AUTOR
Y PERSONAJE EN LA ACTIVIDAD ESTÉTICA (10)
Pero la idea del hombre como tal es siempre monística, siempre trata de
superar el dualismo del yo y del otro escogiendo como básica una
de las dos categorías. La crítica de esta idea generalizada del hombre en
cuanto a si es legítima tal superación (en la mayoría de los casos se trata
simplemente de una subestimación de la diferenciación ética y estética del yo
y el otro) no puede formar parte de nuestro propósito. Para entender
profundamente el mundo como acontecimiento y para orientarse en él como en un
acontecimiento abierto y único es imposible abstraerme de mi único lugar en
tanto que yo en oposición a todos los demás hombres, tanto presentes
como pasados y futuros. Hay una cosa importante para nosotros que no está
sujeta a la duda: una vivencia concreta del hombre, real y evaluable, dentro de
la totalidad cerrada de mi vida, en el horizonte real de mi vida, tiene un
carácter doble, el yo y los otros nos estamos moviendo en
diferentes planos (niveles) de visión y apreciación (real y
concreta esta última, y no abstracta) y, para que nos traslademos a un plano
único, yo habría de colocarme valorativamente fuera de mi vida y de percibirme como a otro entre otros; esta
operación se realiza sin dificultad por el sentimiento abstracto, cuando yo
reduzco mi persona a una norma común con el otro (en la moral, en el derecho) o
e una ley general del conocimiento (fisiológica, psicológica, social, etc.),
pero esta operación abstracta se encuentra muy lejos de la vivencia valorativa
concreta y de mí mismo, que soy su protagonista en un mismo nivel con otras
personas y sus vidas, en un mismo plano. Pero esto presupone una posición
autoritaria y valorativa fuera de mí. Solamente en una vida percibida de esta
manera, en la categoría del otro, mi cuerpo puede volverse estéticamente
significativo, pero esto no puede suceder en el contexto de mi vida para mí
mismo, no en el contexto de mi autoconciencia.
Pero si no existe esta posición autoritaria para una visión valorativa
concreta (la percepción de uno mismo como otro), entonces mi apariencia -mi ser
para otros- tiende a vincularse con mi autoconciencia y tiene lugar el regreso
a mí mismo para un uso interesado, para mí, de mi ser para otro. Entonces mi
reflejo en el otro, aquello que yo represento para el otro se vuelve mi doble que
irrumpe en mi autoconciencia, enturbia su pureza y me declina de una actitud
directa valorativa hacia mi persona. El miedo del doble. El hombre, que
acostumbra soñar concretamente con respecto a su persona tratando de imaginarse
su imagen externa, que aprecia de una manera enfermiza la impresión externa que
deja, pero que no está seguro de esta impresión, un hombre con excesivo amor
propio, pierde la actitud correcta y puramente interna hacia su cuerpo, se
vuelve torpe, no sabe qué hacer con sus manos, con sus pies; esto sucede porque
en sus gestos y movimientos interviene el otro indefinido, en su interior
aparece un segundo principio de actitud valorativa hacía sí mismo, el contexto
de su autoconciencia se mezcla con el contexto de la conciencia que tiene el
otro de su persona, y a su cuerpo interior se le contrapone el cuerpo exterior,
separado de él, que vive para los ojos del otro.
Para comprender esta diferenciación del valor corporal en la vivencia
propia y en la vivencia del otro hay que intentar evocar la imagen plena,
concreta y compenetrada de tono emocional y volitivo de toda mi vida en su
totalidad, pero sin el propósito de transferirla al otro, de encarnarla para el
otro. Esta vida mía recreada por la imaginación estaría llena de imágenes
plenas e imborrables de otros hombres en toda su plenitud externamente contemplativa,
de caras de amigos, parientes y hasta de gente casualmente encontrada, pero
entre estas imágenes no estaría mi propia imagen exterior, entre todas estas
caras irrepetibles y únicas no estaría mi cara; a mi yo le van a
corresponder los recuerdos netamente interiores de felicidad, sufrimiento,
arrepentimiento, deseos, aspiraciones que penetrarían este mundo visible de los
otros, es decir, voy a recordar mis actitudes internas en determinadas
circunstancias de la vida, pero no mi imagen exterior. Todos los valores
plástico-pictóricos -colores, tonos, formas, líneas, gestos, poses, caras,
etc.- se distribuirían entre el mundo objetual y el mundo de otros hombres, y
yo formaría parte de ellos como un portador invisible de los tonos emocionales
y volitivos que matizan estos mundos, tonos que se originan en la única postura
apreciativa que yo adopto en este mundo.
Yo creo activamente el cuerpo exterior del otro como un valor, por el hecho
de ocupar una posición emocional y volitiva determinada con respecto a él,
precisamente al otro; esta actitud mía está dirigida hacia adelante y no es
reversible hacia mi persona directamente. La vivencia del cuerpo desde sí
mismo: el cuerpo interior del héroe se abarca por el cuerpo exterior hacia el
otro, para el autor, cobra corporeidad estéticamente gracias a su reacción valorativa.
Cada momento de este cuerpo exterior que abarca el interior tiene, en tanto que
fenómeno estético, una doble función: la expresiva y la impresiva, a las cuales
les corresponde una doble orientación del autor y del contemplador.
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