miércoles

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 28


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Nuestra mejor profesora era la de Inglés, la señorita Gredis, una rubia de nariz larga y afilada. No era una nariz perfecta, pero si le mirabas el resto del cuerpo ni siquiera te dabas cuenta. Usaba vestidos ajustados con grandes escotes, zapatos negros de taco alto y medias de seda. Tenía un cuerpo de serpiente rematado por unas largas y hermosas piernas. Y se sentaba atrás de su mesa nada más que cuando pasaba la lista. Después se ubicaba en un pupitre vacío que había en la primera fila, con las piernas cruzadas y la falda muy alta. Nosotros nunca habíamos visto unas caderas, unas piernas y unos tobillos como esos. Bueno, Lilly Fischman también estaba muy bien, pero era apenas una adolescente crecidita, mientras que la señorita Gredis ya era una mujer en flor. Y la podíamos ver todos los días durante una hora completa. No había un solo chiquilín de la clase que no se entristeciera cuando sonaba el timbre del final de la clase de Inglés. Y nos pasábamos hablando de ella.

-¿A vos te parece que quiere que se la cojan?

-No, lo único que le gusta es calentarnos. Ella sabe que nos enloquece.

-Yo sé dónde vive. Una noche voy a ir a visitarla.

-¡No te dan los huevos para eso!

-¿Ah, no? ¡Me la voy a cojer hasta sacarle mierda de las tripas! ¡No ves que nos está pidiendo eso!

-Un amigo que está en octavo me dijo que una noche fue a la casa.

-¿Y? ¿Qué pasó?

-Ella le abrió la puerta en camisón y se le veían casi todas las tetas. Mi amigo le dijo que se había olvidado de cuáles eran los deberes que le había mandado y ella lo hizo entrar.

-¿Y no pasó nada?

-No. Ella le preparó un té, le explicó cuáles eran los deberes y él se fue.

-¡Si me hace pasar a mí se la meto de verdad!

-¡¿Ah, sí? ¿Cómo?

-Primero se la metería por atrás. Después le chuparía la concha, le frotaría la verga contra las tetas y la obligaría a que me la chupara.

-No sueñes, pelotudo pedante. ¿Alguna vez te acostaste con alguien?

-Claro, carajo. Me acosté varias veces.

-¿Y cómo fue?

-Viscoso.

-¿No podías acabar, eh?

-Terminé mojando todo. Era interminable.

-Me parece que lo que te mojaste fue la mano.

-¡Ja ja ja!

-¡Ah, ja ja ja!

-¡Ja ja!

-¿Te enchastraste toda la mano, no?

-¡Vayan a hacerse dar por el culo!

-No creo que ninguno de nosotros se haya acostado con una mujer -dijo uno de los muchachos.

Hubo un silencio.

-Las pelotas. Yo me acosté por primera vez a los siete años.

-Eso no es nada. Yo me acosté a los cuatro.

-Claro, Red. ¡Te acostaste cuando estabas en la cuna!

-Me acosté con una nenita abajo de casa.

-¿Y se te paró?

-Por supuesto.

-¿Y acabaste?

-Claro. Me salió un chorro.

-Sí. Le measte la concha, Red.

-¡Las pelotas!

-¿Cómo se llamaba la nenita?

-Betty Ann.

-¡Coño! -dijo el que aseguraba que se había costado a los siete años. -La mía también se llamaba Betty Ann.

-Flor de puta -dijo Red.

Un precioso día de primavera la señorita Gredis estaba sentada en el pupitre con la falda más subida que nunca y aquello era terrible, hermoso, maravilloso y obsceno. Esas caderas y esas piernas nos tenían hechizados. Era algo increíble. Baldy estaba sentado al lado mío y se inclinó para darme tinguiñazos en la pierna.

-¡Está batiendo todos los récords! -murmuró. -¡Mirá! ¡Mirá!

-¡Dios mío! -dije. -¡Callate o se va a terminar sacando la pollera!

Baldy dejó de darme golpecitos y yo esperé. La señorita Gredis no se dio cuenta de nada. La falda siguió más subida que nunca. Fue un día glorioso. No había ningún chiquilín de la clase que no estuviera en palo y la señorita Gredis nos seguía hablando. Estoy seguro de que ninguno de los muchachos le escuchaba una sola palabra. Y las chiquilinas se miraban entre ellas como diciendo que a aquella puta se estaba pasando. La señorita Gredis se estaba pasando de verdad. Era como si allí arriba no hubiera una concha sino algo muchísimo mejor. Esas piernas. El sol caía desde la ventana sobre esas piernas y esas caderas y hacía brillar toda aquella seda tan ajustada. La falda estaba tan alta, tan subida, que todos rezábamos para que se le viera la bombacha, para poder ver algo. Jesucristo, era como si el mundo se acabara y volviera a empezar y volviera a acabarse, todo parecía real e irreal, el sol, las caderas y la seda, tan suave, tan cálida, tan fascinante. Ahora vibraba la clase entera. Los ojos se nos empañaban y volvían a aclararse y la señorita Gredis seguía sentada como si no pasara nada y seguía hablando como si todo fuera absolutamente normal. Y era por eso que aquello nos parecía tan fantástico: porque ella hacía de cuenta que no pasaba nada. De golpe fijé los ojos en mi pupitre y vi los poros de la madera ampliados como si cada veta fuera un remolino líquido. Después volví a mirar las piernas y las caderas, enojado conmigo mismo por haberme perdido algo cuando desvié los ojos.

Entonces empezó aquel sonido: bump, bump, bump, bump…

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