martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (22)


Me senté con él de nuevo en el costado de la bañera, y pasé rápidamente las páginas hasta que llegué a la última anotación que Seymour había hecho:

Uno de los hombres acaba de llamar de nuevo a la compañía aérea. Si las nubes siguen levantándose, podremos salir antes de la mañana. Oppenheim dice que no nos pongamos nerviosos. Telefoneé a Muriel para decírselo. Fue muy extraño. Contestó al teléfono y estuvo diciendo “hola”. No me salía la voz. Estuvo a punto de colgar. Si por lo menos pudiera calmarme un poco. Oppenheim se va a meter en el sobre hasta que la compañía aérea nos llame otra vez. Yo también debería, pero estoy demasiado nervioso. La llamé para pedirle, para rogarle por última vez que se viniera conmigo y nos casáramos solos. Estoy demasiado nervioso para tratar con la gente. Me siento como si estuviera a punto de nacer. Maldito, maldito día. La comunicación fue tan mala, y no pude hablar ni una palabra en casi todo el tiempo. Qué terrible cuando uno dice te quiero y en la otra punta la persona grita: “¿Qué?”. Estuve leyendo todo el día una selección del Vedanta. Los cónyuges están para servirse uno al otro. Para apoyar, ayudar, enseñar, fortalecerse el uno al otro, pero sobre todo para servir. Criar a los hijos con honor, con amor y con desapego. Un niño es en la casa un huésped que ha de ser amado y respetado, nunca poseído, porque pertenece a Dios. Qué maravilloso, qué sano, qué bellamente difícil y por lo tanto verdadero. La alegría de la responsabilidad por primera vez en mi vida. Oppenheim ya está en el sobre. Yo también debería, pero no puedo. Alguien debe quedarse levantado con el hombre feliz.

Leí la anotación sólo una vez, después cerré el diario y lo llevé al dormitorio. Lo dejé caer en la maleta de tela de Seymour, sobre el asiento de la ventana. Después me dejé caer, más o menos, deliberadamente, en la más cercana de las dos camas.  Me quedé dormido (o posiblemente desmayado) antes de aterrizar, o por lo menos así me pareció.

Cuando me desperté, alrededor de una hora y media más tarde, tenía una jaqueca que me partía la cabeza, la boca reseca. La habitación estaba a oscuras. Recuerdo que estuve sentado un rato bastante largo en el borde de la cama. Después, movido por una gran sed, me puse de pie y avancé lentamente hacia la sala confiando en que aun quedaría algo fresco en la jarra sobre la mesita.

Evidentemente mi último huésped se había ido del apartamento. Sólo un vaso vacío y la colilla de su cigarro en el cenicero de peltre indicaban que había existido. Sigo pensando que la colilla de su cigarro debería haber sido enviada a Seymour siguiendo el procedimiento habitual con los regalos de bodas. Sólo el cigarro, en una hermosa cajita. Posiblemente con una hoja de papel en blanco, a manera de explicación.

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