El sitio de la Mulita (13)
Interrumpió su triscar el
bayo, dio vuelta la testa, paró sus orejitas, contento, al oír espuelas y,
mientras el Asistente retiraba el maneador de la estaca, su dueño, sumergido de
nuevo en grave meditación, se le puso al lado. Alzando y bajando la cabeza, el
bayo comenzó, mimoso a restregarla contra el militar correaje. Entonces, el
anciano Sargento, iluminado por un resplandor de gratitud, acarició a lo largo
del tuse, palmeó el cuello tan tibio. Como el pingo continuaba su cabeceo, el
Cimarrón fue experimentando, poco a poco, muy íntimamente, la necesidad de
agradecer aun más. Y como hablar a un caballo
es más que inútil, obediente el Sargento Cimarrón a la incitación interna
rindiole a su flete, al menos, púbico reconocimiento:
-¡Yo, con este, mirá,
Macacito, he hecho cosas…!
El extremo de la soga en
la mano, el Macá, que aguardaba la orden de poner en movimiento, se concentró.
El Sargento inició la marcha. Adrede, fue apartándose de la senda tomada por
sus subordinados.
-Agarrá por aquí, que
cortamos… Tomá la chuspa… Pues sí, yo y él hemos hecho cosas que no tienen
nombre, te aseguro.
Todo oídos, el Asistente
avanzaba con los ojos fijos en el suelo para no dispersarse.
-Y no te digo de ahora;
te estoy hablando de cuando andábamos por la frontera.
-¡Ah, sí, seguro!
-Agarrá para los
sarandises… así nos abrimos de los otros. No envuelvas la chuspa que yo también
voy a liar… ¡Pues, che, te garanto que a este bayo… le debo la vida!
-¡Ah, sí, seguro!
-La plata que por él me
han ofrecido, vos ni te figuras.
Como iban tan próximos,
la confidencia podía surgir con tono monologante sin perder el Sargento, en su
recogimiento, la sensación de que aquello era participado.
-El Coronel Puma se quedó
casi una tarde entera mirandoló. Y cuando se resolvió a despegarse, me dijo:
¡Mire, Sargento, usté no sabe lo que tiene! Si algún día se quiere desprender
de él, preséntese en la Jefatura; y es mío por la plata que usté estipule… Porque
me imagino que no me lo ha de querer cambiar por mi tordillo…
-¡Ah, sí, seguro que no,
mi Sargento! -saltó alarmado el Macá.
Y si no hubiera sido por
el grito alarmado de su superior, allí no más el Asistente se estrella contra
un tronco seco, de tan inclinado que llevaba el pescuezo, tan absorbente era la
atención que, en espera de entrar a un hondo hechizo, iba dispensando con todas
sus fuerzas.
Tal como cuando uno,
todavía con luz, descabalga en el palenque del rancho del baile y, mirando de
cabeza agachada, se queda en arrobo junto a su caballo, oyendo las guitarras,
el acordeón y las espuelas; y así aguarda a que algún comedido entere de que
hay forasteros y en la puerta se aparezca el viejo de la casa para gritarle que
pase si es gustoso, y se asoma alguien a curiosear y no es dueño de casa ni de
los allegados y no avisa, y vicha después otro y tampoco es quién para invitar y
tampoco avisa, y uno, siempre allí parado, calcula que adentro la cosa debe
estarse poniendo cada vez más y más linda… así mismito se hallaba el Asistente.
Y con caballo de la rienda, para mayor exactitud de la comparación.
Al revés de siempre, sin
embargo, no arraigaba en el Sargento nada capaz de conseguirle al fin, ante su
Asistente, el despliegue de su fantasía. Caminando al lado del Macá, que se
había puesto hecho pozo de propicio para recibir cualquier eco, el distraído
flete el tranco, del cabestro, tomaban los tres el ahora pronunciado declive,
dejaban a sus espaldas ya los primeros sarandíes, y los juncos, sin que la
imaginación del Cimarrón pudiera emprender un franco vuelo. Y sorprendió con
desagrado a este que, después de un silencio de más de media cuadra de largo,
el Asistente exclamara:
-¡Ah, sí, seguro!
Mirándolo como para
partirlo se detuvo, entonces, el jefe. El Macá se detuvo asimismo, y se detuvo
el bayo, también, tiesas las orejitas. Pero ante el abrumamiento de su
subordinado (quien se fue achicando a ojos vistas, al punto de ensanchársele
las bombachas al descender su soldadote medio palmo) el Cimarrón se mordió y
siguió la marcha, mudo. Hasta que, llegados a la barranca, se sentó bajo un
sarandí y quedó mirando más el agua que al bayo ya metido del cabestro en la
corriente y ya empezando a nadar porque el cauce era muy hondo en aquel sitio.
De la escarpa opuesta,
sus inmensos festones verdes dejaban caer dos sauces llorones sobre la
corriente. El Sargento alzó la vista y se puso a contemplarlos. Pronto para su
mente ya no fueron dos sino cientos los que tenía adelante. Miles, al poco
rato, mezclados, en espesa proliferación de lianas y enredaderas, con talas y
con espinillos, con molles y sombras de toro, con ñandubays, con viraroes, con
coronillas, con mataojos, con laureles… Y, vaya a saberse por qué razón, con
algunas palmeras yatays de las que sólo se ven en el Este del país.
Cuando el Asistente
retiró al bayo del agua, aguardó sus sacudimientos y luego lo condujo a poca
distancia de su dueño, para sacar después el cuchillo y con él empezar a
escurrirlo a favor del pelo. Su superior salió de su ensimismamiento. Siempre
sentado en el borde de la barranca, sin sacar los ojos de un punto distante,
las botas pendientes sobre la correntada, confió en voz baja, entonces:
-Yo, te voy a decir la
verdá, a los matreros los he perseguido por cumplir con mi deber; pero no
siempre por mi gusto. Hay matreros malos y matreros buenos; y debemos
distinguir, ¿no hallás?
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