina. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.
“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el petardo con el desinterés fingido de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente energía: “Hoy no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no precisás fumar más que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar solo, porque el Cordobés va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó la mina?”. “¿Martine? ¿No llegaba mañana?” preguntó Abel devolviéndole el cigarro, después de dar una pitada corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del carajo” se oyó la voz de Ray desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza juntos” corroboró Pedrito: “Y se oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó de la cama y corrió en calzoncillos hasta el lavatorio: se empapó la melena color zanahoria, se secó y puso a calentar agua en una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose las manos. Empezamos a matear y terminamos el petardo mientras París ponía su huevo celeste a contraluz, cruzándome a un verano donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora la playa era una curva desierta que se iba cerrando como una flor carnívora que acariciara mi carne sin desearla. Yo había perdido para siempre la estación de la música, y un dorado silencio me volvía a transportar desde aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos del sur. Falta el amor, pensé.
Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente, olvidándose de los ataques de tos que hacían corcovear la máquina de escribir encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a su madre mientras anochecía: Ray y pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. Menos mal que está Ray escribió Abel sobre el final de la carta: Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir la pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como puedo. Con decirte que hasta usa mi campera jean vieja, ahora. Su situación es bravísima porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música. En fin. Tenemos proyectados hacer un libro con poemas ilustrados para editar allá. Vamos a ver qué pasa.
Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas -desamparando el eco / de mi vida escapada / hacia hondos humos húmedos escribí mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando los días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a cenar unos sandwichs de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito sí” dijo agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para morirse, aquello. Amelot compró pollos y Valpolicella porque le cayó un marica de visita: un pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-tropez y conoce a Sinclair también, no sé bien cómo diablos. Pero casi me muero de risa”.
Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de su amigo empezaban a brillar musgosamente las últimas esperanzas que le iban quedando. “Podemos aprovechar mi bronquitis paras retocar la trama de la policial antes de que te vayas” dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a compaginar algo del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente. ¿Terminaste alguna otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso que no vale la pena terminarlas” murmuró aplastando un cigarrillo contra la pared: “Pueden llegar a ser algo tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de aquello que nos leyó Sinclair en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas” dijo Abel: “No le vas a dar bola a un diccionario de símbolos, vo”. “No me jodas” retrucó el otro sentándose en la cama y transfigurando el rostro hacia su payasesca cordialidad habitual: “No me jodas, botija”. Y se mordió los labios como para hacérselos sangrar.
“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que sale la Pentax” reflexionó al rato el riverense: “Y el giro no aparece. Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”. Abel sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche no duermo” profeticé empujando una pastilla de betametasona con un sorbo de whisky. Después me puse un pulóver y salí al corredor y encontré el water ocupado. Como no tenía ganas de bajar al segundo piso y vi luz en la chambre de Sinclair (a través de la puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a Beirut. Pegué tres golpecitos suaves en el compensado. No me contestó nadie. En ese momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del susto. Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír lejanamente. Llevaba puesto el agujereado sweater de siempre debajo de un piyama a rayas. Me acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me quedé quieto: una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes escondió el rostro relampagueantemente apenas me vio. También alcancé a distinguir una enorme cruz negra colgada en la cabecera de la cama, antes de escaparme hasta el water.
Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar. Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y no hinches más” le gritó Ray, malhumorado por la suspensión de su disciplinada relectura diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le di la captura con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció enfundado en el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y agarró yerba para masticar. “Te dije que este también había sido centrofóbal de Peñarol en el 62” murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo no encontraba aire ni para reírme.
“La gran enseñanza está en demostrar el crecimiento de la inteligencia mirando derecho al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la gente que crece, está en encontrar la paz, en sentirse feliz en la equidad perfecta” predicó el ugandés mamejando un español notablemente mejorado: “Me lo aprendí el mes pasado en la clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecha por Ezra-”. “Ma qué en la clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste torturando con eso y no sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá en la chambre 9?”.
Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray” intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca pude preguntarte, ugandés: ¿Confucio era un caballero de la fe o un caballero de la resignación?”. “Era un caballero, hijo. Y eso ya es suficiente” me contestó Sinclair con la mirada húmeda. “¿Yo soy un caballero?” preguntó Ray aparentando un desinterés burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas perderás un hombre” dijo Sinclair al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para nada y le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni palabras. Lun Yu. 15/7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando. “¿Ah sí” se rio: “Qué bien. ¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una mueca triste mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no puede ser un caballero hasta que no pierde su inocencia, hijo”. Y se fue trabajosamente de la chambre.
Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y Ford Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije nada: Ray había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué ugandés rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque verdadero de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me sentí un pescado aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al doblar la página 222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del susto. “Escuchá esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de París que llegaba / a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería volver / que quería sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo. ¿La estaré por quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro Peter Stuyvesant y no me contestó.
HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya estaba sano -y trabajando con bastante entusiasmo en la reconstrucción de la novela- la tarde que ella volvió a aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La chiquilina le propuso enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos por la Monsieur-le-Prince completamente empastichada con propaganda electoral, hasta terminar sentados en la terraza de un boliche del Boulevard Saint-Germain. Abel miró a la nena recortada contra la brumosa magia primaveral y agradeció en silencio toda implacable chance de felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas. Bénédicte vació el primer demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente desnudos, antes de hacerme señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con amigos” dijo de golpe, poniéndose colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi vida. Yo les dije que a lo mejor podías ser vos”. La insinuación fue tan cómica y maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo sonreír mirando hacia otro lado. Por la vereda se venían acercando Pedrito Colette el Cordobés y Martine, y los saludé levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron a romper el embrujo, pero Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a caminar” me pidió sin permitir que yo pagara todo.
Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau (que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo de la puerta vidriera. Permaneció un momento descubriéndose disfrazada de mujer, con los ojos achicados por el alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije aquella noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con una cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la muchacha para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya veníamos a comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte mientras caminaban hacia la Mouffetard. Se paró en una esquina de la place de la Contrescarpe y su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones blancos. “Vamos a tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la cintura hacia adentro de un boliche y pedí dos cervezas.
“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también.” “Yo también” dijo Abel, y le subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla. (¿O para enamorarla? podría haberme preguntando estudiando sin el menor deseo el radiante perfil de la chiquilina. ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy creyendo, podría haberme contestado mientras caminábamos hasta la estación del Lux remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos veamos más a menudo” sugirió Bénédicte en el momento de despedirse -o por lo menos eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo entre el gentío de la escalera subterránea sin mirar hacia atrás.
AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba en una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie -una casi desconocida callecita de 50 metros ubicada entre el Boulevard Sébastopol y la rue Saint-Denis, a la altura de la gigantesca excavación que sustituía por el momento al mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres guatemaltecos enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca de una hora -hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron contentos: nos ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran los gigos y las yiras de la rue Saint-Denis o los embajadores atraídos por el pintoresquismo de aquel bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó a calificar como “un lugar auténtico”.
Abel se había acodado solitariamente en el mostrador para tomar su tercer cubalibre recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando Pepillo (el mozo) puso un disco donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon cantar a un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado para los conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido melódico con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye, Nuestra Señora- hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado cariño. Y en el filo del alba el Poeta clarinaba.
ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darles la clase a los Bugeia. Antes de subir al hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una baguette algunas aspirinas un cuarto litro de whisky las Poesías de Machado y la Antología esencial de Neruda ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo menos un día en la cama, aunque el Cordobés y Pedrito tuvieran que arreglárselas solos en el Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo desenfrenadamente bajo la pegajosidad de la llovizna. Encontré a Ray durmiendo. Me tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación a la antología. Había almorzado fuerte en lo del Inspector y me dormí enseguida, hasta que el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me estropeó la siesta. “¿Todavía están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el apartamento de la mina. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.
“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el petardo con el desinterés fingido de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente energía: “Hoy no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no precisás fumar más que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar solo, porque el Cordobés va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó la mina?”. “¿Martine? ¿No llegaba mañana?” preguntó Abel devolviéndole el cigarro, después de dar una pitada corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del carajo” se oyó la voz de Ray desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza juntos” corroboró Pedrito: “Y se oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó de la cama y corrió en calzoncillos hasta el lavatorio: se empapó la melena color zanahoria, se secó y puso a calentar agua en una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose las manos. Empezamos a matear y terminamos el petardo mientras París ponía su huevo celeste a contraluz, cruzándome a un verano donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora la playa era una curva desierta que se iba cerrando como una flor carnívora que acariciara mi carne sin desearla. Yo había perdido para siempre la estación de la música, y un dorado silencio me volvía a transportar desde aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos del sur. Falta el amor, pensé.
Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente, olvidándose de los ataques de tos que hacían corcovear la máquina de escribir encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a su madre mientras anochecía: Ray y pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. Menos mal que está Ray escribió Abel sobre el final de la carta: Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir la pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como puedo. Con decirte que hasta usa mi campera jean vieja, ahora. Su situación es bravísima porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música. En fin. Tenemos proyectados hacer un libro con poemas ilustrados para editar allá. Vamos a ver qué pasa.
Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas -desamparando el eco / de mi vida escapada / hacia hondos humos húmedos escribí mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando los días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a cenar unos sandwichs de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito sí” dijo agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para morirse, aquello. Amelot compró pollos y Valpolicella porque le cayó un marica de visita: un pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-tropez y conoce a Sinclair también, no sé bien cómo diablos. Pero casi me muero de risa”.
Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de su amigo empezaban a brillar musgosamente las últimas esperanzas que le iban quedando. “Podemos aprovechar mi bronquitis paras retocar la trama de la policial antes de que te vayas” dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a compaginar algo del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente. ¿Terminaste alguna otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso que no vale la pena terminarlas” murmuró aplastando un cigarrillo contra la pared: “Pueden llegar a ser algo tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de aquello que nos leyó Sinclair en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas” dijo Abel: “No le vas a dar bola a un diccionario de símbolos, vo”. “No me jodas” retrucó el otro sentándose en la cama y transfigurando el rostro hacia su payasesca cordialidad habitual: “No me jodas, botija”. Y se mordió los labios como para hacérselos sangrar.
“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que sale la Pentax” reflexionó al rato el riverense: “Y el giro no aparece. Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”. Abel sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche no duermo” profeticé empujando una pastilla de betametasona con un sorbo de whisky. Después me puse un pulóver y salí al corredor y encontré el water ocupado. Como no tenía ganas de bajar al segundo piso y vi luz en la chambre de Sinclair (a través de la puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a Beirut. Pegué tres golpecitos suaves en el compensado. No me contestó nadie. En ese momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del susto. Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír lejanamente. Llevaba puesto el agujereado sweater de siempre debajo de un piyama a rayas. Me acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me quedé quieto: una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes escondió el rostro relampagueantemente apenas me vio. También alcancé a distinguir una enorme cruz negra colgada en la cabecera de la cama, antes de escaparme hasta el water.
Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar. Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y no hinches más” le gritó Ray, malhumorado por la suspensión de su disciplinada relectura diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le di la captura con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció enfundado en el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y agarró yerba para masticar. “Te dije que este también había sido centrofóbal de Peñarol en el 62” murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo no encontraba aire ni para reírme.
“La gran enseñanza está en demostrar el crecimiento de la inteligencia mirando derecho al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la gente que crece, está en encontrar la paz, en sentirse feliz en la equidad perfecta” predicó el ugandés mamejando un español notablemente mejorado: “Me lo aprendí el mes pasado en la clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecha por Ezra-”. “Ma qué en la clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste torturando con eso y no sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá en la chambre 9?”.
Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray” intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca pude preguntarte, ugandés: ¿Confucio era un caballero de la fe o un caballero de la resignación?”. “Era un caballero, hijo. Y eso ya es suficiente” me contestó Sinclair con la mirada húmeda. “¿Yo soy un caballero?” preguntó Ray aparentando un desinterés burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas perderás un hombre” dijo Sinclair al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para nada y le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni palabras. Lun Yu. 15/7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando. “¿Ah sí” se rio: “Qué bien. ¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una mueca triste mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no puede ser un caballero hasta que no pierde su inocencia, hijo”. Y se fue trabajosamente de la chambre.
Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y Ford Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije nada: Ray había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué ugandés rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque verdadero de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me sentí un pescado aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al doblar la página 222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del susto. “Escuchá esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de París que llegaba / a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería volver / que quería sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo. ¿La estaré por quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro Peter Stuyvesant y no me contestó.
HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya estaba sano -y trabajando con bastante entusiasmo en la reconstrucción de la novela- la tarde que ella volvió a aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La chiquilina le propuso enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos por la Monsieur-le-Prince completamente empastichada con propaganda electoral, hasta terminar sentados en la terraza de un boliche del Boulevard Saint-Germain. Abel miró a la nena recortada contra la brumosa magia primaveral y agradeció en silencio toda implacable chance de felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas. Bénédicte vació el primer demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente desnudos, antes de hacerme señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con amigos” dijo de golpe, poniéndose colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi vida. Yo les dije que a lo mejor podías ser vos”. La insinuación fue tan cómica y maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo sonreír mirando hacia otro lado. Por la vereda se venían acercando Pedrito Colette el Cordobés y Martine, y los saludé levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron a romper el embrujo, pero Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a caminar” me pidió sin permitir que yo pagara todo.
Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau (que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo de la puerta vidriera. Permaneció un momento descubriéndose disfrazada de mujer, con los ojos achicados por el alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije aquella noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con una cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la muchacha para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya veníamos a comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte mientras caminaban hacia la Mouffetard. Se paró en una esquina de la place de la Contrescarpe y su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones blancos. “Vamos a tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la cintura hacia adentro de un boliche y pedí dos cervezas.
“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también.” “Yo también” dijo Abel, y le subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla. (¿O para enamorarla? podría haberme preguntando estudiando sin el menor deseo el radiante perfil de la chiquilina. ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy creyendo, podría haberme contestado mientras caminábamos hasta la estación del Lux remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos veamos más a menudo” sugirió Bénédicte en el momento de despedirse -o por lo menos eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo entre el gentío de la escalera subterránea sin mirar hacia atrás.
AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba en una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie -una casi desconocida callecita de 50 metros ubicada entre el Boulevard Sébastopol y la rue Saint-Denis, a la altura de la gigantesca excavación que sustituía por el momento al mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres guatemaltecos enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca de una hora -hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron contentos: nos ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran los gigos y las yiras de la rue Saint-Denis o los embajadores atraídos por el pintoresquismo de aquel bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó a calificar como “un lugar auténtico”.
Abel se había acodado solitariamente en el mostrador para tomar su tercer cubalibre recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando Pepillo (el mozo) puso un disco donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon cantar a un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado para los conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido melódico con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye, Nuestra Señora- hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado cariño. Y en el filo del alba el Poeta clarinaba.
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