La pulpería (12)
La mayoría de los
parroquianos aprovechaba el intervalo. Algunos movilizándose hacia el
mostrador, otros haciéndose llevan los vasos con alguno de los dos Charabones,
bebían de apuro, cosa de no incomodar o de no tener que estar aguantando las
ganas cuando se reiniciara el canto.
Y se trababan diálogos
que, algunos, habiendo partido casi de al lado mismo de la guitarra o del
corazón del cantor, ahora orientaban lejos del instante y de la misma pulpería.
Es que aflojando la atención momentos antes tan bien recogida por el arte del
Venado, el pensamiento de la revolcada del Peludo intentaba ejercer otra vez su
intensa seducción. Pero, por otro lado, aquella clara voz tan emotiva, aquellas
escalas que ha poco revolotearan frente a las imaginaciones y, juntándose en
acordes como ramas, buscaban descanso y tornaban a mecerse entre las nubecillas
de humo de cigarros y charutos; sí, aquellas escalas seguían incitando ansias
de trepar por sus tramos tras el canto hasta ir a asomarse a apreciar algo que
no se ha visto nunca, pero a cuya tibieza bienhechora se sabe que en alguna
ocasión todos le hemos quedado muy cerca. Se había creado en todos los
corazones, pues, la atracción de dos polos antagónicos…
Aunque se nos acuse de
redundantes, digamos en el afán de decirlo mejor: La acción funesta, aunque
justiciera, de Don Juan tenía la virtud de proyectar la fantasía hacia un
inmediato futuro de sablazos, de tiros, de sangre, con algún paisano en el cepo
o mandado a las estacas, aunque, eso sí, con el tendal de milicos para siempre
privados de poder contar el cuento. Pero desde el principio de su voz la
guitarra obró al revés justo. Como siempre, aunque la estrechen con torpeza,
por más que los dedos de la derecha arañen en demasía y los de la izquierda
trasteen, ella, como toda guitarra, impulsaba hacia atrás, hacia lo que fue, en
quienes la escuchaban desde las rodillas del de negro. De este modo, con baquía
singular, ella hacía esquivar a cada parroquiano todo lo que de ríspido y de
malo, de hosco y de cruel le supo la memoria, para intentar que él mismísmo
siguiese, siguiese más atrás y más en pos de sus ecos. Y a unos y a otros
internaba, así, en la dirección de lo tristemente perdido; en la de aquellas
cosas que alguna vez nos despertaron el deseo imposible de atajarlas y, con
ellas, atajar la hora en que fueron; razón por la cual la pena de saber que no
lo lograríamos nos hizo, a cada oportunidad, sentir como a injusto enemigo el
amanecer de un nuevo día. En aquel preludiar que, ahora, reinició el trovero,
la casi totalidad de las mentes, a la aparición, dijimos, del pulpero, se
hallaba como a horcajadas en el instante. Por un lado, ganosas ellas de continuar,
derecho no más, con el imaginar de inminentes vicisitudes: sacando y volviendo
a meter en su lecho de dolor a don Peludo, situándolo otra vez tras el
mostrador de “La Blanqueada” o, las más de las veces, acomodándolo entre cuatro
tamañas velas con crespón, para seguir la fantasía, en la agorera oscuridad de
la noche, por sobre un tropel de caballos y un chispear de facones contra
machetes, a la súbita iluminación de los pistoletazos. Pero no era muy lejos en
el porvenir lo que podía irse el deseo por ese declive. Un nuevo reclamo de los
rasgueos en este silencio ahora tan dócil de “la Flor del Día” y, ya otra vez,
ese atrayente calor de rescoldo, de vagos e insistentes prometerse el regusto
de cosas buenas, embelesadoras y queridas que en alguna ocasión cruzaron sin
parar por la existencia, incontenibles, reiteramos, cual si un gran viento
apurado y sin fatiga e indiferente las arreara y las arreara con destino muy
remoto.
Aparecido el dueño de
casa precisamente cuando el cantor y guitarra callaron juntos, los postreros
ecos que alcanzaron a llegarle al patio no pudieron disiparle lo más mínimo del
mundo bizarro que le venía pronunciando sus relieves en el caletre. El remate,
ya, de “la Blanqueada”, en la que él, el pulpero de “La Flor del Día” hacía
ratos que se hallaba metido, y no de mirón sino interesándose activamente por
mostradores, por estanterías, por muebles, por servicios de loza y de vidrio, y
por la balanza, pues estaba decidiendo dejar la casa como sucursal de la suya,
ya que el punto era espléndido; aquellos “¿Quién da más?”, “¿Quién da más,
caballeros?”, y aquellas interminables bajadas de martillo; ese trajinar en el
presumible remate con los bienes de la herencia del Peludo, si se moría,
presentábansele al Vizcacha al lado de estos sus presentes parroquianos
ansiosos por volver a escuchar al Venado, y de quienes se le anticipaba al
meditabundo comerciante la imagen de su reclamarle potajes, locro, matambre,
pasteles, empanadas, dulces de toda clase, envuelta tal visión en el barullo
del mascar y del morder…
-Trabajo unos añitos más…
vendo todo o, si no, pongo un habilitado, que a lo mejor es mucho mejor, y me
radico en el pueblo. Compro casa, compro muebles, compro coche y dos caballos
de tiro que sean un jaspe, me hago ropa de medida… ¡y soy un pachá!
Pero ya la guitarra
estaba otra vez entre los brazos del cantor.
-¡Pucha, qué lindo está
hoy todo! -se dijo don Vizcacha irreflexivamente, pues se le fueron, de golpe,
de la memoria tanto el Sargento Segundo Cuervo como el Imaginaria Carpincho. Y
no sólo estos. A los primeros acordes, que apenas eran un indeciso preludiar,
todito lo bastante feúcho que, muy campante, estaba alentando en la imaginación
del pulpero, se puso como arriba de un terremoto. Porque a él el canto y, sobre
todo, la música, le desmoronaban y le barrían de la memoria tanto lo que a flor
de ella, no más retiene, como los viejos fantasmas de la conducta personal que
con el tiempo uno consigue hundir casi como lejos de sí mismo, al parecer; pero
que, por la más, las más estrecha rendijita que se abra, se vienen y se nos
plantan ante los ojos y empiezan a acusar y a sacarle a uno todos los trapos al
sol. Tal como quien, por más que haya sido un desacomodo vivo, viene de esos
pagos al pueblo sintiendo con todo motivo que ya está bastante cargadito de
años y, de pronto, ladea la cabeza en dirección de la Iglesia al escuchar el
buenamente llamar de las campanas, y aunque siga, no más, por esas calles y se
aleje, el magín agarra por su cuenta para el lado de las torres, así, de esa manera,
una guitarra bien pulsada lo ponía al Vizcacha hecho seda.
A medida, pues, que la
guitarra insistía en sus escarceos, el pulpero iba distinguiendo, cada vez
mejor, apariciones dulces y de las cargadas de melodiosas reminiscencias que
ninguna relación tuvieron jamás con aquellas que en el desparramo se le
desaparecieron más allá del horizonte de su conciencia. A la candidez de una
media luz de aurora o, más bien, de atardecer, surgíanle muy gratos panoramas
llegados bien de arriba, tal cual si, hasta entonces, por tanto, por tanto
tiempo hubieran estado tímidamente guarecidos adentro de nubes o, mucho más
alto, aun, atrás, atrás de ellas, en el cielo puro, mismo, a espera de alguna
hora mansa para descender hacia nosotros sin riesgo de nosotros; sin temor,
pues, a una mancha, sin inquietud por un desgarrón, sin temor a una herida.
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