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Un domingo Jimmy me
invitó a nadar en la playa. Yo no quería que me vieran la espalda llena de
granos y cicatrices, aunque tenía un buen físico. Pero sabía que nadie le iba a
prestar atención a mi tórax ni a mis piernas, sino a eso.
Al final, como no había
ningún chiquilín jugando en la calle y andaba aburrido y sin plata, decidí que
la playa nos pertenecía a todos. Yo también podía ir, y tener la espalda
destrozada no era ningún delito.
Había que recorrer quince
millas en bicicleta pero me sobraban piernas y anduve a la par de Jimmy hasta llegar
a Culver City… Entonces redoblé el ritmo del pedaleo y él empezó a cansarse
hasta que se agotó. Yo prendí un cigarrillo y le pasé el paquete.
-¿Querés uno, Jimmy?
-No… Gracias…
-Esto es como reventar pájaros
a hondazos -le dije. -Tendríamos que salir a correr más menudo.
Y volví a apurar el ritmo
del pedaleo. Me sobraba la fuerza.
-¡Es algo bárbaro!
-insistí. -¡Mejor que pajearse!
-Sí, pero no corras tanto.
-Dale -dije dándome
vuelta. -Correr en bicicleta junto con un amigo es lo mejor del mundo. ¡Dale!
Y empecé a escapármele
con toda la fuerza que tenía. Me encantaba sentir el golpe del viento en la
cara.
-¡Esperá! ¡ESPERÁ. CARAJO!
-aullaba él.
Yo me reía y seguía sacándole
ventaja: media manzana, una manzana, dos manzanas. Nadie se podía imaginar la
fuerza que tenía ni lo que era capaz de hacer. Era una especie de milagro. Iba
cortando el paisaje amarillo y brillante como si fuera una cuchilla loca y con
ruedas. Mi padre mendigaba en las calles de la India, pero todas las mujeres
del mundo estaban enamoradas de mí…
Llegué al semáforo a toda
velocidad, abriéndome paso entre la fila de coches. Ahora eran ellos los que
tenían que seguirme a mí. Pero de golpe me alcanzó una pareja que iba en un
descapotable verde.
-¡Che, loco!
-¿Sí? -los miré. Él era un
grandote de veintipico de años, que tenía los brazos peludos y un tatuaje.
-¿Adónde mierda te creés
que vas? -me preguntó.
Estaba tratando de
lucirse adelante de su rubia. Ella era una mirona que tenía una larga melena
amarilla flotando en el viento.
-¡Andá a hacerte darte
por el culo! -le respondí.
-¿Qué?
-¡Que vayas a hacerte
dar por el culo! -le hice una seña con el dedo.
Él seguía maniobrando al
lado mío.
-¿No le vas a bajar los
humos, Nick? -le preguntó la muchacha.
Él seguía manejando.
-¿Sabés que no te escuché
bien? ¿Por qué no me lo repetís otra vez?
-Sí, decilo otra vez
-dijo la mirona con la gran melena amarilla brillando en el viento.
Eso me calentó. Fue ella
la que me calentó.
Lo volví a mirar.
-Bueno, ¿querés lío?
Estacioná, nomás.
Entonces se me adelantó
media manzana, estacionó y bajó del auto. Yo lo esquivé a toda velocidad y me
le crucé a un Chevrolet que se quedó tocándome bocina. Mientras me escapaba por
una calle lateral, oí reírse el grandote…
Al rato volví al
Boulevard Washington y después de recorrer algunas cuadras me bajé de a esperar
a Jimmy sentado en la parada del ómnibus. Podía distinguir cómo se iba
acercando y cuando llegó me hice el dormido.
-¡Por qué sos tan sorete
conmigo, Hank?
-¡Ah! ¡Hola, Jimmy! ¿Al
final pudiste llegar?
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