martes

OCÉANOS DE NÉCTAR (LA NOVELA CAPITAL DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA) 3 - TARIK CARSON



1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019


UNO / 2

Durante todo el día siguiente, domingo, su mujer no le habló. Pigot pensó que, tal vez, la situación debía arreglarse de alguna manera clara. Y dejó que las cosas prosiguieran de igual manera, hasta que ella olvidara aquel asunto de los vecinos y de la casa al borde de los polos y los glaciares. Aunque… después nada se olvidó, y, al revés, el doctor también empezó a sentir cierta inquietud. La había sentido antes muchas veces, como cuando había adquirido la segunda heladera gigante, o como cuando compró el segundo auto antiguo (era un Rolls Royce de la década de 1930, por el cual tuvo que pagar una fortuna a un coleccionista, porque en Marte había sólo tres autos similares). Y ahora, nuevamente, allí estaba la “inquietud”. Así que, durante otro domingo, después de tantos fines de semana felices y monótonos, habló directamente.

-A mí también esa idea me hace mal -confesó-, pero, en este momento, solamente podríamos hacerlo con un crédito. Y no dan créditos si no tienes algún conocido…

-Tú sabes muy bien cómo conseguirlo -dijo ella, señalándose el pecho con el índice-. Ya lo hiciste en el pasado. ¡Lo sabes muy bien!

-De acuerdo -asintió él-. Pero a mi primo ya no puedo recurrir, ya no nos recibe. A tus parientes tampoco. La idea de cortarles los grandes regalos a fin de año fue tuya… Al del Ministerio hace mucho que no le ofrezco ningún servicio de valor… Quiero decir, que no viene a pedirme favores… No, no podemos hacerlo ahora.

-Tú sabes que sí puedes hacerlo. Algo tendrás para ofrecer.

-¿Ofrecer? ¿A quién?

-Acabas de mencionar a tu amigo en el Ministerio.

-Sí, sí, pero hace demasiado que no recurre a mis servicios. Además, fue mi amigo en la escuela. ¿Hace de eso?...

-Tal vez deberías ir tú a ofrecerlo.

-Es que no hay nada que ofrecer. Además, él es un cabeza blanca.

-Bueno -dijo ella-. Nosotros elegimos las cabezas rojas. No estamos en la Tierra. Él no es mejor que nadie…

Hubo un largo silencio.

-¡Tú sabes bien que lo puedes fabricar si quieres! -insistió ella apuntándole con el dedo-. Ellos necesitan… Tú lo sabes. Andan buscando informaciones. ¡No importa qué! Lo sabes. Es que no comprendo por qué siempre pones trabas a ese trabajo. Es un trabajo, un servicio… Pero, siempre te niegas. A ti no te va a pasar nada, al fin y al cabo. Es sólo un servicio que nadie conocerá. Siempre existió y nunca nadie lo supo. Todos tus pacientes son del gobierno, banqueros, comerciantes…

-No lo sé -dijo el doctor-. ¡Y no me apuntes con el dedo nuevamente!... No lo sé. No voy a arriesgar mi prestigio. Las consecuencias…

-Si te acercaras más a ellos, tendríamos todo lo que nos hace falta… ¡Cualquier basura tiene más que nosotros! Y tú aun tienes estúpidos… Tenemos que hacer lo que hace todo el mundo.

El doctor se quedó en silencio, acariciándose una patilla. Pensó en su consultorio, en las tareas más gratas que allí le esperaban. Además, no quería discutir con su mujer. No le convenía. Cerró la boca y se quedó pensativo mirando hacia el horizonte a través de la ventana.

Después siguió produciéndose más de ese tipo de esgrima vocal. Luego él empezó a sentir ya fuertemente la necesidad, sobre todo cuando terminaba de observar a los vecinos, o miraba los programas en la placa y las modas que se imponían en la Tierra, u oía sobre la fastuosa vida que sus colegas propalaban en el club o en el edificio donde atendía. Sentía que era un ser humano incompleto. A veces soñaba que moría horriblemente aplastado por un tropel de personas más rápidas que él. Personas demasiado ligeras… ¡Un mundo de ligeros! ¡Sin tontos con buenas espaldas para la descarga!... ¡Qué difícil se hacía la vida!... Y eso nunca le había aportado ninguna dicha. Pero, tarde o temprano adveniría algo y él podría levantar su existencia. Sin embargo, con esta fe en el corazón, mantuvo el silencio. El silencio le había aportado situaciones discretas y benévolas. Así que en todos esos momentos de duda, de vacío vital tan característico en Marte, el doctor Pigot recurría a la soledad de un cuarto de baño y al Consolador Psíquico. Y más tarde, si aumentaba la desesperación, al Filtro de Conformidad, programado con diez o quince mil envíos psíquicos con plegarias similares a: “Estoy conforme con lo que tengo”, o: “Soy un hombre extraordinariamente feliz”, o: “La vida es maravillosa”. En algún momento, contra sus intereses y abjurando vilmente de las reglas del Sistema, programó cincuenta mil envíos con el nauseabundo mensaje: “No necesito comprar cosas para sentirme feliz”.

Pero, a pesar de todas las panaceas cibernéticas, sabía que sería derrotado, y que sería impulsado a un acto heroico como el que le pedía su mujer.

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