20 / LA VIUDA
En el coche sanitario se está muriendo Sheveliov, el jefe de regimiento. A
sus pies está sentada una mujer. La noche, iluminada por el resplandor de los
cañonazos, desciende sobre el agonizante. Lievka, el cochero del comandante de
la división, calienta la sopa en una cacerola. La mata larga y cosaca del pelo
de Lievka cuelga por encima de la hoguera y se oye entre los arbustos el ruido
de los caballos maneados. Lievka revuelve con una rama el contenido de la
marmita y le dice a Sheveliov, tendido en el carro:
-Yo, camarada, he trabajado en la ciudad de Temyruk como corredor de
obstáculos y como atleta de peso ligero. Las ciudades pequeñas, claro, resultan
aburridas para las mujeres, y por eso apenas me veían las muchachas rompían el
hielo… “Lev Gavrilich, no nos rechace un aperitivo a la carte. Mire que
el tiempo pasa y no regresa…” Fui con una de ellas a una taberna. Pedimos dos
raciones de ternera, una botella de aguardiente y estábamos allí muy tranquilos
los dos mientras bebíamos. Entonces veo que se me acerca un señor, limpio y
bastante bien trajeado. Me doy cuenta que tiene una gran imaginación y un
pequeño vaso sanguíneo en la nariz.
“Perdone -me dice- quisiera saber de qué nacionalidad es usted.
“¿Cómo se le ocurre -pregunto yo- molestarme acerca de mi nacionalidad,
cuando estoy en compañía de una dama?
Y él me responde:
“¿Qué clase de atleta es usted? Con tipos como usted en la lucha francesa
hacemos alfombritas en un instante. Demuéstreme su nacionalidad…”
Yo sigo sin hacerle caso…
“No conozco ni su nombre ni su apellido” -dije-. ¿A qué viene ese desafío
que no puede conducir más que a que uno de los dos caiga enseguida o, dicho con
otras palabras, exhale su último suspiro?”
-¡El último suspiro! -repite entusiasmado Lievka y levanta las manos al
cielo rodeado por la noche, como de un nimbo.
Un viento incansable, el viento puro de la noche, canta, se llena de
sonidos y conmueve el alma. Las estrellas brillan en la oscuridad como anillos
de boda y caen sobre Lievka, se le enredan en el pelo y se apagan en su melena.
-Liev -murmura de pronto Sheveliov con sus labios amoratados-, ven aquí. El
oro es para Shaska, los anillos, los arreos del caballo, todo es para ella.
Hemos vivido lo mejor que pudimos. Quiero recompensarla. Los trajes, los calzoncillos,
la condecoración al egoísmo inquebrantable, mándalo a Terek, a mi madre.
Mándaselo con una carta y escribe: “El comandante te envía su último saludo, no
llores. La casa es para ti, madre, vive en ella. Si alguien te molesta ve a ver
a Budionni y le dices: ‘Soy la madre de Sheveliov…’ El caballo Abramka se lo
dejo al regimiento en recuerdo de mi alma…
-Lo del caballo lo entendí -murmura Levka y se frota las manos-. ¡Shaska!
-le dice a la mujer- ¿oíste lo que dijo? Contesta delante de él si vas a darle
a la vieja lo suyo o no.
-¡Su madre que se vaya al infierno! -contesta Sashka y se va hacia el
matorral envarada como un ciego.
-¿Vas a entregarle su parte a la madre? -Lievka la alcanza y la agarra por
el cuello-. Dilo delante de él.
-Sí, se la daré. Déjame.
Y una vez arrancada esta confesión, Lievka quieta el cacharro del fuego y
echa el caldo en la boca abierta del moribundo. La sopa se derrama por la cara
de Sheveliov, la cuchara tintinea contra sus dientes brillantes y las balas
cantan cada vez más fuerte en los densos espacios de la noche.
-Disparan con fusil, esos canallas -dice Lievka.
-Ya conoces a esos lacayos -dice Sheveliov-. Con esas ametralladoras nos
destrozan el flanco derecho.
Con los ojos cerrados, solemne como un muerto sobre la mesa del velatorio,
Sheveliov se puso a escuchar el combate. A su lado Lievka comía su carne,
masticando con ruido. Cuando terminó, se relamió y se fue con Sashka a un lugar
del terreno más alejado.
-Sashka -le dijo tembloroso, eructando y haciendo gesto-, Sashka, como
delante de Dios te digo: todo está lleno de pecado… Sólo se vive y se muere una
vez. No te resistas, yo te lo compensaré, aunque sea con mi propia sangre… El
tiempo de él se ha terminado, Sashka, pero el tiempo de Dios no tiene fin…
Se sentaron en la hierba. Una luna indolente apareció detrás de las nubes y
se detuvo sobre la rodilla desnuda de Sashka.
-Ustedes se calientan -murmuró Sheveliov- y mientras, el enemigo se ha
lanzado contra la división catorce.
Lievka jadeaba y se sentían crujidos en el matorral. La luna brumosa vagaba
por el cielo como un mendigo. A lo lejos relampagueaba la artillería. Los
tallos susurraban sobre la inquieta tierra y las estrellas de agosto caían
sobre la hierba.
Luego Sashka volvió a su puesto. Cambió las vendas del herido y levantó la
linterna para mirar la herida que se gangrenaba.
-Te irás mañana -dijo Sashka secando el sudor frío de Sheveliov-. Te irás
mañana. Llevas la muerte en las tripas…
En ese momento una compacta y sonorosa explosión se abatió sobre la tierra.
Cuatro nuevas brigadas, enviadas el combate por el mando unificado del enemigo,
lanzaron su primer obús sobre Busk, rompiendo nuestras comunicaciones e
incendiando toda la comarca que divide el río Bug. Dóciles llamaradas se
levantaron sobre el horizonte, y los pesados pájaros del bombardeo alzaron
vuelo sobre el fuego. Busk ardía y Lievka voló por el bosque en el tambaleante
carro del comandante de la sexta división. Tiraba con fuerza de las riendas
rojas y golpeaba los troncos al pasar con las ruedas pintadas del carruaje. El
carro pequeño donde yacía Sheveliov volaba detrás de él. Sashka conducía los
caballos, que se salían de sus arreos.
Así llegaron a la linde del bosque donde estaba la enfermería de campaña.
Lievka desenganchó los caballos y partió a buscar al enfermero jefe para
pedirle una manta. Atravesó el bosque lleno de carros. Entre ellos se veían los
cuerpos de los enfermeros y un alba tímida se aventuraba sobre las pieles de
oveja de los soldados dormidos. Sus botas aparecían desperdigadas aquí y allá,
los ojos vueltos al cielo y las bocas abiertas como agujeros negros.
Lievka volvió con una manta a donde se encontraba Sheveliov, lo besó en la
frente y lo cubrió de la cabeza a los pies. Entonces Sashka se acercó al coche.
Se anudó el pañuelo bajo el mentón y se sacudió las briznas de paja de su
vestido.
-Mi Paulik -dijo- ¡Jesús mío! -Y se arrojó sobre el muerto con su cuerpo
enorme.
-Está sufriendo -dijo entonces Lievka, es normal, de alguna manera fueron
felices. Ahora, para su desgracia, tendrá que volver a pasar bajo todo el
escuadrón… No es plan. -Y siguió su camino hacia Busk, donde se había
establecido la sexta división.
Allí, a diez verstas de la ciudad, se combatía contra los cosacos de
Sanikov. Los tránsfugas luchaban bajo las órdenes del capitán Yakovlev, que se
había pasado a los polacos. Combatían valerosamente. El comandante de la
división estaba con el ejército desde hacía cuarenta y ocho horas, y Lievka, al
no encontrarlo en el estado mayor, volvió a la granja que se le servía de
alojamiento, lavó los caballos, arrojó agua sobre las ruedas del carro y se
acostó en el granero. El lugar estaba lleno de heno fresco y perfumado. Lievka
durmió y luego se sentó a comer. La patrona le hirvió unas papas aliñadas con
cuajada. Estaba comiendo cuando sonó en la calle el clamor fúnebre de las
trompetas y el ruido de muchos cascos. Un escuadrón pasaba con sus trompetas y
sus estandartes por la tortuosa calle galitziana. El cuerpo de Sheveliov,
cubierto de banderas, yacía sobre una cureña. Sashka iba a caballo detrás del
féretro y desde las últimas filas de jinetes se oía una canción cosaca.
El escuadrón pasó por la calle principal y dobló hacia el río. Entonces
Lievka, descalzo y sin gorra, se precipitó tras el destacamento y agarró por la
brida el caballo del jefe del escuadrón.
Ni el comandante de la división, que se había detenido para rendir homenaje
a los restos mortales de Sheveliov, ni su estado mayor, oyeron lo que Lievka le
dijo al jefe del escuadrón:
-Los calzoncillos… -el viento nos traía retazos de sus palabras- la madre
que vive en el Terek… -eran los sonidos incoherentes de Lievka que oímos.
El jefe del escuadrón, sin escuchar el resto, le hizo soltar la brida y
señaló a Sahka con la mano. La mujer movió la cabeza y siguió adelante.
Entonces Lievka saltó sobre la silla de Sashka, agarró a la mujer del pelo, le
echó la cabeza hacia atrás y le asestó un golpe de puño en plena cara. Sashka
se limpió la sangre con su falda y siguió adelante. Lievka se dejó caer de la
silla, echó para atrás su largo penacho cosaco y se ató una bufanda roja en las
caderas. Las estridentes trompetas siguieron guiando al escuadrón hacia
adelante, hacia la resplandeciente línea del Bug.
Luego volvió Lievka -el fiel cochero del comandante- y con los ojos
brillantes, nos gritó:
-La he puesto de vuelta y media. Me dijo “Mandaré las cosas a su madre
cuando me venga bien. Para guardar su memoria, no te necesito a ti”. Entonces
no la olvides, piel de víbora… Y si la olvidas por segunda vez, yo te lo haré
recordar.
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