miércoles

JOSEPH CAMPBELL EL HÉROE DE LAS MIL CARAS (89)


3 / EL RESCATE DEL MUNDO EXTERIOR (2)

Uno de los más importantes y deliciosos mitos de la tradición shintoísta del Japón -antigua ya cuando fue incluida en las crónicas del siglo VIII d. C., en las llamadas “Crónicas de asuntos antiguos”- es el del surgimiento de la bella diosa del sol, Amaterasu, desde una residencia celestial de roca durante el crítico primer período del mundo. Este es un ejemplo en el cual el ser rescatado no lo hace de muy buen grado. El dios de la tempestad Susanowo, hermano de Amaterasu, se había comportado en forma imperdonable. Y aunque ella había tratado de calmarlo y había prodigado su perdón por encima de todo límite, él continuó destruyendo sus campos de arroz y corrompiendo sus instituciones. Como un insulto final, hizo un agujero en el techo de su cámara de hilar y dejó caer por él “un caballo celeste manchado que había desollado al revés”. A la vista del cual, todas las damas y las diosas que hilaban diligentemente las augustas vestiduras de las deidades, se alarmaron tanto que murieron de terror.

Amaterasu, aterrorizada por lo que había visto, se retiró a una cueva celeste y cerró la puerta detrás de ella y la atrancó. Esta fue una decisión terrible de su parte, pues la desaparición permanente del sol hubiera significado el fin del universo, y el fin antes de que realmente hubiera comenzado. Con su desaparición, la planicie del alto cielo y toda la tierra central sembrada de cañas se oscurecieron, los malos espíritus hicieron una orgía por el mundo, se levantaron numerosos portentos de maldad, y las voces de las miríadas de deidades se asemejaban a las moscas que bullen en la quinta luna.

Por lo tanto, los ocho millones de dioses se reunieron en una divina asamblea en el lecho de un tranquilo río celeste y pidieron a uno de ellos, la deidad llamada “El que incluye el Pensamiento”, que hiciera un plan. Como resultado de su consulta, muchas cosas de divina eficacia se produjeron, entre ellas un espejo, una espada y ofrendas de ropa. Tomaron un gran árbol y los decoraron con joyas; trajeron gallos que cantaban perpetuamente, se encendieron fogatas y se recitaron grandes liturgias. El espejo, de ocho pies de largo, fue atado a las ramas de en medio del árbol. Y una diosa joven llamada Uzume bailó una danza alegre y ruidosa. Los ocho millones de dioses estaban tan divertidos que su risa llenaba el aire y se sacudía la planicie del alto cielo.

Dentro de la cueva, la diosa del sol escuchó los animados ruidos y se asombró. Tuvo curiosidad de saber lo que pasaba. Abrió un poco la puerta de la roca celeste y dijo desde adentro: “Creí que debido a mi retiro la planicie del cielo estaría oscura y que también estaría oscura la tierra central sembrada de cañas, ¿cómo es que Uzume causa alegría y que los ocho millones de dioses están riéndose?” Entonces habló Uzume: “Nos regocijamos y estamos alegres porque hay una deidad más ilustre que vuestro Ser Augusto.” Mientras hablaba, dos de las divinidades empujaron el espejo y se lo mostraron respetuosamente a la diosa del sol, Amaterasu; y ella, más y más asombrada, salió lentamente de la cueva para mirarlo. Un poderoso dios tomó su augusta mano y la acercó, mientras otro ponía una cuerda de paja (llamada shimenawa) detrás de ella, delante de la puerta de la cueva, diciendo: “¡No debéis regresar más que hasta este punto!” Por lo tanto, la planicie del alto cielo y la tierra central sembrada de cañas fueron alumbradas de nuevo. (13) El sol se retira hora por un tiempo, cada noche, así como la vida misma, en un sueño reparador; pero por medio de la augusta shimenawa le es impedido desaparecer permanentemente.

Notas

(13) Ko-ji-ki, según Chamberlain, op. cit, pp. 52-59.

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