por Christopher Maurer
Sorpresas y placeres
de los catálogos. A los surrealistas -Dalí, Ernst- ofrecían el encanto de la
fragmentación y de las yuxtaposiciones inesperadas: un catálogo puede ser un
collage. En Borges, todo lo contrario: las series enumerativas intentan
circunscribir lo ilimitado: en una lista se cifra el universo.
Para algunos, para
mí, ese placer enumerativo es más intenso cuando se trata de una lista de
manuscritos o del catálogo de un archivo. Y lo que antes era un lento paseo por
los tomos impresos es hoy una caminata virtual, con los zig-zags del
azar. Hace unos meses, sin salir de mi cuarto de Brooklyn, tropecé con
algo, para mí, prodigioso: la noticia de un manuscrito desconocido (escondido a
plena vista) de Federico García Lorca: el borrador autógrafo perdido de uno
de los poemas más conocidos de Poeta en Nueva York. Me costaba
creerlo. Resulta que el original de “Nueva-York: Oficina y denuncia” se
conservaba -se conserva- en un archivo de la sección de música de la Biblioteca
del Congreso de Washington. D.C.
Fui a verlo y, como
siempre ocurre ante un borrador, me sentí transgresor. Si el original
manuscrito de un poema nos da la sensación de estar presentes en el acto de la
creación (con ese cliché se intenta justificar su publicación), lo cierto es
que nos colamos en ese acto sin ser invitados, fijándonos, ante todo, en lo que
el poeta ha tachado o ha querido ocultar. Y
en esta ocasión, el borrador deparaba sus sorpresas
Anticipando por
décadas, y con bravura, las preocupaciones ecológicas, el poema «Oficina y denuncia»
(se titula así en el manuscrito) condena la brutalidad de una ciudad que
levanta “sus montes de cemento” en un paisaje espiritualmente degradado, «donde
el Hudson se emborracha con aceite». Condena la soberbia
cuantificadora, la barbarie numérica de una ciudad que piensa que todo
-absolutamente todo- se puede medir. Pensando en los miles -en los
millones- de animales que se llevan al matadero para saciar la gula de «los
agonizantes», el poeta oye «los terribles alaridos de las vacas estrujadas», y
se convierte en redentor:
Me ofrezco a ser
comido
por las vacas
estrujadas
cuando sus gritos
llenan el valle
donde el Hudson se
emborracha con aceite…
Pues bien, en vez de
estos versos, que figuran en todas las ediciones, el borrador ofrece estas
palabras estremecedoras, tachadas por el poeta:
Y me ofrezco a ser
devorado por los campesinos españoles
en las escuelas
nacionales para sabiduría y ejemplo de los niños.
La corrección fue
certera -mejoró el poema- pero es difícil, ante estos versos tachados, no
pensar en la mitificación póstuma del poeta, hoy leído y devorado en “las
escuelas nacionales” de España y del resto del mundo.
La historia textual
es compleja. Escrito en Nueva York, probablemente alrededor del 5 de enero de
1930, el poema se publicó un año más tarde, bajo el título de
«Nueva-York Oficina y Denuncia», en la madrileña Revista de Occidente, con
dedicatoria a Fernando Vela, secretario de redacción. La copia en limpio
utilizada por los editores de la Revista no se ha conservado. García Lorca no
escribía a máquina, y es probable que algún amigo suyo pasara a máquina el
autógrafo de «Oficina y denuncia» y de otros tres poemas neoyorquinos, antes de
enviarlos a Vela, y que, como hizo en otras ocasiones, García Lorca le regalara
los originales al mecanógrafo. Sospecho que en esta ocasión el copista fue
Miguel Benítez Inglott (1890-1965), abogado y crítico musical canario: sabemos
que Lorca le regaló el autógrafo. Miembro del círculo de los amigos madrileños
del poeta -Emilio Aladrén, Rafael Martínez Nadal, Gustavo Durán, Luis Lacasa,
Adolfo Salazar- Benítez Inglott, como el diplomático chileno Carlos Morla
Lynch, compuso música para algunos de sus poemas, y quizás estaba entre el
grupo de amigos que oyó al poeta leer «Oficina y denuncia» y otros poemas
neoyorquinos la noche de San Juan de 1931 en casa de Morla Lynch.
Una carta de agosto
de 1935, de García Lorca a Benítez Inglott (que se había mudado a Barcelona,
donde trabajaba en la empresa Fiat) revela parte de la historia del manuscrito
y demuestra lo descuidado que era Lorca, a veces, con sus propios papeles:
«Queridísimo Miguel:
Estoy poniendo a máquina mi libro de Nueva York para darlo a las prensas el
próximo mes de octubre; te ruego encarecidamente me mandes a vuelta de correo
el poema ‘Crucifixión’, puesto que tú eres el único que lo tienes y yo me quedé
sin copia. Desde luego, irá en el libro dedicado a ti […]»
Días después, vuelve
a insistir: «Crucifixión» era de los poemas «más interesantes del libro»; temía
que se perdiera. Añade, en una posdata: «¿Tienes tú también un poema que se
llama ‘Pequeño poema infinito’?» No se acordaba García Lorca de que, además del
original de «Crucifixión», había regalado a Benítez Inglott el del poema en
prosa “Amantes asesinados por una perdiz”, y el autógrafo de “Oficina y
denuncia”.
Las cartas del poeta
no dieron resultado. Benítez Inglott buscó en vano entre sus papeles, sin
encontrar lo que reclamaba su amigo, y, en julio de 1936, poco antes de su
muerte, cuando García Lorca preparaba el manuscrito de Poeta en Nueva
York para entregarlo a José Bergamín (que había ofrecido publicarlo en
las «Ediciones del Árbol» de Cruz y Raya), no disponía de ninguno de los
autógrafos regalados a Benítez Inglott. En el caso de «Oficina y denuncia» y
demás poemas publicados en la Revista de Occidente, el poeta no tenía a
mano ni siquiera el número apropiado, y en vez de buscarlo incorporó al
manuscrito del libro un juego de pruebas, nuevamente corregidas, que le había
enviado, cinco años antes, Fernando Vela. Las dos primeras ediciones
de Poeta en Nueva York -la póstuma que editó Bergamín en su
exilio mexicano en 1940 y la edición bilingüe de Rolfe Humphries publicada mes
y medio antes en Nueva York- se basan, con algunas variantes, en el texto de la
Revista de Occidente y en esas pruebas corregidas.
Una década después,
en 1950, al volver Benítez Inglott de Barcelona a Madrid, y de allí a Canarias,
publica el poema «Crucifixión» en facsímil, en la serie Planas de Poesía, de
Tenerife. La presencia de García Lorca y de su poema heterodoxo llamaría más
atención sobre Planas en tiempos de resistencia al franquismo: la revista no
tardaría en tener problemas con los censores del régimen. En una nota que
acompaña la publicación revela Benítez Inglott que había regalado sus
manuscritos lorquianos a tres colaboradores de la revista: «Amantes
asesinados…” a Rafael Roca Suárez (gerente de la colección); «Crucifixión» al
poeta Agustín Millares Sall (1917-1989); y «Oficina y denuncia» al hermano de
éste, el poeta José María (1921-2009), que acababa de publicar un libro –Liverpool–
con claras resonancias de Poeta en Nueva York.
El original de
«Crucifixión» fue subastado en Sotheby’s de Londres en 2007: lo adquirió el
Ministerio de Cultura y se exhibirá en Granada esta primavera junto con el
manuscrito completo de Poeta en Nueva York, cuya edición prepara
Mario Hernández. La fortuna de «Oficina y denuncia» es más misteriosa. El
manuscrito reaparece en marzo de 1964, en Nueva York, en una subasta de las
galerías Charles Hamilton. ¿Lo vendió Millares Sall a Hamilton? La hija del
poeta canario, Susana Millares Betancor, no recuerda que su padre «tuviese en
algún momento de su vida» ningún manuscrito de García Lorca. En el catálogo de
Hamilton, se especula que «Oficina y denuncia» es «el primer autógrafo de
Lorca, de cualquier tipo, ofrecido en venta pública» y se añade un dato para
explicar el surrealismo del original: en Nueva York – «como demuestra este
manuscrito»- Lorca bebió muchísimo, ¡y escribió la mayor parte del libro en una
especie de «aura alcohólica»! Y con eso desaparece de nuevo el manuscrito,
hasta ser mencionado en un catálogo de la Biblioteca del Congreso, en 2005.
Fue depositado en esa
biblioteca por el musicólogo Hans Moldenhauer (1906-1987), biógrafo de Anton
Webern, que lo había comprado en la subasta de Hamilton por 230
dólares, y que lo había incorporado a su archivo de 3.500 documentos
relacionados con la historia de la música; archivo que, antes de su muerte,
repartió entre varias bibliotecas europeas y norteamericanas. Y en aquella
colección se conserva hoy, entre cartas y originales de Bach, Beethoven,
Schubert, Saint Saëns o Schönberg, y unas cuantas composiciones y apuntes
autógrafos de músicos amigos y conocidos del poeta1, entre ellos Falla, Roberto
Gerhard, Adolfo Salazar y Andrés Segovia.
De manera más
perspicaz y memorable que ningún poeta norteamericano, Lorca supo
denunciar en Nueva York la violación de la naturaleza, lo sórdido del consumo
sin límites, la boca enorme de una ciudad «babilónica y cruel». Hoy
esa ciudad es un símbolo y esos males existen en todas partes. Aun así, está
bien que el autógrafo de su «denuncia» se conserve hoy en una biblioteca de
EE.UU., y que sea desde aquí que salte del catálogo, y del ciberespacio, a la
página impresa.
(EL CULTURAL / 7-1-2011)
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