De hecho, el Living
Theatre, ejemplar en tantos aspectos, todavía no ha afrontado su dilema
esencial. La búsqueda de la santidad sin tradición, sin fuente, obliga a volver
a muchas tradiciones, a muchas fuentes: yoga, zen, psicoanálisis, libros,
rumor, descubrimiento, inspiración; rico pero peligroso electicismo. El método
que lleva a lo que el Living Theatre está buscando no puede ser un método aditivo.
Sustraer, despojar, sólo puede realizarse a la luz de alguna constante, y es
esa constante lo que dicho grupo sigue buscando.
Mientras tanto, se
alimenta continuamente de un humor y una alegría muy americanos, que son
surrealistas, si bien mantiene sus pies firmemente asentados en tierra. Para
iniciar una ceremonia de vudú haitiano lo único que se necesita es un poste y
gente. Se comienza a batir los tambores y en la lejana África los dioses oyen
la llamada. Deciden acudir y, como el vudú es una religión muy práctica, tiene
en cuenta el tiempo que necesita un dios para cruzar el Atlántico. Por lo
tanto, se continúa batiendo los tambores, salmodiando y bebiendo ron. De esta
manera se prepara el ambiente. Al cabo de cinco o seis horas llegan los dioses,
revolotean por encima de las cabezas y, naturalmente, no merece la pena mirar
hacia arriba ya que son invisibles. Y aquí es donde el poste desempeña su vital
papel. Sin el postre nada uniría el mundo visible y el invisible. Al igual que
la cruz, el poste es el punto de conjunción. Los espíritus se deslizan a través
del bosque y se preparan para dar el segundo paso en su metamorfosis. Como
necesitan un vehículo humano, eligen a uno de los participantes en la
ceremonia. Una patada, uno o dos gemidos, un breve paroxismo en el suelo y el
hombre queda poseído. Se pone en pie, ya no es el mismo, sino que está habitado
por el dios. Este tiene ahora forma, es alguien que puede gastar bromas,
emborracharse y escuchar las quejas de todos. Lo primero que hace el sacerdote,
el houngan, cuando llega el dios es estrecharle la mano y preguntarle
por el viaje. Se trata de un dios apropiado, pero ya no es irreal: está ahí, a
nivel de los participantes, accesible. El hombre o la mujer comunes pueden
hablarle, cogerla la mano, discutir, maldecirlo, irse a la cama con él: así, de
noche, el haitiano está en contacto con los grandes poderes y misterios que le
gobiernan durante el día.
En el teatro, durante
siglos, existió la tendencia a colocar al actor a una distancia remota, sobre
una plataforma, enmarcado, decorado, iluminado, pintado, en coturnos, con el
fin de convencer al profano de que el actor era sagrado, al igual que su arte.
¿Expresaba esto reverencia o existía detrás el temor a que algo quedara al descubierto
si la luz era demasiado brillante, si la distancia era demasiado próxima? Hoy
día hemos puesto al descubierto la impostura, pero estamos redescubriendo que
un teatro sagrado sigue siendo lo que necesitamos. ¿Dónde debemos buscarlo? ¿En
las nubes o en la tierra?
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