miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (65)


La pulpería (20)

-¿Reparó? -musitó al guarecerse a su vez junto a una sudada anca que, por el decaído aspecto de la cabalgadura, no le iba a andar con quisquillas-. No es con nosotros la cosa. Son dos milicos con un preso, no más. Los milicos traen los caballos aplastados. ¿No ve cómo talonean para mantenerlos al trote? Y el particular que va como de Jefe, adelante, no es Jefe, es el preso. ¿No ve que los estribos le van sueltos? ¿No ve que no le aparecen los pies? Es que tiene las piernas atadas por la barriga del caballo. Se las han sujetado como para toda la vida. ¿No ve que las lleva hechas arco?

-¡Ahá, viene preso!... Y están bajando la cuchilla para bien de agarrar el camino de la Comisaría ¡claro!

-Se distingue que es algún ricacho, ¿no?

-¡Dese cuenta! ¡Mire usté cómo relumbra ese pretal! ¡Y hasta fiador tiene ese tordillo media sangre! ¿Y vio qué poncho más soberbio? ¡Parece que se ha tapado con una bandera! ¡Mire! ¡Mire! ¿Y no le parece a usté que viene herido en la cara?

-¡Y también en el brazo! ¿No ve que lo trae paralítico? ¿No ve que es con la misma mano de las riendas que en el restaño él se pasa el pañuelo?... Bueno, don, venga. Vamos a acogernos atrás de esos envases. Y si usté saca la cabeza para que lo vean sus compinches, y perdone, tenga la seguridá de que se la parto de un balazo.

-¡Esté tranquilo, señor! ¡Le soy franco, usté ni se imagina las cosas que están pasando abajo de esta frente!

Arrojó el apagado resto del pucho el Montés, recogió del suelo el sable y la daga del Recluta y, ocultado por los caballos, marchó tras su prisionero.

Igual a dueño de casa que, por el patio o la huerta, anda refistoleando en lo suyo, así el Carpincho tuvo que salir de la enramada: las manos a la espalda, muy inclinado hacia adelante.

Haciendo ambos trinchera con los cajones vacíos, se arrodillaron. Las imágenes de los caballeros evidenciaban ya hasta la broncínea botonadura.

-Sí, don, el de la izquierda es el Soldado Yacú, y el otro, el Distinguido Carao. Mire, le soy franco, a esos los hace apretar el gorro una brisa.

-¿Y el preso?

-Es el dueño de una quesería que se cerró la vez pasada. Dicen que anda ido de la cabeza,,, ¡Pero fijesé; no es que lo traigan herido; es que viene secándose y sonándose, a los llantos!

-¡Loco de atar! ¿Es por eso que en vez de tener el pañuelo con la mano libre lo lleva empuñao con las riendas?

En efecto, trotando delante de su impasible cortejo, muy abatido de cabeza, el ex-quesero, en la forma que acaba de revelarnos el Montés, no se sacaba el pañuelo de los ojos y de las narices, llorando a mares.

-¡Juí! ¡Juijuijuí! ¡J…!

Hacía ratos que lo llevaban así, era evidente, porque ya venía muy ronco. Y su tordillo, aunque vivaz todavía, denunciaba por el brillo que estaba tapado de sudor.

-¡Juí! ¡Juí! ¡Jujujui! -volvió a llegarles ya debilitado por la ronquera y el cansancio.

Desde su escondite, oyéndose recíprocamente la respiración, el matrero y su reciente aliado observaban. No los inquietó, por lo habitual, la paradita de orejas de las cabalgaduras cuando el grupo cruzó frente a la tan poblada enramada, desde donde también atiesó toditas las suyas la caballada civil. Menos los alarmó el que hacia ellos se desviaran las miradas de los dos enhiestos patibularios, pues pasaban indiferentes por encima de los cajones del refugio para dar en el ancho portal de la entrada, sobre cuyo dintel no era un misterio que enérgicas letras de imprenta decían: La Flor del Día; y que, más abajo, otras letras, más chicas, seguían con: Almacén de ramos generales. Fonda.

-¡Juí! ¡Jujuy!

Y pudo apreciarse cómo, vencido aquel momento de melancólico desfallecimiento, volvieron las miradas marciales a recobrar su impasibilidad y a fijarse otra vez en el horizonte, el cual retrocedía a cada avanzante brazada de los equinos, y así iba cediendo a la visual una población, nuevos ombúes, una manguera de piedra, otros montecitos…

-¡Flor de poncho!

-¡Sí, señor! Usté se lo saca al preso, lo pone en un asta… y queda usté de abanderao.

-Y el pobre les ha juido por entre algún talar…

-Sí, se lo ha hecho tiras que es un crimen.

-¡Y vea el tordillo; vea esas peladuras en los garrones! A ese infeliz ni son ellos, no, los que lo agarran, de no estar en la mente como usté dijo. ¡Caballo, le sobraba!

Meneó tristemente la cabeza el Recluta. Y los ojos fijos, no en el preso sino en el Soldado y el Distinguido -que ahora, y ya borradas por la distancia las carabinas, parecían trotar en el cortejo de un entierro- musitó:

-¡Pero no le digo que ser soldao es lo último!

-¡Sí, comprendo! ¡Sí, comprendo! Desemé vuelta, que le voy a desatar los brazos. ¡Sí, usté tiene más que razón!

-¿No le decía yo a usté… no se lo decía?

-Bueno, ahora desentumézcase y vamos a seguir juntos la guardia.

Un rumor distrajo la atención ya dispuesta, tal vez, a grandes expansiones. Y al mirar, como mordido, hacia atrás, el Montés se echó al suelo y ordenó simultáneamente:

-¡A tierra, compañero! ¡La partida se nos viene! ¡Nos ha ganao la retaguardia!

-¡Pah! -exclamó para sí, aunque fuera oído, el ya ex-Recluta.

¡Y con ese Comisario Tigre al frente!... ¡Ni la mismísima casualidá me salva de esta! ¡Y, bueno! ¡Ahora hay que meter para adelante!

Hecho saguaypé contra el suelo, el Montés se hacía cargo de la situación; pero con una calentura negra.

-Agarre sus armas, don. Arrastresé y gáneles de atrás a los envases. Ahora justito al revés hay que esconderse… ¡Es cosa grande, gran siete! ¡Ahora, es al revés!

Todas orejitas de la enramada se habían orientado hacia el metálico chapotear de tanto sable. Delante del marcial grupo, que no llegaba por el camino sino a campo traviesa, el Comisario Tigre, de tan inclinado, venía a medias oculto por el pescuezo de su estrellero lobuno. Era esa su manera habitual de sentarse en el recado. Pero aun para el conocedor de la costumbre, verlo a caballo, y sobre todo de repente, daba impresión.

Ya hemos dicho que mientras no fuera al pueblo a tomarse la medida para un nuevo uniforme de servicio, tenía que andar siempre de gala. Por eso, por la viva luz de aquel sol parecía que al lobuno se le había enhorquetado una llamarada. En pos, las carabinas en bandolera, llegaban el Cabo Pato, airoso en un overo rosado y, como palos de indiferentes, los Soldados Comadreja, en un gateado, Gato Pajero, en un picazo, Flamenco, en un tordillo, Águila, en un rosillo y el otro Cabo, el Cuzco Overo, en su rabicanito..

Igual que si una idea sobrevenida le hubiese hecho percusión y sacado chispas, la mirada del Montés brilló de pronto entre los párpados encapotados

-Vamos a dejarlos hacer. Y usté verá que se van a ensartar solitos. Dejelós que maneen y que entre, no más. ¿Y cómo se halla ese ánimo?

Pareció que era la voz de la tierra misma la que respondió, porque el ex-Recluta no levantó la cabeza:

-Como para que usté lo aprecie, don, y, después, diga.

-Amigo Carpincho, a hombres como usté no se le ponen dudas.

Y sin mirar a fin de no despegar la cara del suelo, la diestra del matrero, entreabriendo la gramilla al adelantarse, fue a estrechar la del nuevo fuera de la ley.

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