por Lucinio Ruano
“Místico” es ya un lugar común cuando se nombra al Greco y se califica a su
pintura. Al comenzar hace un siglo el espectacular “boom-Greco”, M. B. Cossio
puso en circulación ese tópico. Con miras a redimir al espíritu nacional,
pensó que el arte del greco-toledano y los escritos de los místicos castellanos
representaban el más genuino nacionalismo. Los nombres de místicos más
repetidos son los de Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Desde luego, la tentación de yuxtaponer al Greco mientras se lee a San Juan
de la Cruz, y viceversa, se hace irresistible. Parece como si los dos
precisaran completas con su aportación mutua sus respectivas dimensiones de
pensamiento místico y de mediaciones expresivas.
Sin llegar a conocerse, Toledo los emplaza a los dos, a los 35 años, en
1577-1578. Llegaron aquí arrastrando “vidas paralelas” de legendarias pasiones
de amor en el más duro y decisivo dramatismo. El enamoramiento del
“bohemio” artista candiota floreció en 1578 en su hijo Jorge Manuel, símbolo de
unas raíces que darían de por vida (37 años) estabilidad y fecunda
productividad humana y artística, fijada en Toledo. Juan de la Cruz, al
evadirse de su cárcel en agosto de ese mismo año, florecía en brotes de versos,
en los que resumía toda una vida en Amor: Romances, Cántico espiritual, Fonte,
paráfrasis del salmo 136 en clave biográfica. Es otro estilo de enamoramiento.
Toledo es así un símbolo de fijación de estas dos enormes personalidades.
La presencia de esta “peñascosa pesadumbre”, cárcel o mito del caballo de Troya
cara a Toledo (repetido en varios cuadros como rúbrica psicológica y
existencial de conquista) autentica y marca todas las piezas de estos dos
genios: lucha, experiencia y creatividad. El cuadro de Toledo (único paisaje
pintado), visto a la luz de un relámpago, tiene su equivalente en las visiones
místicas, cuadros, etapas y noches oscuras, iluminadas por ráfagas de fe.
Toledo es para el pintor sello de garantía de su españolismo. Sin Toledo,
no existiría el Greco. La Ciudad Imperial, capital de España, de América y de
grande parte de Europa, es la encrucijada obligada de los mejores militares,
políticos, pensadores y místicos. El Greco fue amigo de cardenales e
inquisidores. Frecuentó las tertulias de sus mecenas y los más nobles
caballeros. Pudo conocer a Lope y a Cervantes, a poetas y músicos. Discutió con
Góngora. Hay quien ve en el Greco pasos de danza gitana, el cante jondo y el
sol y sombra de las plazas de toros… Todo esto amasa a este “mediterráneo”
genial y universal.
Juan de la Cruz y el Greco son dos tipos muy conflictivos. Por temperamento
inconformes, terminarán creando miniaturas, al estilo de su personalísima
andadura. El Greco se situó a medio camino entre el renacimiento llegado a su
máxima altura, insuperable en Rafael, Miguel Ángel, Tiziano… Del otro lado
queda el vértigo de la herejía artística: dar preferencia al color antes
que al dibujo. Fray Juan se mueve en el funambulismo de una ortodoxia entre
Trento, la Inquisición y la necesidad de mantenerse en pie en medio de la escolástica
y el reformismo en temas teológicos y místicos.
Son dos embalses caudalosos de cultura y tradición. Lo mejor y más duradero
de Oriente y de Europa, desde la Biblia, y lo más representativo del
pensamiento cristiano, hace del Greco y de Juan de la Cruz bisagras históricas
y cifra enciclopédica de corrientes.
La temática y su tratamiento mistérico acercan más a estos dos guías que
prestan vida y elocuencia novedosa a cada artículo del Credo: Trinidad,
Anunciaciones, lecturas de Cristo -Ícono (figura del Padre)- en quien se
aprende a ser hombres y a hacerse él después de la Resurrección y de
Pentecostés: Apóstoles, Santos, Asunciones.
No se puede entender un cuadro del Greco ni a San Juan de la Cruz sin esa
luz iluminadora y unificadora de lo que nace de una oración o reflexión
experimental de temas trascendidos en unión mística con Cristo.
El Greco trasciende también una religiosidad popular, recortada por
algunos. Aquellos desconcertantes y ultramodernos clientes del Greco que le
hacían encargos sin descanso y que necesitaban de su pintura, eran cristianos
gemelos de los que le pedían a Juan de la Cruz que les dijese las cosas de
siempre con lenguaje bonito y desacostumbrado. Una revolución de progresismo.
Ese temple no conformista los convirtió a los dos experimentadores del
misterio y de los gustos del pueblo en creadores de expresión. Acudirán, si se
ofrece, a la deformación, con tal de dar a entender que las realidades
de fe y las vivencias cristianas hay que verlas en movimiento, inespaciales,
abstraídas de temporalidad, para situarlas en el océano infinito, flotando o
navegando, deslizado el espíritu humano en el misterio. Es la pintura de la
contemplación.
El dinamismo y la plasticidad del movimiento, no imitado ni copiado, es
otra feliz coincidencia. Estamos frente a un gótico, sentido de la elevación,
retorcido, expresión del desasosiego divino del fuego y de la llama. “No hay en
los cuadros del Greco un decímetro cúbico que resulte inerte” (Sánchez Cantón).
Lo mismo se constata en el “llamear” incesante de Juan de la Cruz.
Distanciados así de todo convencionalismo, comprometidos en su singularidad
creadora, tuvieron que inventarse la Luz increada, que no tiene forma ni lugar
donde copiarla. Lejos de catalogarse entre los pintores “tenebristas”, el Greco
y Juan de la Cruz han de ser colocados con eminencia entre los mejores genios
del claroscuro, conjugación mágica de blanco-negro, luz-tiniebla, todo-nada, en
una imagen viva y acabada en todas sus dimensiones de profundidad, dinamismo,
capacidad de transmisión.
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