1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de
Artes / 2019
OCHO
Pigot había llamado
reiteradas veces. Cuando el oficial le pedía su nombre, cortaba la
comunicación. Al fin, deprimido, abandonó la idea. Él necesitaba una solución
urgente, no podía entregar la mercadería, dar su nombre y esperar. Debía
enfrentar el hecho y obrar como antes. Fue directamente al Ministerio, como lo
había hecho tantas veces antaño. La tercera vez tuvo suerte y le dijeron que el
hombre lo recibiría. Pasó por varios controles y un par de detectores de armas
u objetos peligrosos. Le tomaron una fotografía y dejó las impresiones
digitales en la computadora. Finalmente pudo esperar de pie en un pasillo hasta
que un soldado lo hizo pasar.
Habían sido compañeros de
estudios en la universidad. Pero él se había dedicado a la psiquiatría y el
otro se había empleado en el Ministerio. Al principio en la sección de
encuestas y planeamiento sicológico; últimamente allí. Y el doctor Pigot nunca
se había sentido calmado en aquel edificio.
Así que, cuando vio al
antiguo camarada, tuvo un impulso y se inclinó hacia el hombre para darle un
abrazo.
-Bueno -dijo el hombre,
rechazándolo con un antebrazo-. Creí que te habías muerto. Que no necesitabas
más de nosotros.
-Por dios -dijo Pigot-.
Por dios, no digas eso.
-No introduzcas a dios en
estos asuntos, por favor.
Pigot no supo qué contestar,
odiándose a sí mismo. Jamás pronunciaba el vocablo “dios” a los demás, y ahora
allí, cuando era tan necesario lo opuesto, se había comportado como un imbécil.
Enrojeció y trató de disimularlo diciendo cualquier cosa. El funcionario lo
dejó decir y le señaló una butaca, mientras se sentaba tras el gigantesco
escritorio. Sin hablar, sacó una botella de origen terrestre y sirvió dos tragos.
-Gracias -dijo Pigot.
-Por tu regreso -dijo el
otro.
Después de los tragos, la
conversación empezó a correr con mejoría. Cuando el otro observó el reloj,
Pigot se apresuró hacia el punto. El funcionario le hizo una señal y puso en
funcionamiento la grabadora.
-No lo sé, no lo sé -dijo
finalmente el hombre-. Tendré que consultar con mi gente. De todas maneras,
despreocúpate, de ahora en adelante. Sabes cómo trabajamos… Olvídate de todo,
lo más rápidamente posible… No todos tienen nuestra benevolencia.
Pigot miró la botella,
pero el otro se puso de pie.
-Ahora tengo que hacer
-dijo, apoyando la mano sobre un hombro de Pigot.
Titubeó mientras el otro
lo empujaba suavemente hacia la puerta.
-Tendría que…
-¿Qué?
-Me molesta pedirte un
pequeño favor -dijo Pigot apresurándose, cuando le otro ya había abierto la
puerta.
-¡Ah, naturalmente!
-exclamó el funcionario-. Envíame la petición, los detalles por escrito.
Entrégala personalmente a mi secretario. Veré qué puedo hacer.
-No sabes cuánto me alegró
volver a verte -confesó Pigot apretándole cordialmente la mano.
-Lo creo -dijo el hombre,
mirándolo con indiferencia-. Ah, salúdame a tu mujer, ¿he?
-Por supuesto, te envió
saludos también.
-Fue un gusto volver a
verte -aseguró el otro.
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