EL TEATRO TOSCO (8)
Cuando la teoría se
expresa en palabras, se abre la puerta a la confusión. Las puestas en escena a
lo Brecht, basadas en los ensayos del autor alemán y que se realizan fuera del
berliner Ensemble, tienen la economía brechtiana pero raramente su riqueza de
pensamiento y de emoción. Quedan como retraídas y secas. El más vivo de los
teatros se hace mortal cuando desaparece su tosco vigor, y a Brecht lo
destruyen los esclavos mortales. Cuando Brecht habla de la necesidad de que los
actores entiendan su propia función, no quiere decir que pueda lograrse todo
por medio del análisis y la discusión. El teatro no es un aula, y al director
que tenga un concepto pedagógico de Brecht le será tan imposible asumir las
obras brechtianas como a un pedante las de Shakespeare. La calidad del trabajo
realizado en cada ensayo deriva por entero de la creatividad del ambiente de
trabajo y la creatividad no surge con explicaciones. El lenguaje de los ensayos
es como la misma vida: usa palabras, pero también silencios, estímulos,
parodia, risa, infortunio, desesperación, franqueza y encubrimiento, actividad
y lentitud, claridad y caos. Brecht reconocía todo esto y en sus últimos años
sorprendió a sus colaboradores al afirmar que el teatro no ha de ser ingenuo.
Con esta palabra no negaba el trabajo de toda su vida, sino que señalaba que el
acto de coordinar una obra es siempre una forma de interpretación, que asistir
al desarrollo de una pieza es lo mismo que interpretarla: desconcertantemente,
hablaba de elegancia y diversión. No se debe a simple casualidad que en muchos
idiomas una misma palabra signifique interpretar y jugar.
En sus textos teóricos
Brecht separa lo real de lo irreal, y a mi entender eso ha sido el origen de
una gigantesca confusión. En términos semánticos, lo subjetivo se opone siempre
a lo objetivo, la ilusión se aparta del hecho. Debido a esto, el teatro se ve
obligado a mantener dos posiciones: pública y privada, oficial y no oficial, teórica
y práctica. Su labor práctica se basa en el profundo sentimiento del actor por
una vida interior pero en público el teatro niega esta vida porque la vida
interior de un personaje se califica con la horrible etiqueta de “psicológica”.
Dicha palabra es inestimable en cualquier discusión viva: al igual que el
término “naturalista”, puede emplearse por desprecio para concluir un tema o
apuntarse un tanto. Por desgracia, lleva también a una simplificación, contrastando
el lenguaje de la acción -que es duro, brillante y efectivo- con el de la
psicología, que es freudiano, versátil, oscuro, impreciso. Considerada de este
modo, resulta claro que la psicología tiene las de perder. Pero ¿es auténtica
esta diferenciación? Todo es ilusión. El intercambio de impresiones por medio
de imágenes es nuestro lenguaje básico: en el momento en que un hombre expresa
una imagen, otro sale a su encuentro con pleno convencimiento. La asociación de
imágenes que comparten es el lenguaje: no hay intercambio si dicha asociación no
evoca nada a la segunda persona, si no existe un instante de ilusión compartida.
Como situación narrativa, Brecht solía citar el caso de un hombre que describe
un accidente ocurrido en la calle. Tomemos su ejemplo para examinar el proceso
de percepción que lleva consigo. Cuando alguien nos describe un accidente acaecido
en la calle, el proceso psíquico es complicado: lo veremos mejor considerándolo
como un collage tridimensional con sonido añadido, ya que experimentamos a la
vez muchas cosas que no guardan relación entre sí. Vemos al narrador, oímos su
voz, sabemos dónde nos encontramos y, al mismo tiempo, percibimos superpuesta
la escena que describe: la vivacidad y plenitud de esta ilusión momentánea depende
de la convicción y habilidad del que narra. Depende también del tipo de
narrador. Si es cerebral, quiero decir si es un hombre cuya prontitud y
vitalidad residen principalmente en su cerebro, recibiremos más impresiones de
ideas que de sensaciones. Si se trata de un emotivo, fluirán otras corrientes,
de modo que, sin esfuerzo o búsqueda por su parte, recreará inevitablemente una
imagen más completa del accidente, que recibiremos sin dificultad. Sea como sea,
el narrador envía en nuestra dirección una compleja red de impresiones y, al
recibirlas, creemos en ellas, perdiéndonos en dicha red al menos momentáneamente.
En toda comunicación las
ilusiones se materializan y desaparecen. El teatro brechtiano es un rico
compuesto de imágenes que despiertan nuestro crédito. Cuando Brecht hablaba
despreciativamente de ilusión, no atacaba a esta, sino a la singular imagen que
se mantiene de manera artificiosa, a la aseveración de que sigue vigente
después de cumplir su finalidad, al igual que el árbol pintado del escenario.
Pero cuando Brecht afirmaba que había en el teatro algo llamado ilusión, se
desprendía que había algo más que no era ilusión. De ahí que la ilusión llegó a
oponerse a la realidad. Sería mejor que opusiéramos con claridad la ilusión
muerta a la vida, el enunciado displicente al vital, la forma fosilizada a la
sombra en movimiento, la imagen congelada a la animada. Lo que vemos más menudo
es un personaje dentro de un marco y rodeado por un decorado interno de tres
paredes. Naturalmente, esta es una ilusión que, según Brecht, contemplamos en
un estado de credibilidad anestesiado, no crítico. No obstante, si un actor
permanece en un escenario desnudo, junto a un letrero que nos recuerda que
estamos en el teatro, no caemos entonces en la ilusión, observamos y juzgamos
como adultos. Esta diferenciación que hace Brecht es más clara en la teoría que
en la práctica.
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