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/ EL RESCATE DEL MUNDO EXTERIOR (2)
Uno
de los más importantes y deliciosos mitos de la tradición shintoísta del Japón
-antigua ya cuando fue incluida en las crónicas del siglo VIII d. C., en las
llamadas “Crónicas de asuntos antiguos”- es el del surgimiento de la bella
diosa del sol, Amaterasu, desde una residencia celestial de roca durante el
crítico primer período del mundo. Este es un ejemplo en el cual el ser
rescatado no lo hace de muy buen grado. El dios de la tempestad Susanowo,
hermano de Amaterasu, se había comportado en forma imperdonable. Y aunque ella
había tratado de calmarlo y había prodigado su perdón por encima de todo límite,
él continuó destruyendo sus campos de arroz y corrompiendo sus instituciones.
Como un insulto final, hizo un agujero en el techo de su cámara de hilar y dejó
caer por él “un caballo celeste manchado que había desollado al revés”. A la
vista del cual, todas las damas y las diosas que hilaban diligentemente las
augustas vestiduras de las deidades, se alarmaron tanto que murieron de terror.
Amaterasu,
aterrorizada por lo que había visto, se retiró a una cueva celeste y cerró la
puerta detrás de ella y la atrancó. Esta fue una decisión terrible de su parte,
pues la desaparición permanente del sol hubiera significado el fin del
universo, y el fin antes de que realmente hubiera comenzado. Con su
desaparición, la planicie del alto cielo y toda la tierra central sembrada de
cañas se oscurecieron, los malos espíritus hicieron una orgía por el mundo, se
levantaron numerosos portentos de maldad, y las voces de las miríadas de deidades
se asemejaban a las moscas que bullen en la quinta luna.
Por
lo tanto, los ocho millones de dioses se reunieron en una divina asamblea en el
lecho de un tranquilo río celeste y pidieron a uno de ellos, la deidad llamada “El
que incluye el Pensamiento”, que hiciera un plan. Como resultado de su
consulta, muchas cosas de divina eficacia se produjeron, entre ellas un espejo,
una espada y ofrendas de ropa. Tomaron un gran árbol y los decoraron con joyas;
trajeron gallos que cantaban perpetuamente, se encendieron fogatas y se
recitaron grandes liturgias. El espejo, de ocho pies de largo, fue atado a las
ramas de en medio del árbol. Y una diosa joven llamada Uzume bailó una danza
alegre y ruidosa. Los ocho millones de dioses estaban tan divertidos que su
risa llenaba el aire y se sacudía la planicie del alto cielo.
Dentro
de la cueva, la diosa del sol escuchó los animados ruidos y se asombró. Tuvo
curiosidad de saber lo que pasaba. Abrió un poco la puerta de la roca celeste y
dijo desde adentro: “Creí que debido a mi retiro la planicie del cielo estaría
oscura y que también estaría oscura la tierra central sembrada de cañas, ¿cómo
es que Uzume causa alegría y que los ocho millones de dioses están riéndose?”
Entonces habló Uzume: “Nos regocijamos y estamos alegres porque hay una deidad
más ilustre que vuestro Ser Augusto.” Mientras hablaba, dos de las divinidades
empujaron el espejo y se lo mostraron respetuosamente a la diosa del sol,
Amaterasu; y ella, más y más asombrada, salió lentamente de la cueva para
mirarlo. Un poderoso dios tomó su augusta mano y la acercó, mientras otro ponía
una cuerda de paja (llamada shimenawa) detrás de ella, delante de la puerta
de la cueva, diciendo: “¡No debéis regresar más que hasta este punto!” Por lo
tanto, la planicie del alto cielo y la tierra central sembrada de cañas fueron
alumbradas de nuevo. (13) El sol se retira hora por un tiempo, cada noche, así
como la vida misma, en un sueño reparador; pero por medio de la augusta shimenawa
le es impedido desaparecer permanentemente.
Notas
(13)
Ko-ji-ki, según Chamberlain, op. cit, pp. 52-59.
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