martes

EL AMOR ES UN VIAJE (5) - Hugo Giovanetti Viola


1º edición: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019


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En setiembre se organizó un campeonato de rummy en el liceo y ganó el 4º H del Intermedio, representado por Loreley y yo. Éramos una pareja invencible, y el último domingo de las vacaciones de primavera jugamos un torneo interliceal en un country de Solymar que jamás he dejado de contemplar enamoradamente cuando paso en el ómnibus.

-La gran joda es que hoy vienen mis viejos y todo -gruñó Mambita después que llegamos en una bañadera alquilada por 4º H al balneario que parecía invadido por el oro de Mozart.

-¿Y tu novio?

-No me hables de esa bestia -sacó una petaca para retocarse el maquillaje, y recién en ese momento me di cuenta de que la chiquilina que yo veía habitada por Nuestra Señora ni siquiera era virgen. -Bueno. Ahora concentrate, Cleanto. Mirá que ya se corrió la bola de que nosotros somos los number one y siempre hay envidiosos que van a tratar de jodernos. Aunque ganar la copa no es lo que más importa, de últimas. Mi abuela Chimba siempre decía que en este mundo ya estás cumplido con aprender a pisarle la cabeza al diablo.

El campeonato se jugó con el sistema de los mundiales de fútbol, y entre las once de la mañana y las cinco de la tarde barrimos con la serie y los octavos y los cuartos y la semifinal sin complicarnos demasiado.

-Me vino el chucho, poeta -se abrazó de golpe a sí misma Loreley después que comimos algo y nos acomodamos en la mesa enmantelada para empezar a jugar la final contra el liceo Rodó.

-Tranquila -le tiré un beso tratando de disimular mi adoración.

Y en ese momento me sentí taladrado por una fosforecencia que nos llegaba desde la primera fila de los espectadores y no pude creer que fueran los ojazos de Mimosa, como le decían a la madre de Mambita. El padre era un hombrón amulatado que a esta altura nos contemplaba con el mismo cariño distraído que yo había visto dedicarle a su esposa y a su hija en el cumpleaños del Oceanía. Pero aquella mujer de facciones hermosas y caderas ya agigantadas por los cuarenta años irradiaba una perversidad idéntica a la de mi madre.

-Perdón -empezó a ponerse muy ronca Loreley cada vez que elegía mal un descarte, cosa que a lo sumo le pasaba una vez por partido.

Los muchachos de la clase ya estaban alarmados y yo recién en 1972 pude entender lo que le pasó a mi Dama aquella tarde, cuando mi padre me explicó que en Reikiavik Bobby Fischer tuvo que pedir un cambio de sala porque sentía que los asesores soviéticos de Boris Spassky lo estaban hipnotizando.

-Dios -murmuró de golpe mi pobre pobrecita, y automáticamente nos trenzamos las piernas invisibilizadas por el mantel y durante media hora repechamos la paliza hechos un solo cuerpo hasta forzar tres alargues y terminar perdiendo apenas por tres puntos.

Al final todo 4º H nos aplaudió como si estuviéramos levantando la copa y Mimosa vino a felicitarnos con un orgullo alfilerado y estoy seguro de que Loreley nunca tuvo bien claro desde donde le llegó el resplandor viperino que acabábamos de aplastarle a Satanás.



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El Gato Roux era el único compañero que conocía el diagnóstico de mi cardiopatía congénita y el acoplamiento tentacular secreto que tuvimos con Loreley durante la final del campeonato de rummy. Eso se lo conté en la Sierra de las Ánimas, cuando nos acompañó por primera vez a un campamento artiguista de convivencia purificadora.

Mi padre vertebraba aquellas peregrinaciones en base a tres consignas: No fallar, no quejarse y De lo bueno poco. Y durante varias décadas fue capaz de guiar a gente de todo tipo hacia una especie de transfiguración grupal que desembocaba en la comunión con el verdor salvaje y los pozos azules y los cielazos que transformaron al mismísimo Artigas en un Hombre Nuevo capaz de diseñar una comunidad digna de la mejor historia del planeta. Quien lo probó, lo sabe. Porque cuando la espiral ascendente nos transportaba a todos a una Más Dimensión como la que respiraron Jesús y Pedro y Juan en el Tabor no había quien no sintiera que la fe en el trasluz misterioso que nos trasciende a todos es absolutamente invencible.

-Pa. Esto es divino, loco -se le doraron las pecas al asquerosamente ateo Lenin Josef Roux mientras churrasqueábamos aquella noche con mi padre y Pochocho.

-¿Le contaste a tu amigo tu aventura con el Pato Donald goleador? -nos sirvió dos chorizos picados en una tabla el hombre de bigotazos novecentistas. -¿Vos juntaste esas figuritas, tovarich?

-¿Tas loco? -saltó el Gato. -Mi viejo era tan estalinista que además de ponerme Lenin Josef de nombre ni siquiera me dejaba tomar Coca-Cola. Y decía que aquel álbum era un gambito sucio que hicieron los yanquis aprovechando la euforia de Maracaná.

-Bueno -se rio mi viejo. -No estaba muy equivocado.

-Pero la cosa es que yo me hice amigo de Salomón gracias a que una tarde recorrí Atlántida con el altoparlante a todo trapo y cuando Jerónimo escuchó El último organito cantado por Edmundo Rivero sintió que Dios le estaba hablando y se puso a perseguirme con un monopatín, disfrazado de Llanero Solitario -me zarandeó los rulos Pochocho como si yo todavía tuviera cinco años. -Al principio me imaginé que el gurí venía enganchado por la propaganda del álbum de Donald, pero lo que le importaba a él era la voz del cielo.

-Es que era la primera vez en mi vida que escuchaba un altoparlante -le aclaré al Gato, reventándome un grano-garrapata. -Aunque todavía sigo pensando que aquella tarde Dios me mandó un mensaje.

Entonces mi padre largó una especie de ladrido y se taponeó el llanto agarrándose la cara, mientras los demás nos mirábamos asustadísimos.

-Tengo la pena de una sola pena / que vale más que toda la alegría -me animé a murmurar, pensando en mi madre y en Mambita al mismo tiempo. -Un amor me ha dejado con los brazos caídos / y no puedo tenderlos hacia más. / Ayer, mañana, hoy / padeciendo por todo / mi corazón, pecera melancólica, / penal de ruiseñores moribundos. / Me sobra corazón. / Hoy, descorazonarme, / yo el más corazonado de los hombres, / y por el más, también el más amargo.

-Basta. Tu espejo es ese -gritó mi padre, señalando el gigantesco amanecer lunar.



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Mi madre y Mimosa se conocieron en un picnic bailable que organizamos en el country de Solymar un domingo de noviembre. Las mujeres prepararon pizzas y tortas que se vendían a beneficio del grupo de viaje, y ya ese mediodía empezamos a usar irresponsablemente el tocadiscos portátil que habíamos comprado como premio de la rifa. Me acuerdo que la gran novedad fue el estreno de una de las peores porquerías que desafinó Palito Ortega en toda su vida: Estamos tristes. Y sin embargo nosotros nos retorcíamos twisteando locos de la vida entre una avalancha de luz vanghogiana que terminó por transformar al balneario en una especie de trigal eterno.

-Me parece que alguien te precisa -me hizo una seña el Gato cuando terminamos de comer, y vi los pantalones blancos ajustadísimos y la blusa con rayas azules de Mambita recortados sobre los pinos que circunvalaban el country. -Te está junando a vos, Cleanto.

Y recién mientras recorría los diez o veinte o metros que nos separaban me di cuenta de que mi Dama había roto con el novio.

-¿Te gusta mi peinado? -se acomodó los alones de la remodelada melena azabache.

Y seguimos alejándonos entre los pinos como si bogáramos en la dimensión desconocida de una serie televisiva que se había puesto de moda y de golpe ella curvó la turgencia bermellón:

-Recitame algo lindo.

Y esa vez no imité a María Casares mientras exhalaba con un manso fervor Alma venturosa:

-Al promediar la tarde de aquel día, / cuando iba mi habitual adiós a darte, / fue una vaga congoja de dejarte / lo que me hizo saber que te quería. // Tu alma, sin comprenderlo, ya sabía… / Con tu rubor me iluminó al hablarte, / y al separarnos te pusiste aparte / del grupo, amedrentada todavía. // Fue silencio y temblor nuestra sorpresa; / mas ya la plenitud de la promesa / nos infundía un júbilo tan blando, / que nuestros labios suspiraron quedos… // Y tu alma estremecíase en tus dedos / como si se estuviera deshojando.

Y enseguida desembocamos en una calle de tierra rosada y a Loreley se le puso muy áspera la ronquera:

-Antes que nos mudáramos a Nuevo Malvín se me murió una perra que se llamaba Chimba, igual que mi abuela. Nunca nadie me quiso como ellas. ¿Por qué nos odia Dios?

-Mi padre dice que Vallejo escribió ese verso porque lo había aplastado un dolorazo. Y que cuando estás así no te das cuenta de que Dios es el único ladrón dueño de lo que roba.

-¿Y ahora yo qué hago con el dolor a cuestas, como vos me escribiste en tu poesía?

-Ese verso es nada más que una glosa de García Lorca, Mambi. Pero teneme fe que yo voy a hacerte horas de oro.

Y esa noche mi madre me contó que la clase quedó paralizada cuando nos vieron caminando juntos, y que hasta Mimosa le hizo una guiñada cómplice. Yo creo que fue porque las brujas saben mejor que nadie que los enganches romeojulietescos no tienen porvenir.



16

Mi padre era carpintero y lustrador, y había trabajado en la casa de Eduardo Díaz Yepes cuando estaba terminando el Monumento a los Caídos en Acto de Servicio de la Armada que se colocó en el lomo de la Plaza Virgilio en noviembre de 1960. Ya se cumplían tres años, y mi hermano tenía que hacer un trabajo para la escuela recopilando datos sobre el que hoy es considerado el máximo ícono escultórico del Uruguay.

-Lo mejor es que hables con el propio Yepes -agarró la cámara de fotos mi padre, eufórico. -Pero primero vamos a verla bien y después yo te llevo a conocerlo. Podés hacer un trabajo precioso.

Al llegar a la rambla encontramos al Oceanía horizontalmente incendiado por lo que nosotros llamábamos la hora mágica, aunque yo no pude olvidarme de que en aquella curva del ensueño Loreley había bailado toda la noche con el hijo pituco de un magnate de mierda.

-Odio a Chez Carlos -me consolé contemplando la escalinata empenachada de álamos por donde había bajado borracho haciendo reír a mi Dama. -Mirá la propaganda: en diciembre vuelven a traer al putazo de Pedrito Rico.

Mi padre me ignoró entreparándose para señalarle a mi hermano el uroboro de hierro que coronaba el lomo de la Punta Gorda:

-¿Ves, José? No te olvides de poner que la primera maqueta de esta Lucha se le ocurrió a Yepes cuando los fascistas lo llevaron preso en España. Y como cada tanto venían a buscar a uno para fusilarlo él se concentraba igual que un faquir hasta que se sentía invisible. Y venció. Y yo creo que venció porque los asesinos le vieron el alma enamorada de la vida. ¿Entendés? Y a eso el diablo le tiene mucho miedo.

Después repechamos un caminero de tosca color geranio y mientras divisábamos toda la rambla sobredorada por el estuario la adoración empezó a purificarme y al contemplar la sombra compacta que proyectaba el Oceanía sobre la calle Mar Ártico proferí, con el jadeo de la Casares:

-No me tienes que dar porque te quiera / porque aunque lo que espero no esperare / lo mismo que te quiero te quisiera.

Entonces mi padre se puso a fotografiar desde distintos ángulos el gigantesco trenzamiento-casamiento del hombre con sus pulsiones arquetípicas, hasta que a José le reverberó la profundidad celeste heredada de mi madre y dijo:

-¿Pero qué significa esa estrella de mar que hay arriba del todo?

-Lo mejor sería preguntárselo a Yepes -se contorsionó mi viejo para enfocar el ojo-sol del luchador. -Aunque yo creo que esa estrella representa el triunfo total del héroe: el hacer entrar el paraíso a este mundo. Claro que para llegar a esa iluminación tenemos que tomar mucha sopa, muchachos.

-Sí -me junó de reojo mi hermano. -Vendría a ser como cuando la princesa que quería vivir y el periodista se dan el último beso. Te dan ganas de llorar pero es algo divino.

Entonces me ericé.

-Puede ser -imitó a la Casares mi viejo, sin tristeza.

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