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VIAJE AL FIN DEL MIEDO / CREER O REVENTAR (6) - HUGO GIOVANETTI VIOLA


(UNA NOVELA CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)

1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020


SAINT-TROPEZ    

TRES MÚSICOS salen de trabajar en Chez Marlene antes de amanecer, acompañados por dos tropezianas todavía juveniles. Los dos músicos adolescentes y sus respectivas mujeres invitan al guitarrista -un hombre semicalvo- a quedarse a dormir con ellos en Saint-Tropez: eso le evitará tener que esperar sentado en el puerto hasta las ocho de la mañana a que llegue el primer taxi para poder volver al camping. El guitarrista acepta, entre distraído y hosco. El grupo repecha algunas callejas orinadas por el oro musgoso de los siglos y sube al segundo piso de una casona compartimentada. Al entrar al apartamento interrumpen a una pareja que fornicaba estrepitosamente en la oscuridad: la sombra de la mujer cae de espaldas sobre la sábana y se reubica enseguida en su cabalgadura, después de saludar con un gruñido. El guitarrista ni siquiera pregunta dónde va a dormir, pero no puede reprimir un cabezazo de contrariedad cuando otra de las mujeres le extiende una colchoneta a tientas en un rincón. Entonces el adolescente más alto se acerca -tropezándose con la cama grande- a murmurar disculpas: le explica que él no podía adivinar que el apartamento era de una sola pieza. El guitarrista se saca los zapatos y se sienta a fumar acodado sobre la colchoneta, sin contestarle ni mirarlo. Ahora la mujer aúlla en la cama grande tratando de sobreactuar agonizantemente un orgasmo que no llega: el hombre semicalvo ya puede distinguir con total nitidez su perfil cabalgante recortado en la claridad de la persiana. Mientras tanto, los adolescentes han empezado a fornicar en los otros rincones y afuera canta un gallo. El guitarrista aplasta el cigarrillo a medio fumar como dándose cuenta -casi con pavor- de que es posible que el asma no lo deje dormir. Entonces se concentra moviendo apenas los labios en posición fetal, hasta que en su mirada emerge la dorada frescura de un recuerdo todavía húmedo. Canta otro gallo, y el hombre -ya dormido- es el único habitante de la pieza que respira tranquilo y con felicidad en el rostro.

EL DÍA anterior al concierto de Pablo Regusci ya habían logrado instalarse definitivamente en Saint-Tropez: los fondos amorralados durante la semana alcanzaron para levantar los pasaportes del Camping du Grand Saule y comprar una carpa y asociarse al protocolar Pam beach Club -donde venían durmiendo clandestinos desde la noche de la fumata redonda en Cogolin. La carpa la compramos el viernes, y el sábado arrancamos temprano para Cannes en el destartalado ómnibus provinciano que caracoleaba durante horas entre pueblitos cézannianos antes de llegar a Saint-Raphael. Tren y taxi mediantes, a la una de la tarde estábamos en Ranchito medio muertos de hambre y calor y pereza: teníamos que hacer el mismo viaje en sentido contrario sin perder un minuto para poder seguir trabajando aquella noche en Saint-Tropez.

Mientras el taxímetro bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al Pam Beach Club de la carretera, Abel iba estudiando deslumbradamente la gradación del crepúsculo sobre los viñedos. Iba pensando en dedicarles un poema, a la vez que paladeaba -con insondable alivio- la certeza de que el asesino no podía tener acceso a la nueva dirección.

El hombre de la administración los relojeó como a mendigos del Titicaca, pero ni se inmutaron. Ya eran casi las siete, y recorrieron lo más rápido posible las diez o doce cuadras que los separaban de la playa. El primer tramo -una avenida asfaltada de doble vía que vertebraba el camping- lo chuequeamos sin problemas. Lo que nos reventó fue la caminata que tuvimos que hacer sobre la arena, entre apretadas filas de carpas donde sonaban Beatles mezclados con sartenes y el latigueante tremolar de la ropa colgada. Abel se tropezó con un tiento y cayó pegándole un cabezazo a la máquina de escribir. Los muchachos siguieron tan campantes y yo quedé caído entre la valija y el bolso, frotándome autocompasivamente la pelambre. Dos congeladas pupilas teutonas que asomaron de una carpa sacudida por mi tropezón me obligaron a levantarme: les seguí el rastro a los muchachos con la mirada fija en el último sol. Tenía las manos y los pies florecidos de llagas, aunque ya no les prestaba demasiada atención. Ahora estaba distraído en odiar con fervor aquel útero falso donde debía pagarse el sobreprecio dantesco de la promiscuidad.

La carpa que habíamos comprado quedaba muy cerca del agua, en un aledaño del camping no encajonado por pasajes. Eso reconfortaba un poco el panorama. Era un iglú de 2 por 2 por 2 (y por tanto lo suficientemente alto como para pararse adentro, Pedrito incluido) montado sobre tubos inflables. Tenía piso y loneta superpuesta, y el sueco que nos lo vendió dejó un equipo adjunto que constaba de vajilla y garrafa de gas con farol. Camino a las duchas les hicimos una visita a los artesanos, que habían tenido la amabilidad de guardarnos los instrumentos en depósito durante la mudanza: encontramos a Mili y a la Miguela depilándose las cejas, con las caras embadurnadas de cold-cream.

“Parecés una murguista, loca” dijo Pedrito, haciendo un paso de baile de tablado. “Cállate majo que hoy tengo cita con el Amadeo que me va a regalar la cámara fotográfica. Y debo estar guapísima, tú sabes” cacareó la Miguela: “No todos tienen suerte como yo. Ahí la ves a la Gastona, que en este momento está haciéndose freír la cabeza en la peluquería para parecer más bonita. Y nada. Y tú que me desprecias”. “Qué porquería que sos, gallega” comentó Mili terminando de bombear un farol a mantilla: “Gastón no quiere tipos, vos lo sabés muy bien. Lo que quiere es no parecer una ruina, por lo menos”. Aquello me dolió de una manera rara. “Callate, enana” retrucó Pedrito: “Mucho relajarlo, y después te dejás hacer cualquier cosa por este-”. “Mirá, bebé” le contestó la enana, señalándose el pubis: “Yo con esto hago lo que yo quiero, no lo que quieren los demás. ¿Y vos?”. Pedrito acusó el golpe y se quedó callado. Entonces el Cordobés lo agarró paternalmente de un brazo (poniendo cara de revolucionario perdonavidas) y seguimos chuequeando hacia las duchas. Al pasar por la peluquería Abel saludó a Gastón desde una ventana: el artesano le ofreció una sonrisa lastimada aunque reconfortante, debajo del secador que lo hacía parecer una matrona.

Media hora más tarde estaban en camino a la carretera para hacer auto-stop. Abel se había duchado y vestido más rápido que los otros, y remontaba el repecho con unas cuadras de ventaja. Al llegar a la ruta tuvo la deprimente sensación de que muy pocos años antes (en su época beatlera) la idea de estar haciendo esta vida le hubiera parecido una aventura extraordinaria. El insondable alivio provocado por la certeza de que el asesino ya no tuviera acceso a su dirección se evaporó de golpe en la oscuridad -haciéndole recordar que los ojos de la Gárgola también podían brillar adentro suyo, ahora. Entonces aceptó que en realidad no tenía las más mínimas ganas de encontrar a Pablo Regusci ni a nadie que pudiera captar su condición ruinosa. Me di cuenta también -levantando el pulgar para pedirle auxilio a los primeros focos que barrieron la ruta- que no hay cuchillo guardado en la valija que valga, a la hora de defendernos de nosotros mismos.

EN LA Citadelle recibí con disimulada satisfacción la noticia de que Pablo recién había llegado y estaba recluido en la casa del empresario hasta la hora del concierto. El concierto era a las diez, y le dejé garabateado un jocoso mensaje firmado por Abel Marlowe (en donde se adjuntaba la dirección de Chez Marlene) con la esperanza de que no se lo dieran. Aquella noche manguearon hasta el casi total agotamiento para empezar una campaña urgente pro-recuperación de fondos. En el Gorille se cruzaron con los mellizos y Abel le preguntó al Ceja cómo andaba Isabelle. Me contestó sonriendo -un poco sorprendido- que la cosa marchaba bien, aunque ella estaba muy molesta. “Está podrida” gritó dándose vuelta después de haber arrancado callejón arriba. Entonces hice señas para mandarle un beso a la muchacha embarazada, sin saber bien por qué: el mellizo levantó un pulgar a la romana como dando a entender que me había interpretado.

En Chez Marlene nos esperaban Stephanie y otra tropeziana rubia sin gran pinta de reventada, aunque con el crispamiento que agarra una preciosa actriz de cuarta que ya intentó ser algo varias veces. No sé por qué diablos me dio bolilla a mí y no al Cordobés: posiblemente me vio cara de candidato a misógino y eso la habrá llegado hasta excitar. Después que hicimos el primer pasaje la patrona nos vino a felicitar por el debut y posó con nosotros para la prensa local. Esta flaca debe haber sido un avión a chorro, pensé contemplando la belleza filosa del rostro cuarentón de Marlene. Ella les preparó un fogosísimo cóctel azul que reservaba -según declaró- para las grandes ocasiones, y brindó por el arte.

“Mi amor” le pidió a una mujer de pelo platinado que apareció por una puerta interior del piano-bar: “Vení, que quiero que estos muchachos te conozcan. Muchachos, aquí tienen nada menos que un poeta un bailarín un músico un coreógrafo y un mago encerrados dentro de un solo cuerpo. Li Pomeroi: el conjunto Jamaica”. Los siete oficios de Li Pomeroi habían sido formulados masculinamente, pero ella era una tigresa inolvidable. “Un ángel” se le escapó a Pedrito mientras la mujer -que habría sobrepasado apenas los treinta años- caminaba descalza hacia nosotros. Tenía puesta una túnica hindú transparente como el Mediterráneo y una bombachita turquesa: nada más. Lo lamentable es que los ángeles no sean fanáticos de ningún sexo, pensó Abel achicando los ojos para escudriñarle los pechos con mucha más fruición de la que rebosaba (en lo posible a escondidas, como buen monaco rosso) frente a las tigresas semidesnudas del camping. “Salut, Jamaica” dijo Li, levantando la copa de cóctel azul que le alcanzó Marlene. Entonces fue que vi el aterciopelado relumbrar submarino de un crucifijo colgado al revés, flotándole entre los pezones. En ese momento alguien gritó mi nombre desde la puerta y casi me hace desparramar el cóctel del susto. Era Pablo Regusci.

Mi gemelo más viejo, pensó Abel viendo avanzar al hombre de calvicie compacta y lentes permanentes que había nacido apenas unas semanas antes que él -aunque pareciera tanto más maduro. Ahora Abel no tuvo demasiado miedo de mostrarle los ojos a aquel espejo adelantado: hubo una relampagueante congelación del tiempo durante la cual las almas se reconocieron mientras se consumaba el abrazo carnal. “Qué hacés, loco” nos murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del otro. Dejé un momento a Pablo con los muchachos y le fui a preguntar a la patrona si nos podía mandar preparar algo sólido para dos personas en el restaurant que se intercomunicaba con Chez Marlene. A los quince minutos nos sirvieron una fragante fuente de spaghetti bolognesi y un botellón de vino, y nos acomodamos solos en el fondo del bar. Comimos hablando a borbotones de la dictadura las elecciones universitarias las respectivas familias y los irreversibles ex-amores.

“Pero te noto muy bien” dije pasando el pan por la fuente, ya bastante borracho. “Ando bien” dijo Pablo, vaciando su tercera copa y aceptándome un Peter Stuyvesant con teatral remordimiento. “No tendría que fumar un solo pucho más. Hoy soné como una heladera y mañana toco en Saint-Raphael”. “¿En qué hotel estás parando allá en París, bacán?” le pregunté, para torearlo un poco. “No soy ningún bacán, guacho: no soy ningún bacán. Paro en el Saint-Michel, igual que vos cuando llegaste. (Me lo contó Ma-Sa: la encontré un día por la calle.) ¿Y vos dónde estás, ahora?”. Yo tuve que prensar los párpados durante unos segundos para poder contener el empuje de llanto que me provocó la abrupta invocación de mi hermana. “Estaba en el Stella” contesté, por fin: “En la rue Monsieur-le-Prince. Muy cerca tuyo, viejo. Lástima que llegaste después que nos vinimos para el sur”. Entonces Pablo se asustó. “Vamos, che” dijo tratando de refrescar la piedad con un chiste: “Los detectives no lloran”.

Hubo un hondo silencio mientras yo deshuellaba las dos únicas lágrimas que alcanzaron a chorrearme. “Lloran” murmuré: “En los libros casi nunca aparece, pero-”. “Entonces no lo vayas a poner en tu novela, por lo menos” retrucó Pablo, todavía en tren de broma. “Por ahora no hay novela, hermano” dijo Abel: “Hasta que no se resuelva el caso la novela se vive, no se escribe. Estaba laburando justamente en una policial allá en París, pero se me murió. Ahora escribo poemas para no reventar, nomás. Como cuando era botija”. El otro lo miró fijo y se sirvió más vino. Era demasiado vino para él. “Aunque te parezca mentira, en el hotel Stella hubo un asesinato” siguió Abel, contorneando con el cuchillo una nube vinosa que quedó en la servilleta: “Mataron a un amigo. Pero el caso no es sólo-”. “¿Y a vos quién te mató?” preguntó el guitarrista: “¿Caín?”. Levanté la mirada: Pablo no hablaba demasiado en broma, ahora. Pero ya estaba prácticamente borracho. “¿Sabés algo de esos temas?” le pregunté, con un eco de súplica: “¿Sabés cuántas malditas veces tenés que resucitar para que el diablo te deje tranquilo?”. Pablo se alzó de hombros, sonriendo con menos tristeza que incredulidad. En ese momento me llamaron para seguir tocando y mientras caminaba hacia el entrepiso delantero del bar me di cuenta de que yo también estaba más borracho de lo que pensaba.

Li Pomeroi volvió a aparecer mientras cantábamos y se sentó a fumar un superlong frente a Pablo Regusci. El guitarrista la miró largamente un par de veces y le vinieron ganas de tocar: se lo noté en los pies. Cuando terminamos el pasaje lo llamé con un gesto y él se acercó a las zancadas y tocó Elogio de la danza: la gente se fue amontonando alrededor con los ojos revueltos por la belleza dominante que producía aquel hombre. Así voy a escribir, me prometí: Así voy a escribir algún día, si es que vivo. Li Pomeroi y Marlene se pararon al lado mío con las manos entrelazadas y la patrona me preguntó en secreto (antes que terminara la obra) quién había compuesto esa maravilla. “Un cubano” murmuré lo bastante fuerte como para que me oyera la otra: “Brouwer. Leo Brouwer”. Pero fue recién cuando explotó el aplauso que pude ver los ojos de la Chimère brillando adentro de Li Pomeroi. Ella no podía verme a mí, por suerte. Pablo le dio la mano a los muchachos y miró el reloj desorbitadamente y me empujó hasta la puerta. “Chau, guacho” dijo: “Nos vemos en París. Acordate de mí, y no le tengas miedo a la partitura (digo la Partitura con mayúscula, por supuesto): el asunto es domarla. Si la podés domar, vas a ver que es preciosa. Perdoname el divague: estoy medio mamado. Me voy rajando porque si pierdo el auto del empresario termino pasando el plato con ustedes”. Entonces me atenazó la cabeza contra la suya para besar el aire y se escapó corriendo calleja abajo. Yo le hice adiós un par de veces, pero él no se dio vuelta. Cuando volví a entrar a Chez Marlene me sentía como abrigado por mi propio futuro.

Ahora Abel tenía ganas de llorar pero no de tristeza, y al pasar por al lado de la Pomeroi pensó La pauvr’ Lilith -esta vez sin mirarle los pechos ni los ojos. Después me senté a conversar con la rubia crispada poniendo cara de Bogart, al mismo tiempo que miraba de pesado al Cordobés -que no podía entender cómo aquel mujerón podía estar dándome corte. Stephanie (la vampira ya seguramente expulsada por el Diamante) le succionaba el cuello a Pedrito en otra de las mesas, y Marlene y la Pomeroi había desaparecido de la escena. Entonces Abel cometió el afortunado error de tomar otra copa.

“¿Sabés por qué no puedo hacer el amor hasta próximo aviso?” le pregunté de repente a la rubia crispada. Ella dijo que no, fingiendo divertirse. “Porque soy divorciado y casado al mismo tiempo ¿entendés?” explicó Abel, con un cinematográfico cigarrillo apagado en la boca. “No. No entiendo” roncó la mujer, perdiendo la sonrisa. “Es muy fácil, my lovely” le dije: “Tengo que serle fiel a la muchacha con la que me voy a casar. Todavía no sé quién es, pero en algún lugar está viviendo. Ahora, en este momento. Y uno debe mantenerse fiel, aunque no pueda ver. Estoy seguro de que ella también me espera sin dejarse ensuciar: si no, no sería ella. ¿Entendés o no?”. La actriz de cuarta se levantó mirándome con más susto que odio y se fue a refugiar contra el zorro de Córdoba. Yo salí a la vereda a refrescarme un poco el dulcísimo vértigo de la revelación, como los borrachos de Paco Espínola. Pero resultaron haber dos revelaciones, al final: una era el dorado recuerdo de mi futuro, y la otra una pareja de palabras -todavía no identificadas- que tenía que lograr casar a cualquier precio. Al rato supe (ya menos mareado) que aquellas dos palabras eran un nombre y un apellido. Tiens, la pauvr’ Lilith Brower: la ex-mujer de Sinclair -murmuré, arrancándome crujidos de los dedos. Y seguí repitiendo mentalmente el nombre de aquel ángel con ojos de Gárgola mientras caminábamos hacia el apartamento en donde los muchachos me invitaron a dormir, para evitarme la molestia de tener que evitar el taxi en la soledad portuaria.



CHAMBRE 9




UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Guisardes una madrugada de luna, con los ojos aterciopelados. Estuvieron comiendo ravioles a la caruso en el Sans-Culottes, un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnaban las pantallas las cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin botones y levanta los ojos de alcohol a la luna: ve el trasluz submarino de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos cuando deben remontar la rue Monsieur-le-Prince esquivando racimos de excrementos humanos. El hombre pelirrojo se levanta las solapas del sobretodo negro y acaricia secretamente al muchacho con la mirada: el odio casi fosforecente de sus ojos se azula. Al llegar al Stella se sientan a fumar en la escalera y el hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un crescendo de carcajadas que van desenroscando hasta el retorcimiento. Entonces el muchacho se seca las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea: declara tener hambre de París, otra vez. El alba hace resplandecer los rostros saciados de los amigos. Al subir la escalera y ver el casillero de la correspondencia el muchacho profetiza la llegada de algo clave, esa misma mañana. En la chambre encuentran a un adolescente roncando y el hombre se derrumba vestido en la cama de la pieza compartimentada. El muchacho fuma otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir al corredor. Cuando entreabre la puerta de la letrina encuentra un vómito brutal desparramado sobre el water. Se da vuelta tapándose los ojos y baja la escalera, en dirección a la letrina del primer piso. Por el camino se cruza con el diminuto conserje mauriciano, que lo saluda cargando un balde y un escobillón. El muchacho no puede retribuirle la sonrisa, pero le acaricia un hombro mientras comprende -sin agacharse ni siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de toparse con el mensaje clave. Mientras tanto, el hombre pelirrojo se ha encerrado en la pieza más chica de la chambre 9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.

LA NÁUSEA volvió a su apogeo, aquel fin de diciembre. Ahora no se necesitaba tanto como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las muchachas jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle: alcanzaba que encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas en donde se mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas entrabiertas en la portada hablándole a la población sobre la crisis económica, y la náusea se desencadenaba automáticamente.

Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una frívola boina roja que me hizo reconsiderar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos de pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate amargo y terminamos acompañándolas en pareja hasta la estación del Lux: Bénédicte se adelantó con el Cordobés, y la otra quinceañaera (inteligente indiferente insípida aunque de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frasecitas sueltas conmigo. Cuando volvimos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió Abel, sin entrever las consecuencias de aquel doble pecado.

Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con fórceps en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que reconocerlo. Era un mediodía oscuro y la náusea me doblaba y decidí pasar la tarde en la cama. Apenas quedé solo golpearon a la puerta y apareció Bénédicte. El piyama de Abel era un gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse cualquier camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que le saliera de noche por la espalda. Esta vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me había regalado mi ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días atrás, cuando nos decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré aquel recuerdo soterrado en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas. Bénédicte vino vestida con un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su frivolidad sobre la colcha cuando supo lo de mi histeria hepática.

Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto su vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo sucio: ella tampoco podía comprender nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera vez que pudieron necesitarse en paz y acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó por bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a tomarse media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y se sentó a los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que Pablo Regusci le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a bailar el tema hecho son sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del cielo hasta estaquearse de golpe y gruñir humillada: “No soy una payasa”.

Entonces me senté en la cama, le alcancé un cigarrillo prendido y sonreí mirándola fijo como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién cuando cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois perseguida por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para matarme”. “¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por primera vez en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras vos” se corrigió inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos achicados: “Creo que era un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía raptar en francés y prometió raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado. Clausuraron la tarde soñando la fuga en sus detalles más cinematográficos y después ella salió un momento de la chambre para que yo me vistiera y la acompañara hasta el Lux, donde nos despedimos besándonos las comisuras de las sonrisas. Al volver al hotel el Papito me felicitó catapultando sus frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las felicitaciones (sin intentar rectificarlas en su margen de error) por la sencilla razón de que correspondían.

LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea de Abel: fue algo así como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de trasnoche celebrados en el recién descubierto Sans-Culottes, como por una bebida (también recién descubierta) que tomaban a cualquier hora en el bar-tabac de la esquina. Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron) incapaz de emborrachar a nadie con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente asquerosa, por ejemplo. O seguir proyectando extraordinarios viajes al Sertón o a Bahía o a Recife para cuando volviéramos y yo fuera a pasarme alguna temporada a la fazenda de Ray en Livramento, o la edición bilingüe de un libro de poemas ilustrados que presentaríamos en Montevideo y en Porto Alegre.

A veces nos tomábamos dos o tres mêle-cass y subíamos a matear mansamente a la chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres solitarios repechados en la pieza donde Pedrito no estaba casi nunca) y el infaltable Cordobés, remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras nos inventaba nuevos episodios de su encarcelamiento por haber puesto el pecho en la guerrilla peronista.
                                                                                                  
La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para sentimentalizarse con un mísero mêle-cass y preguntándose si esa anoche entraría gente al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole bomba al malhumor no sólo con el recuerdo de la novela temporariamente trancada por la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver que se vienen buenos tiempos, negro” canturreó el Cordobés, sacudiéndose el aserrín de los pantalones: “Vas a ver que nos salen las galas de fin de año. Y además Lucio y Hugo están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa. ¿Qué tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de utilero, botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se me acaben me voy a hacer clochard. Te juro que me pelo por hacerme clochard”.

Abel no dijo nada. Estaba calculando la desesperante reactivación de fuerzas que le demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una toalla-taparrabos. Abel pensó en la posibilidad de que hubiesen estado Bénédicte o Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le grité en español: “Llorón de mierda. Si venía a joder no vengas en pelotas por lo menos, carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. Nada más que eso, te ruego. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí. Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar: “Decile que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más. Bueno, en todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido un gran pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que no alcanza con provocar milagros subterráneos: cualquier hombre apasionado es capaz de eso. Aunque no sea un artista. Aunque no tenga fe”.

La mirada de Ray pasó del brillo divertido al relampagueo horrible de la noche que le quemé la Pentax. Yo sonreí acordándome de un milagro subterráneo que había visto en Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir a París- provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Piccaso. “Bua, voy a tratar de hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando a cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del Pepe Sasía” murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sincalir mirándome neblinosamente: “¿Estás desesperado?”. “Estoy nervioso, nomás” contesté. “Por qué” insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dije sabiendo que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la yerba y señaló su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo” explicó manteniendo el mentón levantado: “No terminamos nunca de tragarla. Nunca. Los caballeros de la resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los caballeros de la fe son capaces de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a hablar por teléfono y Ray me pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone bueno” murmuró, con la v del desprecio.

“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió Sinclair, manteniendo la cabeza apuntada hacia el techo: “Estás desesperado con el corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa tu calle tu país tu continente y tu planeta están desesperadas. Aunque no te parezca. Pero desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿este no será mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard em di cuenta de que su verdadero defecto no era su joroba” empezó a contar Sinclair, después de un reconcentrado silencio: “Habíamos vuelto a París con mi ex-mujer, a los pocos día de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Mi último triunfo fue aquella ópera-rock, y me sentía tan eufórico que hasta le escribí a mi amigo Hank Bukowski anunciándole en broma que iban a terminar por candidatearme al Nobel. Pero después -de golpe- se murió el hombrecito. Yo le llamaba el hombrecito a un perfil de mi infancia que me protegía como un escapulario, en aquel estercolero del jet-set donde vivíamos con Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella dejé todo. Antes de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por supuesto- un efebo parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en Venecia. Era un actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de impureza le hubiera resultado imposible no enamorarse de él. Y supongo que nos enamoramos. También me acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante aquellas semanas. Hasta que un día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre nosotros dos, estaba el hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el corazón. Los ojos de Lilith habían dejado de parecerse a los de ángel, en los últimos tiempos. Entonces me escapé. Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré desesperado al Jeu de Paume -no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la Iglesia de Auvers y capté la señal. Era como si Vincent estuviera levantando una bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje corto: Vincent y Kierkegaard estaban arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me miró, y entonces me di cuenta de que su verdadero defecto no era la joroba: su defecto había sido no poder entender la sobrehumanidad de la gente sencilla. Me arrodillé con ellos. Allí -en la luz azul- estaba Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a Vincent, supe que Cristo era yo. Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los psiquiatras a mi resurrección, hermanos? Esquizofrenia. Así la llaman ellos”.

Sinclair agarró un poco más de yerba y se puso a rumiarla desentendidamente, observando las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese es el proceso de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo que el ugandés no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó Sinclair en un semiespañol, después de haberse retragado la manzana de Adán: “No precisamos necesariamente salir a andar a caballo por la Mancha para encontrar la verdad. El amor a la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los conozcas”. “Yo lo que encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez Abel esquivó -sin saber bien por qué- los ojos de su amigo.

“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómitl brutal que había tenido que limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas tres simples palabras podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y el paraíso juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo subir al Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó. “Al final conseguí línea. Y era la casa de Paloma Piccaso, nomás. Pero acababa de salir para un desfile de modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-galán ya iba subiendo a su chambre olvidado del asunto, monologando encarnizadamente con el gran danés. Yo bajé al lavadero y esperé a que estuviera pronta la ropa bajo el frío acalambrante de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una señal luminosa que subía y se ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome silenciosamente los huesos de la nuca.

AQUELLA MISMA noche el Cordobés fue apalabrado por Lucio y Hugo para hacer un par de galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no adoraba con tanta fuerza a Bénédicte como para hacerme captar la curvada flecha roja que en todos los mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la Virgen. Esa noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había vuelto otra vez del Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a manotear de entrada el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a Nacional -los mismos del lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la insuperable versión de Carlitos Solé. Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento era aquel tiro libre en comba que metió Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de cuadro chico ganando dos a cero en el Centenario, nada menos. Por detrás de la voz aguardentosa de Solé se producía una dulce explosión de la tribuna que hacía llorar a Abel indefectiblemente. Era como si el humo de la infancia incendiada no le dejara ver -durante un largo resoplido de viento en contra- más que sus propios ojos sin fondo, hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé subiendo la mirada hacia el rostro de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-Sa. En el casete que les grabé antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser feliz, sino encontrar la paz. Pero hace tanto tiempo que no soy feliz que ya no encuentro nada.

Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenzada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se habrá acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no pensaba solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser virgen, reflexionó tan resignado como horrorizado: El problema es la paloma. ¿Pero cuántos de nosotros los machos somos capaces de eyacular la paloma? En ese momento el Cordobés puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la primera canción me volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir viviendo Gabi. Abel cerró los ojos y pudo ver perfectamente a su ex-mujer, parada y esperándolo en la oscuridad del jardín. Era una muchacha muy herida, y bajaba la cabeza con una humillación insoportable. Un hombre puede perdonar a cualquier otro hombre hasta la eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para escribir un poema largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a mostrarle el borrador a Ray, que estaba releyendo El pozo con ojos inyectados.

“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volvía cometer el error de consultarlo sobre la sustitución de un verbo que yo podía -y debía- solucionar a solas. Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco, Sos un crack” dije, yéndome de la pieza. Él no me contestó. Lo que soñé a continuación -con la luz apagada y el cuerpo en posición fetal aunque semidespierto, todavía- sucedía sobre el fondo musical de la felicidad jolivudesca. También había algún otro elemento tramposamente cinematográfico en el tono del paisaje, donde el impresionismo agarraba algo de Rembrandt y los colores y la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que acechaba a la infanta con la mirada de las chimères de Notre-Dame.

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