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SELECCIÓN DE CUENTOS DE CABALLERÍA ROJA (13) - ISAAK BÁBEL


13 / HISTORIA DE UN CABALLO

Savitski, nuestro comandante de división, le quitó cierta vez a Jlebnikov, el jefe del primer escuadrón, su caballo blanco. Era un caballo de gran presencia, pero de formas un tanto redondeadas que siempre me parecieron un poco pesadas. Jlebnikov, a cambio, recibió una pequeña yegua negra, de bastante buena raza y con un trote regular. Él sin embargo, trataba mal a la yegua, deseaba vengarse y esperaba que llegara la hora, cosa que al fin sucedió.

Después de los desafortunados combates de julio, cuando Savitski fue relevado de su cargo y puesto a disponibilidad, Jlebnikov envió al estado mayor una petición para que le devolvieran su caballo blanco. El jefe del estado mayor anotó en la instancia la siguiente nota: “Devuélvase el semental en cuestión a su antiguo dueño”. Feliz, Jlebnikov cabalgó cien verstas para buscar a Savitski que vivía entonces en Radzivillov, una pobre aldea miserable como una mendiga harapienta. El comandante destituido vivía solo; los aduladores de antaño ya no lo conocían; ahora se afanaban en conseguir las sonrisas del nuevo comandante del ejército y le daba la espalda a Savitski, el glorioso jefe de otro tiempo.

Perfumado y con un aire que recordaba a Pedro el Grande, Savitski compartía su soledad con la cosaca Paula, una mujer que le había arrebatado a un intendente judío, junto con veinte caballos de raza que habremos de considerar como de su propiedad. En el patio el sol se esforzaba en hacer llegar sus rayos moribundos. Los potros mamaban con vigor la leche de sus madres. Los mozos de cuadra, con la espalda húmeda de sudor, echaban avena en viejos recipientes, cuando Jlebnikov, convencido de su derecho y ávido de venganza entró al patio atrincherado.

-¿Me conoce usted? -le preguntó a Stavitski, que estaba acostado en el heno.

-Creo que te he visto alguna vez -respondió Stavitski, y se le escapó un bostezo.

-Entonces aquí tiene la orden del estado mayor de la división -dijo Jlebnikov con firmeza- y le ruego, camarada reservista, que me mire con ojos oficiales.

-No hay inconveniente -murmuró Stavitski con tono conciliador; tomó el papel y estuvo leyendo un rato largo. De pronto llamó a la cosaca, que se peinaba a la sombra, bajo el alero del cobertizo.

-Paula -dijo- ¡por Dios! has estado toda la mañana peinándote. Sería mejor que encendieras el samovar…

La mujer dejó el peine a un lado, recogió el pelo con ambas manos y se lo echó a la espalda.

-Hoy no paramos de reñir, Constantin Vasilievich -dijo ella con una sonrisa indolente y sobradora-. Primero quieres una cosa, después otra…

Y fue el encuentro del comandante, con el torso erguido sobre sus tacos altos y unos pechos que se balanceaban como un animal dentro de una bolsa.

-No paramos de pelearnos -repitió la mujer, radiante, y le abrochó al jefe de división la camisa sobre el pecho.

-Y ahora quiero una cosa, y después otra… -se rio Savitski. Se incorporó, abrazó los hombros de Paula, y volvió de pronto hacia Jlebnikov su rostro lívido.

-Todavía estoy vivo, Jlebnikov -dijo, mientras mantenía abrazada a la cosaca-, todavía se mueven mis piernas, todavía galopan mis caballos, todavía pueden alcanzarte mis brazos y aun conservo el arma al abrigo de mi cuerpo.

Sacó el revólver que tenía sobre el vientre desnudo y se acercó al jefe del primer escuadrón. Jlebnikov saltó sobre sus talones perdiendo las espuelas y salió corriendo del patio como un ordenanza que lleva un mensaje urgente. De nuevo recorrió cien verstas para buscar al comandante. Pero el jefe lo echó, diciendo:

-El asunto ya fue resuelto, comandante. Se te ha reintegrado el caballo y ya tengo bastantes problemas como para preocuparme otra vez del tuyo…

No quiso escuchar nada más y reenvió al comandante al primer escuadrón. La escapada de Jlebnikov había durado una semana entera. En ese tiempo se nos había hecho acampar en los bosques de Dubenski, levantamos las tiendas de campaña y no lo pasamos nada mal. Volvió Jlebnikov, me acuerdo, un domingo por la mañana, el día 12. Me pidió una resma de papel y tinta. Los cosacos le improvisaron una mesa con un tronco, puso el revólver y el papel encima y escribió hasta la noche, borroneando gran cantidad de hojas.

-Un verdadero Karl Marx -dijo a la noche el comisario político del escuadrón-. ¿Qué diablos escribes ahí?

-Escribo diferentes ideas en conformidad con el juramento militar -contestó Jlebnikov, alcanzándole la declaración de su baja del Partido Comunista ruso.

El Partido Comunista -había escrito en su declaración- que ha sido fundado, supongo, para procurar la alegría y establecer una justicia firme para todos, debe también ocuparse por la suerte de los más débiles. Ahora quiero referirme al caballo blanco que les quité a unos incorregibles campesinos contrarrevolucionarios, que lo tenían en un estado verdaderamente miserable. Muchos compañeros se rieron de él, pero yo resistí esas burlas insolentes y apretando los dientes cuidé el semental para nuestra causa común hasta que se transformó, porque yo, compañeros, soy un amante de los caballos blancos y los cuido con las escasas fuerzas que me han quedado después de la guerra imperialista y de la guerra civil. De manera que tales caballos conocen mis manos, y yo conozco sus necesidades sin palabras. La yegua negra que me han asignado no me sirve para nada, no consigo compenetrarme con ella, como pueden corroborar todos los compañeros, y se debería evitar una desgracia. Y como el Partido no puede restituirme, como manda la resolución tomada, lo que es mío propio y parte de mi sangre, no me queda otra salida que escribir esta declaración, con lágrimas en los ojos que, aunque sean impropias de un soldado escapan de mis ojos sin cesar y desgarran mi corazón hasta hacerle soltar la sangre…

Estas y muchas otras cosas escribió Jlebnikov en su declaración. Había pasado escribiendo todo el día y el resultado era larguísimo. El comisario y yo penamos más de una hora para descifrarla por completo.

-¡Estás hecho un imbécil! -dijo el comisario político, rompiendo el papel-. Ven a verme después de cenar y hablaremos sobre esto.

-No tengo nada más que hablar contigo -respondió Jlebnikov, estremeciéndose-, me has perdido, comisario.

Estaba de pie, en posición de firme, con las manos en las costuras del pantalón, temblando pero sin moverse en su sitio, y miraba a todas partes como si buscara un camino para huir. El comisario se acercó hasta casi tocarlo, pero no tuvo tiempo de nada. Jlebnikov saltó y se lanzó a correr con todas sus fuerzas.

-¡Me has perdido! -gritó, como un salvaje. Se subió al tronco y empezó a arrancarse la guerrera y a arañarse el pecho.

-¡Mátame, Savitski! -gritó, arrojándose al suelo-. ¡Mátame de una vez!

Lo arrastramos a su tienda con la ayuda de los cosacos. Le hicimos un té y le dimos un cigarrillo. Fumaba y temblaba de pies a cabeza. Solo al final de la tarde se calmó nuestro comandante. No volvió a hablar de su insensata declaración, pero una semana después partió a Rovno para que lo examinara una comisión médica, y fue desmovilizado en calidad de inválido con seis heridas.

Así perdimos a Jlebnikov. A mí me entristeció porque era una persona tranquila, con un carácter parecido al mío. Era el único en el escuadrón que tenía un samovar. Los días de calma tomábamos juntos el té caliente. Y me contaba historias de mujeres con tantos detalles que yo sentía vergüenza y placer al escucharlo. Y creo que compartíamos las mismas pasiones. Considerábamos el mundo como una pradera de mayo, una pradera de mujeres y caballos.

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