La pulpería (15)
Volvió la guitarra a
asumir la responsabilidad de mantener suspensa la atención del público mientras
el payador organizaba su pensamiento para labrar los diez versos de la estrofa
siguiente:
-¡Gran verdá! -se dijo el
más flaco de los Charabones dependientes de la casa quien, a medio camino del
mostrador, en alto su bandeja vacía, tornada la cabeza, se había detenido y
escuchaba con la tranquilidad de un cliente-: Se ve que él ha sufrido mucho…
Al lado suyo, una voz
aguardentosa y al parecer con muchos años de uso se le dirigió, aunque como
hablando consigo mismo:
-¿Te das cuenta que este
nos está diciendo todito lo que no nos dábamos cuenta? ¿Te estás dando cuenta
de que nosotros no nos damos cuenta de nada y de que, en un redepente, oímos un
canto que parece que no tiene nada que ver con nada de nosotros y resulta que
es la explicación justita de la otra que nada de nosotros todos?
-¡Pare don! ¡Y repita,
que me lo perdí! Usted dice que…
-¡Callate, caray!
¡Escuchá! ¿O te crés que estoy de maistro tuyo?
El Zorrino, por su parte,
insistía:
-Mirá, Juan, que la cosa
se va a poner que arde…
-¡Escuche, amigo! -cortó
enérgico Don Juan.
Es que el Venado retomaba
el canto. Narró sus desgracias: la muerte que hizo en buena ley, en una
carrera, para castigar al gracioso que adrede derramó la canasta de pasteles de
una pobre vieja que con ellos se estaba rebuscando un poco; la persecución de
la policía, su matrereada, su encuentro con una partida -y otra muerte más, un
Cabo; y un milico mal herido- defendiendo su libertad…
Era tan sincero el acento,
tan semejante resultaba el motivo del “compuesto” con lo que Don Juan sabía ya
escrito para él, que este se sintió como replegándose en su corazón presa de un
ansioso, diríase asimismo altanero impulso de abrazar al desconocido y,
estrechamente juntos, mirar con desdén al mundo de los mezquinos y los débiles,
en el orgullo de comprenderse diferentes.
La clientela, el patrón,
su personal escuchaban recogidamente. Con ese estirarse de los pastos cuando,
después de días y días, vuelve otra vez el sol, ciertas sonrisas a ojos
emparejadas empezaron a dilatarse en la pulpería; pero esto no rezaba por
cierto para don Chimango, muy inquieto con la creciente iracundia contra el
mundo que la emoción del canto ya estaba provocando en don Carancho. En cuanto
al Zorrino, este había obedecido a Don Juan y atendía y no entendía nada,
porque a cada estrofa intentaba infructuosamente hallarle un sentido aclaratorio,
ya que no se explicaba cómo, por el goce de escuchar aquel canto, su primo iba
a despreciar la revelación de que en su búsqueda acababa de abandonar el establecimiento
la “partida” del Sargento Cuervo.
El payador había
advertido el efecto que estaba produciendo en el parroquiano atrayente.
Intrigado, ahora lo observaba con disimulo y franca satisfacción al pasar los
ojos del techo al encordado.
Entre los murmullos
admirativos, rebotó un:
-¡Barbaridad!-
Salido de donde estaba
acantonado el Carancho con sus aparceros. Era que el Zorrino había al fin conseguido
decidirse y, dejándose de músicas, tornó para anunciar el desairado fracaso de
su misión.
El viejo Lechuzón no se
conmovió. Hacía rato permanecía ajeno a todo. Como si él no fuera ya sino algo
con dos vidrios redondos y medio doraditos por ojos y, más abajo, nada más que
un poncho de botas. Pero el Chimando y el Carancho mantuvieron unos gestos con
el Zorrino. Y todos quedaron graves, mudos, tal como si en un oscurecer, de
sopetón, cuatro iglesias se sintieran enfrentadas.
Un entrevero al cruzar
cierto paso, narraba el cantor… Fogonazos en la noche… Y otra vez el errante
buscando los pajonales para echarse a dormir con la cabeza para el lado de la
entrada del sol y el cabresto del caballo anudado a una masiega… Y los montes,
al fin, inmensos del Río Negro… Y el descenso hacia el sur, siempre alerta, a
los meses, para seguir su destino de cantar, de cantar hasta la muerte…
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