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Al volver a Chelsey High
todo seguía igual. Un grupo de los mayores se había graduado, pero aparecieron
otros que también usaban autos sport y ropa cara. Nunca me hicieron la guerra. Me
ignoraban. Lo único que les importaba eran las muchachas, y a los muchachos pobres
no nos hablaban ni adentro ni afuera de la clase.
Cuando ya había pasado
una semana de mi segundo semestre, encaré a mi padre durante la cena.
-Mirá -le dije-, el
instituto es difícil. ¿No me podrías dar un dólar por semana en lugar de 50
centavos?
-¿Un dólar?
-Sí.
Él se metió en la boca
una enorme tajada de remolacha a la vinagreta y siguió masticando. Después
arqueó las cejas y me miró fijo.
-Eso estaría sumando 52
dólares al año. Así que tendría que trabajar una semana más para
mantenerte.
No le contesté. Aunque
pensé: Dios mío, si ves todas las cosas así no podés comprar nada: ni pan ni
sandía ni diarios ni harina ni leche ni espuma de afeitar. Pero me aguanté
callado porque cuanto más odiás, menos mendigás…
Los muchachos ricos se
pasaban quemando neumáticos y las muchachas adoraban sus coches resplandecientes.
Las clases eran puro cuento para ellos. Lo único que les importaba era salvar
el año y sacar buenas notas. Muy pocas veces los veías con un libro. Las
muchachas chillaban y se reían cuando agarraban las curvas a toda velocidad,
haciendo chirriar los neumáticos. Y yo los miraba pasar con mis 50 centavos en
el bolsillo. Ni siquiera sabía manejar un auto.
A mí seguían rodeando los
pobres, los perdidos y los idiotas. Me gustaba sentarme abajo de la tribuna de
la cancha de fútbol con los dos sandwiches de bologna que llevaba en una bolsa
marrón y ellos se me acercaban:
-¿Puedo comer contigo,
Hank?
-¡Váyanse a la mierda! ¡Y
no se los pienso decir dos veces!
Ya se me habían pegado
demasiados tipos así y ninguno me cayó bien: Baldy, Jimmy Hatcher y Abe Mortenson,
el judío jorobado. Mortenson podría tener muchos sobresalientes pero era uno de
los tipos más idiotas del colegio. Hacía una cosa increíble, por ejemplo: escupirse
a cada rato la saliva en las manos. Nunca entendí por qué hacía eso y tampoco
se lo pregunté. No me gustaba preguntar. Lo único que hacía era mirarlo lleno
de asco. Una vez volví a casa junto con él y descubrí por qué sacaba tantos
sobresalientes. Su madre lo obligaba a quedarse con la nariz pegada en los
libros. Y a leer así todos los libros, página por página.
-Ella dice que tengo que
salvar todos los exámenes -me explicó.
Nunca se le ocurrió
pensar que los libros pudieran estar equivocados. O que no tuvieran ninguna
importancia. Pero no le pregunté nada. Ni a él ni a la madre.
Y me siguió pasando lo
mismo que en la escuela. Siempre andaba rodeado por los perdedores feos y
débiles, y no por los fuertes y los hermosos. Parecía que mi destino era viajar
con ellos, y lo que más me molestaba era parecerles tan importante a los tipos
idiotas y grises. Me sentía si fuera una mierda que atrae a las moscas en lugar
de una flor rodeada por las mariposas y las abejas. Yo quería vivir solo porque
así me sentía mejor y más limpio, pero nunca aprendí a sacármelos de arriba. Y
a lo mejor ellos fueron mis maestros: otro tipo de padres. Pero me
resultaba muy incómodo cuando llegaban revoloteando a verme comer mis sandwiches
de bologna.
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