15 / LA SAL
“Querido camarada redactor: quisiera hacerle conocer la falta de conciencia
de las mujeres que nos perjudican. Tengo la esperanza de que usted, al visitar
los frentes de la guerra civil para tomar notas, no haya dejado de lado la
vieja estación de Fastov (9), pueblo atávico que se encuentra más allá de las
montañas y los valles, en un reino de maravilla ubicado en un país misterioso.
Naturalmente, yo estuve allí y quise beber cerveza y aguardiente; me mojé los
bigotes, aunque casi no me llegaran a la boca (10). De la mencionada estación habría
mucho de qué hablar, pero como se dice entre nosotros: “Mejor es no menearlo”.
Por eso le contaré únicamente lo que mis propios ojos vieron.
Fue hace siete días, una noche serena, calma, cuando nuestro tren de la
Caballería Roja, cargado de soldados, se detuvo allí. Todos ardíamos en deseos
de contribuir a la causa común y nos dirigíamos a Berdichev. Pero observamos
que el tren seguía allí, detenido. Nuestro Gavrilka (11), el mecánico del tren,
no alimentaba el vapor y los soldados empezamos a inquietarnos y a discutir sobre
la razón por la que seguíamos allí tanto tiempo. Y, en efecto, el retraso se
debía a los pequeños traficantes, esos feroces enemigos, entre los cuales se
encontraban las incalculables fuerzas del sexo femenino, que daban pruebas de
su insolencia con las autoridades ferroviarias. Se agarraban sin miedo a las barandillas
de los coches, se subían a los techos metálicos de los vagones, daban vueltas y
revueltas, armaban alboroto y todos vieron arrastrar sacos pesadísimos cargados
con la consabida sal. Pero el triunfo de los mercaderes capitalistas no duró
mucho tiempo. Los soldados salían arrastrándose del vagón y su iniciativa
restableció la despreciada autoridad de los ferroviarios. Sólo las hembras, con
sus alforjas, permanecieron en los alrededores. Movidos a compasión, los
soldados permitieron que algunas de ellas, no todas, subieran a los tórridos
vagones.
También en nuestro vagón del segundo destacamento teníamos dos muchachas.
Pero cuando ya había sonado el toque de salida, se presentó ante nosotros una
mujer de buen porte con un niño, y nos dijo:
-Déjenme subir, buenos cosacos. He pasado toda la guerra las de Caín por
las estaciones, con este niño en brazos y ahora quiero ir a ver a mi marido,
pero a causa de lo que está pasando con los trenes no he podido. ¿No podría ir
con ustedes, mis queridos cosacos?
-Bueno, mujer -le dije, se hará lo que decida nuestro destacamento. -Y
volviéndome a los muchachos les expliqué que esa mujer, de tan buen porte,
pedía permiso para ir a ver a su marido al lugar donde el hombre estaba
destinado, y que efectivamente tenía un niño de pecho, y les pregunté si
querían dejarla viajar o no.
-Que suba -gritaron los muchachos-, después de nosotros, ya no tendrá
necesidad del marido…
-No -les dije a los muchachos, con bastante cortesía-, tengo por ustedes
gran estima, pelotón, pero me asombra escuchar esas palabras dignas de
sementales. Deberían recordar su propia vida, muchachos, la época en que fueron
niños ustedes también, recordar a sus madres y se darían cuenta de que no
pueden hablar así…
Y los cosacos, después de comentar entre ellos qué sensato era el discurso
de Balmáchev, le abrieron paso a la mujer y ella trepó al vagón llena de
agradecimiento. Y todos, enardecidos por mis palabras, hicieron lo posible para
facilitarle asiento, y decían, interrumpiéndose unos a otros:
-Siéntese aquí en este rincón, mujer, cuide a su bebé como saben hacerlo
las madres; nadie la va a molestar y llegará intacta a su marido como usted
desea. Y esperamos que críe a su hijo como un relevo para nosotros, pues los
viejos se hacen más viejos y hacen falta jóvenes. Nosotros hemos visto muchas
desgracias, mujer, en el servicio militar. El hambre nos ha agobiado y nos ha
quemado el frío. Pero usted, siéntese aquí tranquila.
Y al tercer pitido de llamada, el tren se puso en marcha. La noche, serena,
extendía sobre nosotros su tienda de campaña. Y sobre la tienda titilaban las
luces de las estrellas. Los soldados recordaban las noches de Kubán y sus
verdes luminarias. Y el pensamiento volaba como un pájaro. Las ruedas
traqueteaban y traqueteaban.
Pasado un tiempo, cuando la noche fue relevada de su puesto de guardia y los
tambores escarlata tocaron diana sobre sus rojos instrumentos, los cosacos,
viendo que yo me dormía y tenía un aspecto más bien triste, se acercaron a mí:
-Balmáchev -me dijeron-, ¿por qué estás tan desabrido y desvelado?
-Me inclino ante ustedes, mis soldados, y les pido permiso para cambiar
algunas palabras con esta ciudadana.
Y temblando con todo el cuerpo, me levanté de mi sitio al que el sueño
había escapado como ahuyenta el lobo a una jauría de perros furiosos; me acerqué
a ella, tomé en brazos al niño, abrí sus ropas y vi que allí había una buena
cantidad de sal.
-Es un niño interesante, compañeros, un niño que no pide pecho ni moja la
falda de las personas, ni turba el sueño de nadie.
-Perdón, queridos cosacos -dijo la mujer con bastante sangre fría-, no los
he engañado yo, sino mi mala suerte.
-Balmáchev perdonará a tu mala suerte -le dije a la mujer-. No le resultará
difícil a Balmáchev, que vende al mismo precio que compra. Pero fíjate en los
cosacos, que te han dejado entrar como una madre y obrera de la república. Mira
a esas dos muchachas que lloran lo que han sufrido esta noche por nuestra
culpa. Vuélvete a nuestras mujeres en Kubán, la tierra del trigo, que viven sin
ayuda de sus maridos, y en estos soldados igualmente solos, que poseídos por
malos instintos violan a las muchachas que pasan por su lado… Pero a ti no te
tocaron, aunque tú, desvergonzada, no merecías otra cosa… Mira nuestra Rusia,
ahogada de dolor…
Y ella me contestó:
-Yo he perdido mi sal, pero no tengo miedo de decir la verdad. Ustedes no piensan
en Rusia, ustedes salvan a los judíos… a Lenin y a Trotsky.
-No se habla ahora de judíos, desvergonzada ciudadana, los judíos no tienen
nada que ver aquí. De Lenin no tengo nada que decir, pero Trotsky es el
valiente hijo del gobernador de Tamov, y aunque tiene otro rango social, ha
tomado la causa de la clase trabajadora. Como condenados convictos nos empujan,
Lenin y Trotsky, por los caminos de la libertad. Pero tú, abyecta ciudadana,
eres más contrarrevolucionaria que el general blanco, que sobre sus caballos
nos amenaza con la punta de su sable. A él, el general, lo vemos en todas
partes y el trabajador acaricia la idea de cortarle el cuello, mientras que tú,
repugnante ciudadana, con tus niños interesantes que no piden de comer, a ti no
se te puede ver, como a las pulgas que socavan y socavan…
Confieso que efectivamente arrojé, con el tren en marcha, a aquella
ciudadana al costado de la vía, pero ella, con lo fuerte que era, después de un
momento en cuclillas, se levantó, se sacudió las faldas y echó a andar con
total descaro. Al ver aquella mujer intacta, y la inefable Rusia a su alrededor,
y los campos de trigo sin espigas, las muchachas deshonradas y los camaradas
que marchan al frente y son muy pocos los que vuelven, tuve ganas de saltar del
vagón y terminar con ella o conmigo. Pero los soldados se compadecieron de mí y
dijeron:
-Pégale un tiro.
Entonces descolgué mi fiel fusil y lavé esa ignominia de la faz de esta
tierra republicana y de trabajo.
Nosotros, los soldados de la segunda división, le juramos, querido
compañero redactor, y a los queridos camaradas de redacción, actuar de manera
implacable contra todos los traidores que nos arrastran a la tumba, que quieren
hacer retroceder la corriente del río y cubrir a Rusia de cadáveres y de hierba
muerta.
En nombre de todos los soldados del segundo pelotón,
Nikita Balmáchev,
soldado de la revolución.
Notas
(9) Pequeña localidad situada al suroeste de Kiev, en realidad bien
conocida.
(10) Expresión popular rusa.
(11) Diminutivo de Gabriel, y nombre que se usaba como apodo genérico de
los mecánicos.
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