AUTOR
Y PERSONAJE EN LA ACTIVIDAD ESTÉTICA (10)
b) (3) Pero la creación estética no tiende a esta repetición permanente de
una vida vivida o posible, con los mismos participantes y en una misma
categoría, en la que realmente haya o hubiese pasado. Hay que anotar que con
esto nos estamos oponiendo al realismo o naturalismo defendiendo una transformación
idealista de la realidad en al arte, como podría parecer. Nuestro razonamiento
se ubica en un nivel totalmente distinto que la discusión entre el realismo e
idealismo. Una obra que transforme la vida de un modo idealista puede ser fácilmente
interpretada desde el punto de visto de la teoría expresionista, porque tal
transformación puede ser pensada en la misma categoría del yo, mientras
que una reproducción naturalista más exacta de la vida real puede ser percibida
en la categoría valorativa del otro, en tanto que vida de otro hombre.
Tenemos ante nosotros el problema de correlación entre el personaje y el
autor-espectador, a saber: ¿es la actividad estética del autor-espectador una
empatía con respecto al héroe, que tienda al límite de su coincidencia?; y, por
otra parte, ¿puede la forma ser comprendida desde adentro del héroe, en tanto
que expresión de su vida, que tienda hacia el límite de la autoexpresión
adecuada de la vida? Y hemos establecido que según la teoría expresiva, la
estructura del mundo hacia el cual nos lleva una obra de arte entendida de un
modo puramente expresivo (el objeto estético propiamente) es semejante a la estructura
del mundo de la vida tal como yo la vivo realmente y donde el héroe principal
que soy yo no está expresado plástica ni pictóricamente, pero igualmente semeja
a un mundo de la ilusión más desenfrenada acerca de uno mismo donde el héroe
tampoco está expresado y donde tampoco existe un entorno puro sino apenas un horizonte.
Más adelante veremos cómo la comprensión expresiva se justifica principalmente
con respecto al romanticismo.
El error radical de la teoría expresiva que lleva a la destrucción de la
totalidad estética propiamente dicha se vuelve sobre todo claro en el ejemplo
de un espectáculo teatral (representación escénica). La teoría expresiva
debería aprovechar el acontecimiento del drama en sus momentos propiamente
estéticos (o sea, como el objeto estético por excelencia) de la siguiente
manera: el espectador pierde su lugar fuera del acontecimiento y frente
a él, de la vida de los personajes del drama; en cada momento dado, vive a
través de uno de ellos y desde su interior su vida, ve con sus ojos la escena,
con sus oídos escucha los demás personajes, comparte con él todos sus actos. El
espectador no existe, pero tampoco existe el autor como participante
independiente y activo del acontecimiento; el espectador no tiene que ver con
este en el momento de la empatía, porque todo él está dentro de sus héroes, en
lo vivido empáticamente; tampoco existe el director de escena: este tan sólo ha
preparado la forma expresiva de los actores, facilitando con ella el acceso del
espectador a su interior; el director ahora coincide con los actores y no tiene
otro lugar. ¿Qué es lo que permanece? Desde luego, empíricamente permanecen los
espectadores que están en sus butacas y palcos, los actores en la escena y el director
emocionado y atento detrás de los bastidores, así como, probablemente, el
autor-hombre em algún palco. Pero todos estos no son los momentos del acontecer
estético del drama. Por desgracia, la teoría expresiva deja irresuelto
el problema de si se debe participar empáticamente sólo en la vida del
protagonista o en la de todos los demás por partes iguales; la última exigencia
es difícilmente realizable por completo. En todo caso, todas estas vidas
compartidas empáticamente no pueden ser unidas en un acontecimiento unitario y total
si no crea una posición y no casual fuera de cada una de ellas, la cual se excluye
por la teoría expresiva. El drama no existe, no existe el acontecer estético.
Este sería el resultado límite si se llevara a cabo la teoría expresiva (lo
cual no sucede). Puesto que no existe una total coincidencia entre el
espectador y el héroe, y entre el actor y su personaje, sólo nos enfrentamos a
un juego a la vida, lo cual se afirma como lo debido por un grupo de los
estéticos expresivos.
Aquí conviene tocar el problema de una verdadera correlación entre el juego
y el arte, excluyendo totalmente, por supuesto, el punto de vista genético. La
estética expresiva, que en su límite tiende a excluir al autor en tanto que
momento fundamentalmente independiente con respecto al héroe, limitando sus
funciones tan sólo a la técnica de la expresividad, en mi opinión llega a ser
más consecuente al defender la teoría del juego en una u otra forma, y si los
representantes más importantes de esta teoría no proceden así (Volket y Lipps),
es precisamente porque a precio de esta inconsecuencia salvan la verosimilitud
y la amplitud de sus postulados. Es la ausencia fundamental del espectador y
autor lo que distingue radicalmente el juego del arte. El juego no presupone,
desde el punto de vista de los mismos jugadores, a un espectador que se
encuentre fuera del juego, y para el cual se realizaría la totalidad del
acontecimiento representada por el juego; y en general, el juego no representa
nada, sino que imagina. Un niño que juega a ser jefe de bandidos vive desde
dentro de su vida su bandido, con ojos de bandido ve pasar a otro niño que
juega a ser viajero, su horizonte es el del bandido que quiere representar; lo
mismo sucede con sus compañeros de juego: la actitud que cada uno de ellos
tiene hacia el acontecimiento de la vida en que juegan -el asalto de los
viajeros por los bandidos- es tan sólo el deseo de participar en él, de vivir
esta vida como de sus participantes: uno quiere ser bandido; otro, viajero;
otro más, policía, etc., y su actitud hacia la vida en tanto que deseo de
vivirla él mismo no es una actitud estética frente a la vida; en este sentido,
el juego se asemeja a una ilusión acerca de uno mismo y a una lectura no
artística de una novela, cuando vivimos empáticamente a un personaje para
revivir en la categoría de su yo su existencia y su interesante vida, es
decir, cuando sólo estamos soñando bajo la dirección del autor, pero esto no es
un acontecimiento estético. El juego efectivamente empieza a aproximarse al
arte, y precisamente a una acción dramática, cuando aparece un nuevo
participante imparcial: el espectador, quien empieza a admirar el juego de los
niños desde el punto de vista del acontecimiento total de la vida que este
juego representa, al contemplarlo estéticamente y en parte recrearlo (como una
totalidad con un significado estético, pasando a nuevo plano estético); sin
embargo, con esto el acontecimiento inicial se transforma, enriqueciéndose con
un momento fundamentalmente nuevo que es el espectador-autor, con lo cual se
conforman también todos los demás momentos del acontecimiento, formando una
nueva totalidad: los niños que juegan se convierten em héroes, es decir, frente
a nosotros no está el acontecimiento del juego, sino el acontecimiento
dramático rudimentario. Pero el acontecimiento se vuelve a transformar en el
juego cuando el participante, al negar su postura estética, y entusiasmado por
el juego como por una vida interesante, participa él mismo como otro viajero o
como un bandido, pero ni siquiera esto es necesario para anular el
acontecimiento artístico; es suficiente que el espectador, permaneciendo
empíricamente en su lugar, participe empáticamente con uno de los jugadores y
viva con este desde el interior la vida imaginada.
Así, pues, no hay momento estético que sea inmanente al juego mismo; este
momento sólo puede ser aportado por una espectador que observe de una manera
activa, pero el juego mismo, y los niños que lo llevan a cabo, nada tienen que
ver con ello, y en el momento del juego les es ajeno su valor propiamente
estético; al convertirse en “héroes”, ellos, quizá, se sentirían como Makar
Dévushkin (de Pobre gente, de Dostoievski) que fue profundamente herido
y ofendido al imaginar que fue a él a quien Gógol había representado en El
capote, porque de repente vio en su persona al protagonista de una obra
satírica. Entonces: ¿qué tienen en común el juego y el arte?
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