Me senté con él de nuevo en el costado de la bañera, y pasé rápidamente las páginas hasta que llegué a la última anotación que Seymour había hecho:
Uno
de los hombres acaba de llamar de nuevo a la compañía aérea. Si las nubes
siguen levantándose, podremos salir antes de la mañana. Oppenheim dice que no
nos pongamos nerviosos. Telefoneé a Muriel para decírselo. Fue muy extraño.
Contestó al teléfono y estuvo diciendo “hola”. No me salía la voz. Estuvo a
punto de colgar. Si por lo menos pudiera calmarme un poco. Oppenheim se va a
meter en el sobre hasta que la compañía aérea nos llame otra vez. Yo también
debería, pero estoy demasiado nervioso. La llamé para pedirle, para rogarle por
última vez que se viniera conmigo y nos casáramos solos. Estoy demasiado
nervioso para tratar con la gente. Me siento como si estuviera a punto de
nacer. Maldito, maldito día. La comunicación fue tan mala, y no pude hablar ni
una palabra en casi todo el tiempo. Qué terrible cuando uno dice te quiero y en
la otra punta la persona grita: “¿Qué?”. Estuve leyendo todo el día una
selección del Vedanta. Los cónyuges están para servirse uno al otro. Para
apoyar, ayudar, enseñar, fortalecerse el uno al otro, pero sobre todo para
servir. Criar a los hijos con honor, con amor y con desapego. Un niño es en la
casa un huésped que ha de ser amado y respetado, nunca poseído, porque
pertenece a Dios. Qué maravilloso, qué sano, qué bellamente difícil y por lo tanto
verdadero. La alegría de la responsabilidad por primera vez en mi vida.
Oppenheim ya está en el sobre. Yo también debería, pero no puedo. Alguien debe
quedarse levantado con el hombre feliz.
Leí
la anotación sólo una vez, después cerré el diario y lo llevé al dormitorio. Lo
dejé caer en la maleta de tela de Seymour, sobre el asiento de la ventana.
Después me dejé caer, más o menos, deliberadamente, en la más cercana de las
dos camas. Me quedé dormido (o posiblemente
desmayado) antes de aterrizar, o por lo menos así me pareció.
Cuando
me desperté, alrededor de una hora y media más tarde, tenía una jaqueca que me
partía la cabeza, la boca reseca. La habitación estaba a oscuras. Recuerdo que
estuve sentado un rato bastante largo en el borde de la cama. Después, movido
por una gran sed, me puse de pie y avancé lentamente hacia la sala confiando en
que aun quedaría algo fresco en la jarra sobre la mesita.
Evidentemente
mi último huésped se había ido del apartamento. Sólo un vaso vacío y la colilla
de su cigarro en el cenicero de peltre indicaban que había existido. Sigo
pensando que la colilla de su cigarro debería haber sido enviada a Seymour
siguiendo el procedimiento habitual con los regalos de bodas. Sólo el cigarro,
en una hermosa cajita. Posiblemente con una hoja de papel en blanco, a manera
de explicación.
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