La pulpería (20)
-¿Reparó? -musitó al
guarecerse a su vez junto a una sudada anca que, por el decaído aspecto de la
cabalgadura, no le iba a andar con quisquillas-. No es con nosotros la cosa.
Son dos milicos con un preso, no más. Los milicos traen los caballos aplastados.
¿No ve cómo talonean para mantenerlos al trote? Y el particular que va como de
Jefe, adelante, no es Jefe, es el preso. ¿No ve que los estribos le van
sueltos? ¿No ve que no le aparecen los pies? Es que tiene las piernas atadas
por la barriga del caballo. Se las han sujetado como para toda la vida. ¿No ve
que las lleva hechas arco?
-¡Ahá, viene preso!... Y
están bajando la cuchilla para bien de agarrar el camino de la Comisaría
¡claro!
-Se distingue que es
algún ricacho, ¿no?
-¡Dese cuenta! ¡Mire usté
cómo relumbra ese pretal! ¡Y hasta fiador tiene ese tordillo media sangre! ¿Y
vio qué poncho más soberbio? ¡Parece que se ha tapado con una bandera! ¡Mire!
¡Mire! ¿Y no le parece a usté que viene herido en la cara?
-¡Y también en el brazo!
¿No ve que lo trae paralítico? ¿No ve que es con la misma mano de las riendas
que en el restaño él se pasa el pañuelo?... Bueno, don, venga. Vamos a
acogernos atrás de esos envases. Y si usté saca la cabeza para que lo vean sus
compinches, y perdone, tenga la seguridá de que se la parto de un balazo.
-¡Esté tranquilo, señor!
¡Le soy franco, usté ni se imagina las cosas que están pasando abajo de esta
frente!
Arrojó el apagado resto
del pucho el Montés, recogió del suelo el sable y la daga del Recluta y,
ocultado por los caballos, marchó tras su prisionero.
Igual a dueño de casa
que, por el patio o la huerta, anda refistoleando en lo suyo, así el Carpincho
tuvo que salir de la enramada: las manos a la espalda, muy inclinado hacia
adelante.
Haciendo ambos trinchera
con los cajones vacíos, se arrodillaron. Las imágenes de los caballeros
evidenciaban ya hasta la broncínea botonadura.
-Sí, don, el de la
izquierda es el Soldado Yacú, y el otro, el Distinguido Carao. Mire, le soy
franco, a esos los hace apretar el gorro una brisa.
-¿Y el preso?
-Es el dueño de una
quesería que se cerró la vez pasada. Dicen que anda ido de la cabeza,,, ¡Pero
fijesé; no es que lo traigan herido; es que viene secándose y sonándose, a los
llantos!
-¡Loco de atar! ¿Es por
eso que en vez de tener el pañuelo con la mano libre lo lleva empuñao con las
riendas?
En efecto, trotando
delante de su impasible cortejo, muy abatido de cabeza, el ex-quesero, en la
forma que acaba de revelarnos el Montés, no se sacaba el pañuelo de los ojos y
de las narices, llorando a mares.
-¡Juí! ¡Juijuijuí! ¡J…!
Hacía ratos que lo
llevaban así, era evidente, porque ya venía muy ronco. Y su tordillo, aunque
vivaz todavía, denunciaba por el brillo que estaba tapado de sudor.
-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujui!
-volvió a llegarles ya debilitado por la ronquera y el cansancio.
Desde su escondite,
oyéndose recíprocamente la respiración, el matrero y su reciente aliado
observaban. No los inquietó, por lo habitual, la paradita de orejas de las
cabalgaduras cuando el grupo cruzó frente a la tan poblada enramada, desde
donde también atiesó toditas las suyas la caballada civil. Menos los alarmó el
que hacia ellos se desviaran las miradas de los dos enhiestos patibularios,
pues pasaban indiferentes por encima de los cajones del refugio para dar en el
ancho portal de la entrada, sobre cuyo dintel no era un misterio que enérgicas
letras de imprenta decían: La Flor del Día; y que, más abajo, otras letras, más
chicas, seguían con: Almacén de ramos generales. Fonda.
-¡Juí! ¡Jujuy!
Y pudo apreciarse cómo,
vencido aquel momento de melancólico desfallecimiento, volvieron las miradas
marciales a recobrar su impasibilidad y a fijarse otra vez en el horizonte, el
cual retrocedía a cada avanzante brazada de los equinos, y así iba cediendo a
la visual una población, nuevos ombúes, una manguera de piedra, otros
montecitos…
-¡Flor de poncho!
-¡Sí, señor! Usté se lo
saca al preso, lo pone en un asta… y queda usté de abanderao.
-Y el pobre les ha juido
por entre algún talar…
-Sí, se lo ha hecho tiras
que es un crimen.
-¡Y vea el tordillo; vea
esas peladuras en los garrones! A ese infeliz ni son ellos, no, los que lo
agarran, de no estar en la mente como usté dijo. ¡Caballo, le sobraba!
Meneó tristemente la
cabeza el Recluta. Y los ojos fijos, no en el preso sino en el Soldado y el
Distinguido -que ahora, y ya borradas por la distancia las carabinas, parecían
trotar en el cortejo de un entierro- musitó:
-¡Pero no le digo que ser
soldao es lo último!
-¡Sí, comprendo! ¡Sí,
comprendo! Desemé vuelta, que le voy a desatar los brazos. ¡Sí, usté tiene más
que razón!
-¿No le decía yo a usté…
no se lo decía?
-Bueno, ahora
desentumézcase y vamos a seguir juntos la guardia.
Un rumor distrajo la
atención ya dispuesta, tal vez, a grandes expansiones. Y al mirar, como
mordido, hacia atrás, el Montés se echó al suelo y ordenó simultáneamente:
-¡A tierra, compañero!
¡La partida se nos viene! ¡Nos ha ganao la retaguardia!
-¡Pah! -exclamó para sí,
aunque fuera oído, el ya ex-Recluta.
¡Y con ese Comisario Tigre
al frente!... ¡Ni la mismísima casualidá me salva de esta! ¡Y, bueno! ¡Ahora
hay que meter para adelante!
Hecho saguaypé contra el
suelo, el Montés se hacía cargo de la situación; pero con una calentura negra.
-Agarre sus armas, don. Arrastresé
y gáneles de atrás a los envases. Ahora justito al revés hay que esconderse…
¡Es cosa grande, gran siete! ¡Ahora, es al revés!
Todas orejitas de la
enramada se habían orientado hacia el metálico chapotear de tanto sable.
Delante del marcial grupo, que no llegaba por el camino sino a campo traviesa,
el Comisario Tigre, de tan inclinado, venía a medias oculto por el pescuezo de
su estrellero lobuno. Era esa su manera habitual de sentarse en el recado. Pero
aun para el conocedor de la costumbre, verlo a caballo, y sobre todo de
repente, daba impresión.
Ya hemos dicho que
mientras no fuera al pueblo a tomarse la medida para un nuevo uniforme de
servicio, tenía que andar siempre de gala. Por eso, por la viva luz de aquel
sol parecía que al lobuno se le había enhorquetado una llamarada. En pos, las
carabinas en bandolera, llegaban el Cabo Pato, airoso en un overo rosado y,
como palos de indiferentes, los Soldados Comadreja, en un gateado, Gato Pajero,
en un picazo, Flamenco, en un tordillo, Águila, en un rosillo y el otro Cabo,
el Cuzco Overo, en su rabicanito..
Igual que si una idea
sobrevenida le hubiese hecho percusión y sacado chispas, la mirada del Montés
brilló de pronto entre los párpados encapotados
-Vamos a dejarlos hacer.
Y usté verá que se van a ensartar solitos. Dejelós que maneen y que entre, no
más. ¿Y cómo se halla ese ánimo?
Pareció que era la voz de
la tierra misma la que respondió, porque el ex-Recluta no levantó la cabeza:
-Como para que usté lo
aprecie, don, y, después, diga.
-Amigo Carpincho, a
hombres como usté no se le ponen dudas.
Y sin mirar a fin de no
despegar la cara del suelo, la diestra del matrero, entreabriendo la gramilla
al adelantarse, fue a estrechar la del nuevo fuera de la ley.
No hay comentarios:
Publicar un comentario