miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (64)


La pulpería (19)


Una vez que retiró de la silla el sable, y que se lo colgó, el Recluta tomó asiento al borde de la cama. Cual la cabeza de quien se pone a pensar en cómo fue que empezó el mundo, así estaba la suya de hecha un barullo al colocarse las espuelas.

-¿Pero qué me quiso decir él cuando me hizo las patentes señas para el otro cuarto? ¿Pero y él no me aprobó que le hiciera un dentre a la damajuana? Y cuando… acostó… la mano… en la cara…

Se enderezó con alarma. Y atendió a que volviera a caer al estómago lo que de nuevo quería ventanear por el gañote. Con la boca como con llave abandonó el cuarto haciendo eses, sin cuidarse ya más del ruido del sable y de las espuelas.

En la enramada, la vista dominando los cuatro puntos cardinales, el Gato Montés quedó de pronto con el yesquero en la mano y sin chocar la piedra, todo oídos, al escuchar una sonoridad marcial que llegaba como por detrás de la pulpería. En seguida, manteniendo sin encender el cigarro en la boca, llevó la mano a una de las pistolas, la alzó delante de él, y salió al encuentro del rechoncho Recluta, quien aparecía por el fondo de la edificación dándole a la gruesa pared de piedra unas pechadas que sonaban. Como traía tan gacha la floja cabeza, recién se detuvo el miliciano cuando, ya a unas varas, el matrero, en voz más que baja, pero terminante, le dio el ¡Alto!

A modo de quien con delicadeza va soplando, soplando en la punta de dos pajitas sendas pompas de jabón, así se le fueron poniendo los ojos al Recluta… hasta que, de golpe, se le bajaron los párpados e hipó duramente. Entonces el Gato Montés, que lo observaba impasible, enfundó presuroso su pistola y, retirándole, por las dudas, el cuerpo al accidentado, con diligencia se dispuso a atenderlo, empezando por sostenerle la frente.

-¡Pero usté ha comido y ha chupao, que tiene una fonda adentro!

-Es que… facilité mucho la cosa… ¡y apuré!

El Carpincho no atendía más que a desagotarse. Pero el Montés vigilaba el efecto de los espasmos. De manera que, cuando lo consideró oportuno, soltó la helada frente del Recluta, retrocedió un paso, hizo chispear su yesquero, encendió el cigarro y, al guardar rollo y pedernal, otra vez le volvió a aparecer en la mano la pistola para, otra vez, abocársela al Recluta.

-Bueno, amigo -le dijo como si hablase el mismo hielo- ahora ya usté está que es otro, y me va a explicar el motivo de su presencia y qué órdenes son las que tiene.

En el fondo, debemos decirlo, el Carpincho no era de arrear con el poncho. Mas, en el fondo, también, había quedado del estómago que ya no se le importaba ni del propio Coronel Jefe Político. Asimismo, para acentuar el extravío, se sentía agradecido a la eficiente solicitud del que empuñaba la pistola. Así que, entre escupidas, en cada vez más familiar tono de confidencia, le contó todo con pelo y señales. Cuando terminó:

-Está bien, amigo -dijo el matrero-. Entreguemé sus armas y desemé por prisionero.

Aquí sí que se pasmó el Recluta. Ahora, por fin, se estaba haciendo cargo de su situación. Y advirtió en la dura mirada del Montés, y en los ojos fijos de los caños de la pistola, que no podía hacer otra cosa que obedecer a lo ciego.

Se quitó el correaje con el sable y la vacía canana, se quitó la daga…

-¡Pucha! -exclamaba meneando la cabezota hasta la mitad tapada por su quepis- ¡esto que me pasa a mí es una vergüenza!

-¡No, compañero! -respondió como hincado por una espina el matrero mientras, sin dejar de apuntarle, retrocedía un paso para, agachándose y alzándose con rapidez, dejar en el suelo las enemigas armas-. No, señor, esto hoy le toca a usté, y mañana es a mí al que le toca. Pero, creameló, aquí el que va ganando holgao es usté. De su vida, yo respondo; y por la mía… nadie será capaz porque estoy fuera de la ley.

-¿Cómo? ¿No me diga?

-¿Y usté cree por un casual que voy a andar haciendo por gusto cosas como las que hago con usté?

Al mismo tiempo que se cercioraba si el prisionero ocultaría armas debajo de la ropa, su destellante mirada registraba el horizonte. Y, a un tiempo mismo, dudaba entre atar allí no más al Recluta o, previamente, acercarlo a la enramada. El ojo del lado del cigarro estaba cerrado, tanto por el humo como por el esfuerzo de su pensar.

Mientras, una nueva preocupación había asaltado al prisionero.

-Bueno, mire, le voy a ser franco -se resolvió a decir-; por mí, ya lo está usté viendo, no va a llegar nadie de la Comisaría. Pero ahí anda, con su partida como maleta de loco, el Sargento Cimarrón. Y capaz que cae aquí a hacer mediodía, porque es muy comodón; y no es lo mismo que a uno lo conviden a comer en un rancho que en una pulpería como esta, que es un lujo.

-Se agradece la prevención. Sí, aquí no nos vamos a poder sostener mucho rato, le calculo. Marche adelante, hasta su caballo. ¡No trompiece!... ¡Guarda la bosta! ¡Haga alto…! ¡Dese vuelta! ¡Pero mire qué casualidá! ¡Habían estado juntitos mi gateao y su malacara! Porque en ese malacara lo filié a usté cuando llegaron, ¿no?

Aunque el prisionero no miraba el suelo, había ido avanzando con la cabeza cada vez más abatida. Al detenerse en el cobertizo, y mientras el Montés, siempre apuntando a su presa, con el brazo libre hacía retirar un poco los caballos para no quedarles peligrosamente entre las patas, el Recluta, sin ver a su custodia porque se hallaba en retaguardia, reconfió animando la vista y como hablándole al campo, pues era lo único que tenía enfrente.

-Mire, don, le voy a ser franco, ¿sabe lo que estoy pensando?

-Si no lo dice, difícil -le resonó a las espaldas.

El Gato Montés había enfundado su pistola y, por detrás del recluta, ya estaba ligándole los brazos con un sobeo.

-Mire, usté quién sabe lo que se va a pensar… pero ¿quiere creer que estoy con ganitas de decirle si no me lleva?

-¿Pa dónde?

-Con usté y los de su pandilla.

Como mordido se estremeció de enojo el Montés al oír al calificativo.

-¡Usté confunde, caray! ¡Yo no soy de andar en pandilla! Yo me he juntao con un buen amigo que se ha desgraciao como yo y tantos, y que es una seda de persona. ¿Muy fuerte está la ligadura?

-¡No, señor, valiente!... Y entonces es una lástima. Porque, le voy a ser franco, estar de milico ¡es lo último!

-Eso lo sabrá usté… ¡Mire! ¡Mire! ¿Y qué es esa polvadera?

Miró el Recluta para donde el otro le señalaba. Y de los pies le brotó un trinar estrepitoso porque empezó a patear el suelo con peligro de despuntar las nazarenas.

-¡La partida, en fija! ¿No se lo dije? ¡Metalé, don! ¡Avísele a su compañero… y a Don Juan… y a todo el mundo, si quiere! Y, antes, maneemé, no más, señor, para que esté tranquilo de que no juya.

-¡Me basta su palabra!

Entre el chasquido de sus espuelas, el Gato Montés corrió hacia la pulpería, la cabeza ladeada por no sacar los penetrantes ojos de la nubecilla ya en descenso por una apacible loma, y dentro de la cual tres jinetes se hacían cada vez más ostensibles. Sostenía el matrero la pistola en una mano; pero en la otra, que con premura había metido el ya casi pucho en la boca, alargaba ahora tamaño facón de S en el gavilán.

Cuando iba a llegar al portal, el Montés se paró en seco, permaneció un instante indeciso, envainó, volvió la pistola a la canana… y regresó a toda prisa a donde estaba su prisionero, que se había escondido atrás de los caballos como si también él se hallase con delito y peligrara. Y el matrero quedó con la mirada hecha lezna sobre los que se aproximaban.

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