miércoles

EL LEGENDARIAMENTE ESCANDALOSO CAPÍTULO VIII DE PARADISO (9) - LEZAMA LIMA


El esposo de Leticia se perdió en vagarosas estadísticas, conversando con el coronel Castillo Dimas, sobre la zafra presente, los convenios, la comparanza con los residuos de mieles de años anteriores. En fin aquella ridícula temática azucarera, como decían los hombres de aquella generación, que hacía que los expertos en problemas azucareros fueran más importantes que todo el país inundado por el paisaje en verde de las cañas. Fronesis sabía disimular su aburrimiento, a cada mirada inexpresiva colocaba una sonrisa cultivada como don bondadoso traído por su madre; el hijo mayor de Leticia no sabía disimular su aburrimiento y con una frecuencia que se hacía más reiterada al paso de la cinta de las estadísticas, regalaba el caimán de un bostezo.

Un tirón de la fisiología la llevó al fingido romanticismo. Le ordenó al chofer que se detuviese, pues siempre que iba al campo entrecortada un alegato de soledad y de afán de abrazar las buganvillas. Nadie se movió de la máquina, como si compartiesen el secreto de ese romanticismo tardío. Cuando regresó, ya caído el crepúsculo, donde estuvo parada para ceñirse con las buganvillas, se veía un círculo que abrillanta las yerbas y un pequeño grillo exangüe ya para poder fluir por la improvisada corriente.

Cuando la familia del doctor Santurce se despidió de Ricardo Fronesis, formularon insistentes aunque no verídicos deseos de que se quedara a comer con ellos. Se disculpó Fronesis , alegando un examen matinal, pero ya casi al final de la despedida, se viró hacia Cemí y le dijo en entero preludio de una amistad gustosa, que mañana, después de las cinco, lo vendría a buscar para un provinciano café conversable.

Al día siguiente no lo fue a buscar, pero a las cinco menos cuarto Fronesis lo llamó por teléfono, diciéndole que lo esperaba en el café Semiramis, al lado de un hotel de frontis colonial, del cual era como una prolongación oficiosa.

Por primera vez Cemí, en su adolescencia, se sintió llamado y llevado a conversar a un rincón. Sintió cómo la palabra amistad tomaba carnalidad. Sintió el nacimiento de la amistad. Aquella cita era para la plenitud de su adolescencia. Se sintió llamado, buscado por alguien, más allá del dominio familiar. Además Fronesis mostraba siempre, junto con una alegría que brotaba de su salud espiritual, una dignidad estoica, que parecía alejarse de las cosas para obtener, paradojalmente, su inefable simpatía.

Fronesis le dijo al entrar en la conversación, que había preferido llamarlo telefónicamente a ir a buscarlo, porque se hubiera tenido que quedar de visita, repitiendo con ligeras variantes la visita al Tres Suertes, prefiriendo hablar a solas con él, pues como ambos se encontraban en el último año de bachillerato, había mucha tela mágica que cortar. Fronesis salvaba la seca oportunidad de ese lugar común intercalando la palabra mágica, transportando un modismo realista a la noche feérica de Bagdad. Le dijo también que todos los fines de semana se las pasaba en Cárdenas para hacer ejercicios de remos. Cemí observó cómo la angulosidad cortante del paño que cubría sus brazos, ocultaba una musculatura ejercitada en las prácticas violentas de la natación y de la competencia de canoas. Pero eran ejercicios espaciados que no agolpaban sus músculos en racimos vergonzantes, sino dirigían ciegas energías por sus cauces distributivos.

El verde varonil de los ojos de Fronesis, se fijó en un punto de la lejanía y exclamó de pronto: Ahí viene otra vez Godofredo el Diablo. Cemí dirigió sus miradas en la misma dirección y vio cómo se acercaba el entuertado pelirrojo. Venía silbando una tonadilla dividida como los fragmentos de una serpiente pintada con doradilla.

-Godofredo el Diablo, comenzó a decir Fronesis, tiene el gusto extraño de pasar por enfrente de los que él cree que saben su historia, sin mirarles la cara en señal de un odio indiferente, manifestado tan sólo torciendo el rostro. Mi padre como abogado de provincia que está en el centro de casi todos los comentarios que ruedan por el pueblo, sabe su pavorosa historia. Godofredo lo sabe, piensa también que mi padre me la debe de haber relatado y se imagina que a mi vez en cualquier momento voy a comenzar a hacer la historia que termina con su ojo tuerto. No se puede contener, siempre que me ve procura acercarse, pero con el rostro tan torcido, temiendo que si lo miro fijamente puede perder el ojo que le queda.

Godofredo se alucinaba en sus quince años con la esposa de Pablo, el jefe de máquinas del Tres Suertes. Pablo a sus treinta y cuatro años, le sacaba a su esposa diez y siete, unido a sus excesos alcohólicos en el Sabbat, le daba cierta irregularidad a la distribución de las horas de la noche que tenían que pasar juntos. Fileba, que así se llamaba, algunas noches de estío no lograba licuar la densidad del sueño de Pablo, muy espesado por la carga de espirituosos y broncas vaharadas de los extractos lupulares. A sus requiebros, Pablo colocaba sobre su cabeza un almohadón que impedía que los golpes de las manitos de Fileba lo pudieran despertar. Hasta que cansada se dormía con una rigidez malhumorada, soñando con monstruos que la llevaban desnuda hasta lo alto de las colinas. Se despertaba y Pablo seguía con el almohadón sobre la cabeza. Llovía y la humedad la iba adormeciendo hasta el primer cantío de la madrugada.

Un sábado Godofredo llevó a Pablo a su casa, ayudó a ponerlo en la cama. Estaba tan borracho que casi había que llevarlo sobre los hombros. Se fijó con más cuidado en la palidez de Fileba, en sus ojos agrandados por las mortificacones de muchas noches. Y empezó a rondar la casa, como un lobezno que sabe que la niña de la casa le ha amarrado una patica a la paloma en la mesa de la cocina.

Creyéndose dueño de su secreto, Godofredo empezó a requebrarla. Ella a negarse a citas y a servir al juego del malvado precoz. Otro sábado que trajo de nuevo a Pablo sobre sus hombros, Fileba lo dejó en la puerta, cuando iba a dar el paso de penetración casera. Pablo se tambaleó, se fue de cabeza al suelo frío de la sala, pero ella le puso una estera y le trajo el almohadón de marras. Mientras preparaba la colación fuerte, se escapaba para echarle un vistazo al embriagado sabatino, vio las rondas luciferinas de Godofredo, pero esta vez apretó bien las ventanas y llamó a unos vecinos para la compañía.

Entonces fue cuando llegó al Tres Suertes, el padre Eufrasio, en vacaciones de cura enagenado. El mucho estudiar la concupiscencia en San Pablo, la cópula sin placer, le habían tomado todo el tuétano, doblegándole la razón. Cómo lograr en el encuentro amoroso, la lejanía del otro cuerpo y cómo extraer el salto de la energía suprema del gemido del dolor más que toda inefabilidad placentera, le daban vueltas como un torniquete que se anillase en el espacio, rodeado de grandes vultúridos. Sus vacaciones tenían la disculpa de la visita por unos días a un hermano menor que dirigía las cuadrillas de corte cañero. Su enagenación era desconocida por la fauna del Tres Suertes, sus prolongadísimas miradas inmutables, o sus silencios vidriados, permanecían inmutables por los alrededores, donde el mugido de las vacas alejaba toda sutileza teológica sobre el sensorio reproductor.

A la llegada del cura, algunas muchachillas para fingir en el Tres Suertes que seguían las costumbres del pueblo cercano, comenzaron a visitarlo. Claro que no sabían nada de su enagenación, ni de su excéntrica problemática concupiscible. Fileba se fue haciendo a la mansedumbre de su costumbre, y el Padre Eufrasio conociendo de los almohadones de medianoche al uso de Pablo el maquinista. En susurradas confidencias llegaron a manifestarse que ella conjuraba cercanía carnal, y él las terribles acometidas de la carne alejada, que él necesitaba alejar para extraer sus intocadas reservas vitales. En cuanto cobraba conciencia del acto concupiscible, se desinflaba de punta viril, languideciendo irremisiblemente.

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