miércoles

OCÉANOS DE NÉCTAR (LA NOVELA CAPITAL DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA) 10 - TARIK CARSON


SIETE

En la sección siguiente, cuando entró Procardus y cerró la puerta, el doctor sintió algo diferente que emanaba del extraño hombre. Una determinación, con algo desesperado, con algo sin consuelo. Procardus miró largamente al doctor sin decirle nada, y por un momento el doctor sintió miedo de los ojos de pez fijos en su rostro.

-Estuve leyendo acerca de las enfermedades mentales -dijo tomando asiento en el diván.

-¿Cree que está enfermo?

-¿Por qué no me lo dijo nunca? La posibilidad…

-No podría decirle si está enfermo tan pronto. Además, usted no es un esquizofrénico.

-¿Tiene esa certidumbre?

-Es mi profesión. Así que, ¿por qué no deja que dictamine yo qué le pasa?

-¿Ha obtenido un pronóstico? No puedo estar mucho tiempo sin saberlo.

-Ahora pienso en los símbolos. Los sueños que tuvo son muy expresivos. Además, considere que usted tiene una tarea muy especial. Nada común diría. Como la del médico, supongo, difícil de sobrellevar.

-Ajá… Es como si yo descubriera algo ¿verdad? Supongamos, la caja de Pandora del horror, por ejemplo.

-Yo asociaría, por ahora, su oficio. Su don para cautivar en su oficio. Su lucha contra la corriente, tal vez. También la visión de otro mundo mejor. El ensueño simbólico, El mundo abandonado, el viaje a lo peor. Lo peor sería su oficio. Tal vez, no soporte la tensión. Y es como si la conciencia le hablara rebelándose…

-¿Y mi… ensueño? ¿Cómo lo explica?

-Realmente, usted debe explicárselo. Es un remanso para usted. Significa su ansia de paz, tal vez. No creo que tenga otra connotación. Es un sueño persistente, simbólico, como todos, y que perdura en la vigilia.

-¿Y los ovoides, y los seres idénticos a mí?

-Quizá fueron sus colegas, que en el ensueño usted asemeja a su propia figura. Iban uniformados. Y los ovoides pueden significar… naves de guerra, de exterminio. Reinan sobre un mundo devastado, desierto, silencioso, al que se observa por última vez.

-Lo repito -dijo Procardus-. ¿Ha tenido un caso como el mío?

-Nunca. Lo cual no determina absolutamente nada.

Hubo un largo silencio. El doctor Pigot no supo luego por qué dijo:

-¿Quién es usted?

-El coronel Procardus, del SIS.

-No, no. Le pregunto ¿quién cree usted que es a la vez? En esos momentos… Creo que usted lo sabe. Tiene que sospecharlo. Sin duda es un genio en su trabajo. Dígamelo.

-Como una locura fantástica. Una locura nueva para la ciencia. ¿Realmente, querrá usted escucharlo?

-Naturalmente, es mi trabajo.

-Temo por usted, a pesar de mi locura.

-Creo que puedo arriesgarme, por supuesto.

-Bueno… Necesito decírselo a alguien… Supongamos que existió otro lugar, otro mundo de tecnología avanzadísima. Pero, ese mundo llega a su fin y sus habitantes deben emigrar. Tienen el poder de viajar y romper las barreras de la distancia y el tiempo. Han dominado la vida al punto de postergar la muerte… La sabiduría y este hecho los hace escasos. Se pueden trasladar fácilmente de un lugar a otro del espacio, con sigilo, diría. Hasta podrían vivir en la misma Tierra, o acá en Marte, sin que jamás los detectaran. Sería muy fácil. Imagínese las inmensidades oceánicas, la soledad de los Andes o del Himalaya, la seguridad de los polos…

Procardus miró al doctor.

-¿Vuelo demasiado?

-Prosiga, por favor.

-Les convendría tener a algunos miembros entre los pobladores vernáculos, por ejemplo…

Hubo un largo silencio, y los hombres se miraron fijamente. El doctor Pigot se dijo que todo estaba bien, pero de repente sintió una inefable inquietud. Este sentimiento, fuertísimo, lo hizo temer algo… Trató de reponerse con una sonrisa.

-Pero, tal vez -dijo, llevando su mirada a la punta de su antigua lapicera de oro-. Tal vez, esos hipotéticos seres no podrían fingir, y no soportarían los rasgos de vida bárbara en la Tierra.

-Los seres serían entrenados especialmente. Se les borraría la memoria racial. Se les dejaría ciertas virtudes para obtener ventajas comparativas en las tareas a desarrollar en la Tierra. Naturalmente, irían a puestos claves. Nadie podría detenerlos.

-Extraordinario -dijo Pigot-. Pero, en ciertos casos, la amnesia inducida podría rasgarse…

-Quizá. Encaja bien, ¿verdad?

-¿Y su profesión, sería oportuna?

-Más que oportuna. Salvo por el hecho de tener que lucrar también con el suplicio ajeno… ¿Entiende? Sólo así se comprende que me haya sentido cada vez peor, luego de los sueños…

-Estaría en una posición clave. En Información.

-Naturalemnte.

-Pero habría algo de verdugo en usted; es decir, en ese supuesto ser. Que no lo veo en usted, de veras.

-Ese ser sería, al fin, un ángel exterminador, desde cierto punto de vista humano.

Pigot sonrió.

-Según cómo se lo mire. Me parece usted una buena persona.

-No me cree. O sí, sí, me cree. ¿Me cree, verdad?

-No lo sé ahora. Francamente, me ha sugestionado… Lo confieso. No sé si vamos bien por ese camino. Tendría que pensar en ese relato y sus símbolos posibles. Me da la impresión de que yo soy el que estoy en sus manos. Condenado… o algo semejante.

El doctor volvió a sonreír.

-No sé por qué -Procardus lo volvió a mirar fijamente y Pigot sintió de nuevo el frío que le corría por la médula.

-Tranquilícese -agregó Procardus.

-Es que su profesión…

-Sí, sí, se lo advertí… Pero yo no sería de acá, ¿entiende? No sería de acá. No sería un torturador y un asesino con una fachada y un grado respetables.

-Si así fuera, usted estaría en mis manos. ¿No temería así, un ser como el que ha descrito usted?

-¿Y quién lo creería? Además, he prestado grandes servicios, ¿entiende?

Pigot sonrió sin contestar.

-Lo podemos todo en la oficina. Somos dueños de vidas y bienes. Hacemos lo que se nos antoja. Manejamos a placer los fondos del Sistema sin que nadie se atreva a preguntarnos lo más baladí. Tenemos toda la mejor tecnología, sin restricciones. Nos protegemos, y… usted sabe… Todo esto sin que casi nadie sepa. Y si alguien lo contara en público, el público se negaría a creerlo… Nos creerían a nosotros. Siempre ha sido así…

-Claro. Claro que lo sé -dijo el doctor sonriendo. Lentamente le colocó el capuchón a la lapicera. Agregó sin mirar al otro: -Al fin, creo que usted no necesitará más de mis servicios. Tal vez.

-No lo sé ahora. Después de todo, no habrá creído en todo lo que le conté. ¿O sí?

-Oh, señor Procardus, por supuesto que no.

-Por supuesto, sé que usted no creería… Nadie lo creería.

Hay ciertas razones, ¿no?

-Sí, sí, las hay. Creo que al fin solamente necesitaba hablar con alguien. He estado algo solo, demasiado tiempo solo quizás.

El apretón de manos duró más de lo habitual y, en ese momento, el doctor Pigot se sintió extraordinariamente tranquilo. Pero, al retirarse el coronel, lo poseyó una extraña inquietud que devino en chuchos de frío. Vomitó en el baño a oscuras. Llamó a la señora Meimi y le dijo que no atendería más aquel día. Se tiró en el diván y demoró un buen rato en calmarse, cubriéndose los ojos con el antebrazo. Dormitó, al fin, un tiempo indefinido, hasta que sintió que una mano le acariciaba el estómago. Era una mano suave y cálida, de uñas cuidadas y armoniosas.

-¿Qué hora es?

-No son las cinco aun… Tenemos hasta las seis… ¿Te ocurre algo?

-Hoy no, hoy no -dijo el doctor y la apartó con el antebrazo.

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