El sitio de la Mulita (9)
Hasta gestos, ¡y qué
gestos!, se estaba viendo hacer al Cimarrón. Mas los imaginaba tan solo, igual
que con candado en la boca, palabra no le brotaba. Cada frase que pensaba
decir, le resonaba clarita, dentro, como si la hubiese largado, no más. Pero
inexplicablemente, la dureza del sentido para alguien que lo hubiese escuchado
era atenuada por la contradicción del tono pues este se hacía cada vez más y
más afectuoso. Y cuando el joven Asistente estaba ya casi resuelto a empezar a
tirarle de la lengua al superior porque para él aquello ya era mucho mutismo,
el superior, creyendo que había callado de golpe alzó la cabeza y miró como
extraviado. Había advertido que la imaginada amonestación se le desviaba por
declives en que bullían sus experiencias más confidenciosas y tiernas; de esas
que provocan melancolías mayores y que, en su marcha siempre en retroceso
capaces son de llegar hasta el seno mismo del corazón y despertar allí, allí
despertar hasta a la más dormida y enternecedora de las tristezas.
Como una llamarada de
cariño fue lo que en sus ojos posados sobre el Macá iluminó y apagó un instante;
sobre este joven que se hace necesario presentar, ahora; torpe, olvidadizo,
desaseado con las cosas propias y con las de su jefe. Embustero, vamos a decir,
también era. Y, lo peor, tenía un mentir muy particular, cuyas intervenciones
producíanle al Cimarrón, cuando por su parte estaba embelesado en urdir una
mentira, la impresión perturbadora de la aceptación de baldazos de agua fría.
Falto por completo de imaginación, las mentiras del Asistente consistían tan
sólo en aprobar como testigo presencial cuanta cosa husmeara con visos de no
ser verdad. Y esto desesperaba al Cimarrón, y con razón. Porque el mentiroso
-hay que saberlo de una vez por todas- no puede sentirse a gusto cuando el
aparean a otro caballo. Como condición forzosa, uno tiene que estar, en cierto
modo, como aislado entre los que escuchan para, así, poder irse oyendo a sí
mismo y conseguir creer su decir a medida que va siendo aceptado por los otros.
En verdad, los otros, aquellos que atienden, cuentan, sí, pero cuentan poco.
Necesitamos estar muy con nosotros mismos; y el auditorio debe hacer las del
espejo, no más. Los comedidos sobran. Ellos, aun con sana intervención
corroborante, lo arruinan todo, y dejan la ficción que es una lástima. Así no
hay silencio, entonces, ni recogimiento, ni nada entre dos platos. Véase, si
no, para aclarar las cosas, este ejemplo: una de aquellas últimas noches, en
que el Cimarrón agarró al Asistente lejos del fogón, atrás del ombú de la
Comisaria y (muy por lo bajo y dejándolo como de día, con los ojos, de la
rabia) le prometió que otra vez se pasara al patio que le iba a hacer una
estaqueadura, tenía razón. Ratos antes, estaba todo lo más, lo más bien; y
cinco milicos sin darse cuenta, habían parado el mate, para escuchar
embebecidos al Sargento, que les confiaba: “…Cuando el finao Coronel mi padre…”
Y ese Asistente Macá ¿no se pone a ayudar, de voluntario, exclamando: “¡Jué
pucha! ¡Lo estoy viendo al Coronel viejo en aquel overo rosao, con un uniforme
de Teniente General, lo menos, por lo cruzao dee cordones, y por las
charreteras y galones de oro; y por las palmas…!”?
Ahí se turbó el Sargento.
Lo desacomodó la aparición así empujada en su marote de la imagen de su finado
padre, que hacía inútiles esfuerzos por echarse atrás y no mostrarse como
realmente fue a la mente del Sargento, su hijo, de pata en el suelo…
desgranando maíz en lo de la viuda del Vizcachón, que tenía tahona… y más,
todavía, cuando, por obra de una brusca asociación, el finado padre fue
arrastrado a cambiar la dirección del trayecto a aparecerse viniente con muchas
copas y a pie de la pulpería -aquí me caigo y allá me levanto- en los hombros
del poncho que se había hecho con una vieja cobija llena de agujeros, caída de
una carreta y encontrada por tres o cuatro viajeros antes de que él la
levantara.
¡Sin embargo, el Sargento
quería tanto al Macá!... ¡Y eso que el Sargento cuando tomaba un asunto y se
cortaba por su cuenta, veíase obligado a clavarle los ojos con imperio al Asistente
para mantenerlo mudo! Lo que creaba problemas. Porque este modo fiero de mirar,
si el invento es de guerra, persecución o peligros en general, cuadra; pero si
él ha tomado cauce pacífico, en ocasiones decididamente melancólico, o triste,
derecho, semejante cara no pega. Y se le daba el caso. Porque no siempre se
tiene ganas de hacer creer a los demás que uno es una cosa bárbara. A veces,
vaya a saberse por qué, se da en sentir ganas urgentes de que los que se tienen
al lado queden convencidos de que uno, no importa cuándo, ha sido testigo de
tristes escenas y hasta de que uno mismo ha pasado desolaciones. Hay gente que
dice que esto se debe a que en ocasiones uno tiene con apuro necesidad de que
lo compadezcan; sí, de que lo compadezcan, y no se anima a revelar el real
motivo. Y también dicen que a veces, no es por no querer descubrirlo sino
porque el doliente no sabe, de tan íntimo y nuboso, cuál es el motivo verdadero
del ansia de que no lo abandonen; y le flota esa ansia, y su causa le permanece
escondida. Aun así, decíamos antes de este ineludible paréntesis, porque más
que de continuo había que soportar las irrupciones del joven Macá cuando el
veterano Cimarrón se enfrascaba en un embuste, este no podía pasarse sin aquel.
En el fondo sabía lo que al joven le pasaba. El Macá creíale tanto, de tal modo
se transportaba a la mentira, que los agregados que ella con poder inaudito provocaba
eran para jurarlos por un puñado de cruces, pues lo estaba viendo patente todo…
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