martes

SELECCIÓN DE CUENTOS DE CABALLERÍA ROJA (14) - ISAAK BÁBEL


14 / KONKIN


Cerca de Bélais Tsérkov le dimos una paliza a los polacos. Se la dimos con tanta felicidad que hasta los árboles se conmovieron. Por la mañana me hicieron un rasguño, pero me las arreglé bastante bien. Recuerdo que el día se acercaba al crepúsculo. Yo había perdido la comunicación con el mando de la brigada y el único proletario que me seguía eran apenas cinco cosacos. A nuestro alrededor la gente se la daba a brazo partido, como el pope con su mujer. De mi cuerpo goteaba sangre y los cuartos de mi caballo estaban mojados… En una palabra… pero no, esto no puede decirse en una palabra.

Spirka Sabuti y yo salíamos del bosque y ¿qué vimos? Los números nos salían redondos… A unos mil pasos no más, había una nube de polvo que tanto podía ser un estado mayor como un convoy militar. Si era un estado mayor la cosa no estaba mal; si era un convoy, todavía mejor. El equipo de mis pobres muchachos estaba en andrajos y sus camisas ya no resistían más.

-Sabuti -le dije a Spirka-. ¡La madre que… esto, aquello y lo de más allá…! Te concedo la palabra como orador oficial. Aquello que va en retirada es un estado mayor…

-Cierto, un estado mayor -repuso Spirka-, pero sucede que nosotros somos dos y ellos ocho…

-Ánimo, Spirka -dije yo-, de todas maneras podemos mancharles la ropa… Moriremos porque sí y por la revolución mundial…

Y atacamos. Ellos eran ocho sables. A dos los barrimos enseguida a balazos. Vi que Spirka mandaba un tercero al otro mundo. Yo, en cambio le apunté a un personaje. Uno de casaca roja, cadena y reloj de oro. Lo acorralé contra las casas, una granja llena de manzanos y cerezos. El caballo del de la casaca roja se movía inquieto como la hija de un tendero, pero se tranquilizó enseguida. Entonces el general soltó las riendas, me apuntó con el máuser y me hizo un agujero en la pierna.

“¡Bueno!”, pensé yo. “Pero no te me escapas. Vas a morder el polvo”.

Piqué espuelas y le tiré dos descargas al jamelgo. Me dio pena el caballito. Era un buen bolchevique, un verdadero bolchevique. Rojo como una moneda, la cola recta, las patas tirantes como cuerdas templadas. Había pensando: “Al caballo se lo llevo vivo a Lenin”. Pero la cosa no salió así. Lo maté. Se desplomó como una novia y mi personaje saltó de la silla, se volvió de nuevo y me hizo otra corriente de aire en el cuerpo. Ya tenía pues, tres distintivos ganados en acción frente al enemigo.

“¡Jesús, pensé, a lo mejor este me mata de veras y por azar.”

Galopé hacia él. El general había echado mano al sable, las lágrimas rodaban por sus mejillas, lágrimas blancas, leche humana.

-¡Ahora sí me darán la orden de la Bandera Roja! -grité-. ¡Ríndase, Excelencia, mientras yo siga vivo!

-No puedo, Pan -me contestó el viejo-. Degüéllame…

En ese momento apareció Spirka y se me plantó delante. Estaba empapado y los ojos le colgaban de la cara como suspendidos por hilos.

-¡Vasia! -me gritó-. ¡Es terrible la cantidad de gente que he matado! ¡Pero tú tienes aquí nada menos que un general! ¡Uno lleno de galones! ¡Me gustaría despacharlo!

-¡Vete al diablo! -le contesté, furioso-. Esos galones me costarán sangre.

Y con el caballo empujé al general hacia el cobertizo, donde había heno o algo parecido. Allí había calma y sombra fresca.

-Pan -le dije-, cálmate, ríndete, por amor de Dios, y podremos descansar los demás. Él respiraba con dificultad, parado junto a la pared y se frotaba la frente con su dedo enrojecido.

-No puedo -me contestó-. Me tendrás que degollar. Al sable sólo se lo puedo entregar a Budionni.

Casi nada, ¡había que traer a Budionni! ¡Ay, desgraciado de mí! Vi que el viejo se perdía.

-Pan -le grité, llorando y rechinando los dientes-. Mi palabra de proletario: yo soy un alto jefe. No busques en mí entorchados, pero un título sí que tengo: excéntrico musical y ventrílocuo de salón en la ciudad de Niznhi… Niznhi, la ciudad junto al Volga.

El diablo me arrastró. Los ojos del general ardían como linternas. Un mar rojo se abrió junto a mí. La ofensa me dolió como sal en la herida porque -yo me daba cuenta-, el abuelo no me había creído. Entonces cerré la boca, compañeros, comprimí el vientre, tomé aire y apostrofé al estilo antiguo, a nuestra buena manera, como un soldado, según los cánones de Niznhi-Novgorod y le mostré al polaco mi arte de ventriloquia.

El viejo palideció, se llevó las manos al corazón y se sentó en el suelo.

-¿Le crees ahora a Vasia, el excéntrico, el excéntrico, el comisario de la invencible tercera brigada de caballería?

-¿Comisario? -gritó.

-Comisario -le dije.

-¿Comunista? -gritó.

-Comunista -afirmé.

-En la hora de mi muerte -gritó-, en mi último suspiro, dime, amigo cosaco, ¿eres comunista o me estás mintiendo?

-Soy comunista.

Entonces el viejo se levantó, besó no sé qué talismán, partió el sable por la mitad y en sus ojos se encendieron dos chispas, dos faroles en la estepa tenebrosa.

-Perdona -dijo-, no puedo rendirme a un comunista. -Y me saludó dándome la mano-. Perdóname, y mátame como un soldado…

Esta historia nos la contó un día, durante una parada y con su habitual tono de broma, el famoso Konkin, comisario político de la brigada de caballería N… tres veces caballero de la orden de la Bandera Roja.

-¿Y cómo, Vasia, te entendiste al final con el noble?

-¿Cómo me entendí?... El viejo tenía su dignidad. Yo incluso me incliné ante él, pero se mantuvo en sus trece. Entonces le quitamos todos sus papeles y el revólver. Su silla de montar la tengo todavía debajo de mí. Luego vi que mi sangre goteaba con más fuerza, tenía hasta las botas ensangrentadas y un sueño terrible se apoderó de mí, de modo que no pude ocuparme de él.

-¿Eso quiere decir que dieron cuenta del viejo?

-Sí, cometimos el pecado.

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