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Nuestra mejor profesora
era la de Inglés, la señorita Gredis, una rubia de nariz larga y afilada. No
era una nariz perfecta, pero si le mirabas el resto del cuerpo ni siquiera te
dabas cuenta. Usaba vestidos ajustados con grandes escotes, zapatos negros de
taco alto y medias de seda. Tenía un cuerpo de serpiente rematado por unas
largas y hermosas piernas. Y se sentaba atrás de su mesa nada más que cuando
pasaba la lista. Después se ubicaba en un pupitre vacío que había en la primera
fila, con las piernas cruzadas y la falda muy alta. Nosotros nunca habíamos visto
unas caderas, unas piernas y unos tobillos como esos. Bueno, Lilly Fischman
también estaba muy bien, pero era apenas una adolescente crecidita, mientras
que la señorita Gredis ya era una mujer en flor. Y la podíamos ver todos los
días durante una hora completa. No había un solo chiquilín de la clase que no
se entristeciera cuando sonaba el timbre del final de la clase de Inglés. Y nos
pasábamos hablando de ella.
-¿A vos te parece que
quiere que se la cojan?
-No, lo único que le
gusta es calentarnos. Ella sabe que nos enloquece.
-Yo sé dónde vive. Una noche
voy a ir a visitarla.
-¡No te dan los huevos
para eso!
-¿Ah, no? ¡Me la voy a
cojer hasta sacarle mierda de las tripas! ¡No ves que nos está pidiendo eso!
-Un amigo que está en
octavo me dijo que una noche fue a la casa.
-¿Y? ¿Qué pasó?
-Ella le abrió la puerta
en camisón y se le veían casi todas las tetas. Mi amigo le dijo que se había
olvidado de cuáles eran los deberes que le había mandado y ella lo hizo entrar.
-¿Y no pasó nada?
-No. Ella le preparó un
té, le explicó cuáles eran los deberes y él se fue.
-¡Si me hace pasar a mí
se la meto de verdad!
-¡¿Ah, sí? ¿Cómo?
-Primero se la metería
por atrás. Después le chuparía la concha, le frotaría la verga contra las tetas
y la obligaría a que me la chupara.
-No sueñes, pelotudo
pedante. ¿Alguna vez te acostaste con alguien?
-Claro, carajo. Me acosté
varias veces.
-¿Y cómo fue?
-Viscoso.
-¿No podías acabar, eh?
-Terminé mojando todo. Era
interminable.
-Me parece que lo que te
mojaste fue la mano.
-¡Ja ja ja!
-¡Ah, ja ja ja!
-¡Ja ja!
-¿Te enchastraste toda la
mano, no?
-¡Vayan a hacerse dar por
el culo!
-No creo que ninguno de
nosotros se haya acostado con una mujer -dijo uno de los muchachos.
Hubo un silencio.
-Las pelotas. Yo me
acosté por primera vez a los siete años.
-Eso no es nada. Yo me
acosté a los cuatro.
-Claro, Red. ¡Te
acostaste cuando estabas en la cuna!
-Me acosté con una nenita
abajo de casa.
-¿Y se te paró?
-Por supuesto.
-¿Y acabaste?
-Claro. Me salió un
chorro.
-Sí. Le measte la concha,
Red.
-¡Las pelotas!
-¿Cómo se llamaba la
nenita?
-Betty Ann.
-¡Coño! -dijo el que
aseguraba que se había costado a los siete años. -La mía también se llamaba Betty
Ann.
-Flor de puta -dijo Red.
Un precioso día de
primavera la señorita Gredis estaba sentada en el pupitre con la falda más subida
que nunca y aquello era terrible, hermoso, maravilloso y obsceno. Esas caderas
y esas piernas nos tenían hechizados. Era algo increíble. Baldy estaba sentado al
lado mío y se inclinó para darme tinguiñazos en la pierna.
-¡Está batiendo todos
los récords! -murmuró. -¡Mirá! ¡Mirá!
-¡Dios mío! -dije. -¡Callate
o se va a terminar sacando la pollera!
Baldy dejó de darme
golpecitos y yo esperé. La señorita Gredis no se dio cuenta de nada. La falda
siguió más subida que nunca. Fue un día glorioso. No había ningún chiquilín de
la clase que no estuviera en palo y la señorita Gredis nos seguía hablando.
Estoy seguro de que ninguno de los muchachos le escuchaba una sola palabra. Y
las chiquilinas se miraban entre ellas como diciendo que a aquella puta se estaba
pasando. La señorita Gredis se estaba pasando de verdad. Era como si allí
arriba no hubiera una concha sino algo muchísimo mejor. Esas piernas. El sol
caía desde la ventana sobre esas piernas y esas caderas y hacía brillar toda
aquella seda tan ajustada. La falda estaba tan alta, tan subida, que
todos rezábamos para que se le viera la bombacha, para poder ver algo. Jesucristo,
era como si el mundo se acabara y volviera a empezar y volviera a acabarse,
todo parecía real e irreal, el sol, las caderas y la seda, tan suave, tan
cálida, tan fascinante. Ahora vibraba la clase entera. Los ojos se nos
empañaban y volvían a aclararse y la señorita Gredis seguía sentada como si no
pasara nada y seguía hablando como si todo fuera absolutamente normal. Y era
por eso que aquello nos parecía tan fantástico: porque ella hacía de cuenta que
no pasaba nada. De golpe fijé los ojos en mi pupitre y vi los poros de la
madera ampliados como si cada veta fuera un remolino líquido. Después volví a
mirar las piernas y las caderas, enojado conmigo mismo por haberme perdido algo
cuando desvié los ojos.
Entonces empezó aquel
sonido: bump, bump, bump, bump…
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