miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (85)


El sitio de la Mulita (9)

Hasta gestos, ¡y qué gestos!, se estaba viendo hacer al Cimarrón. Mas los imaginaba tan solo, igual que con candado en la boca, palabra no le brotaba. Cada frase que pensaba decir, le resonaba clarita, dentro, como si la hubiese largado, no más. Pero inexplicablemente, la dureza del sentido para alguien que lo hubiese escuchado era atenuada por la contradicción del tono pues este se hacía cada vez más y más afectuoso. Y cuando el joven Asistente estaba ya casi resuelto a empezar a tirarle de la lengua al superior porque para él aquello ya era mucho mutismo, el superior, creyendo que había callado de golpe alzó la cabeza y miró como extraviado. Había advertido que la imaginada amonestación se le desviaba por declives en que bullían sus experiencias más confidenciosas y tiernas; de esas que provocan melancolías mayores y que, en su marcha siempre en retroceso capaces son de llegar hasta el seno mismo del corazón y despertar allí, allí despertar hasta a la más dormida y enternecedora de las tristezas.

Como una llamarada de cariño fue lo que en sus ojos posados sobre el Macá iluminó y apagó un instante; sobre este joven que se hace necesario presentar, ahora; torpe, olvidadizo, desaseado con las cosas propias y con las de su jefe. Embustero, vamos a decir, también era. Y, lo peor, tenía un mentir muy particular, cuyas intervenciones producíanle al Cimarrón, cuando por su parte estaba embelesado en urdir una mentira, la impresión perturbadora de la aceptación de baldazos de agua fría. Falto por completo de imaginación, las mentiras del Asistente consistían tan sólo en aprobar como testigo presencial cuanta cosa husmeara con visos de no ser verdad. Y esto desesperaba al Cimarrón, y con razón. Porque el mentiroso -hay que saberlo de una vez por todas- no puede sentirse a gusto cuando el aparean a otro caballo. Como condición forzosa, uno tiene que estar, en cierto modo, como aislado entre los que escuchan para, así, poder irse oyendo a sí mismo y conseguir creer su decir a medida que va siendo aceptado por los otros. En verdad, los otros, aquellos que atienden, cuentan, sí, pero cuentan poco. Necesitamos estar muy con nosotros mismos; y el auditorio debe hacer las del espejo, no más. Los comedidos sobran. Ellos, aun con sana intervención corroborante, lo arruinan todo, y dejan la ficción que es una lástima. Así no hay silencio, entonces, ni recogimiento, ni nada entre dos platos. Véase, si no, para aclarar las cosas, este ejemplo: una de aquellas últimas noches, en que el Cimarrón agarró al Asistente lejos del fogón, atrás del ombú de la Comisaria y (muy por lo bajo y dejándolo como de día, con los ojos, de la rabia) le prometió que otra vez se pasara al patio que le iba a hacer una estaqueadura, tenía razón. Ratos antes, estaba todo lo más, lo más bien; y cinco milicos sin darse cuenta, habían parado el mate, para escuchar embebecidos al Sargento, que les confiaba: “…Cuando el finao Coronel mi padre…” Y ese Asistente Macá ¿no se pone a ayudar, de voluntario, exclamando: “¡Jué pucha! ¡Lo estoy viendo al Coronel viejo en aquel overo rosao, con un uniforme de Teniente General, lo menos, por lo cruzao dee cordones, y por las charreteras y galones de oro; y por las palmas…!”?

Ahí se turbó el Sargento. Lo desacomodó la aparición así empujada en su marote de la imagen de su finado padre, que hacía inútiles esfuerzos por echarse atrás y no mostrarse como realmente fue a la mente del Sargento, su hijo, de pata en el suelo… desgranando maíz en lo de la viuda del Vizcachón, que tenía tahona… y más, todavía, cuando, por obra de una brusca asociación, el finado padre fue arrastrado a cambiar la dirección del trayecto a aparecerse viniente con muchas copas y a pie de la pulpería -aquí me caigo y allá me levanto- en los hombros del poncho que se había hecho con una vieja cobija llena de agujeros, caída de una carreta y encontrada por tres o cuatro viajeros antes de que él la levantara.

¡Sin embargo, el Sargento quería tanto al Macá!... ¡Y eso que el Sargento cuando tomaba un asunto y se cortaba por su cuenta, veíase obligado a clavarle los ojos con imperio al Asistente para mantenerlo mudo! Lo que creaba problemas. Porque este modo fiero de mirar, si el invento es de guerra, persecución o peligros en general, cuadra; pero si él ha tomado cauce pacífico, en ocasiones decididamente melancólico, o triste, derecho, semejante cara no pega. Y se le daba el caso. Porque no siempre se tiene ganas de hacer creer a los demás que uno es una cosa bárbara. A veces, vaya a saberse por qué, se da en sentir ganas urgentes de que los que se tienen al lado queden convencidos de que uno, no importa cuándo, ha sido testigo de tristes escenas y hasta de que uno mismo ha pasado desolaciones. Hay gente que dice que esto se debe a que en ocasiones uno tiene con apuro necesidad de que lo compadezcan; sí, de que lo compadezcan, y no se anima a revelar el real motivo. Y también dicen que a veces, no es por no querer descubrirlo sino porque el doliente no sabe, de tan íntimo y nuboso, cuál es el motivo verdadero del ansia de que no lo abandonen; y le flota esa ansia, y su causa le permanece escondida. Aun así, decíamos antes de este ineludible paréntesis, porque más que de continuo había que soportar las irrupciones del joven Macá cuando el veterano Cimarrón se enfrascaba en un embuste, este no podía pasarse sin aquel. En el fondo sabía lo que al joven le pasaba. El Macá creíale tanto, de tal modo se transportaba a la mentira, que los agregados que ella con poder inaudito provocaba eran para jurarlos por un puñado de cruces, pues lo estaba viendo patente todo…

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