Volví al apartamento, muy inseguro, tratando de desabrocharme la camisa por el camino, o de abrirla a tirones.
Mi
regreso al salón fue acogido sin reservas por el único huésped que quedaba y a
quien yo había olvidado. Alzó un vaso bien lleno hacia mí cuando entré en la
habitación. En realidad lo balanceó literalmente delante de mí, sacudiendo la
cabeza de arriba abajo, y sonriendo como si al fin hubiera llegado el culminante
y jubiloso momentos que los dos habíamos estado esperando tanto tiempo.
Descubrí que era incapaz de corresponder a su sonrisa en esa reunión particular.
Recuerdo que, sin embargo, le palmeé el hombro. Entonces fui y me senté
pesadamente en el diván, justo frente a él, y terminé de abrirme a tirones la
camisa.
-¿No
tienes dónde ir? -le pregunté-. ¿Quién se ocupa de ti? ¿Las palomas del parque?
En
respuesta a estas provocativas preguntas, mi huésped alzó hacia mí un brindis
con creciente regocijo, enarbolando su Tom Collins como si fuera una jarra de
cerveza. Cerré los ojos y me eché en el diván, con los pies levantados. Pero la
habitación empezó a girar. Me senté y balanceé los pies volviéndolos al suelo,
pero lo hice con tanta brusquedad y tan poca coordinación que tuve que apoyar
la mano en la mesita para mantener el equilibrio. Estuve sentado, desmoronado
durante un minuto o dos, con los ojos cerrados. Entonces, sin tener que levantarme,
alcancé la jarra de Tom Collins y me serví un vaso, salpicando una buena
cantidad de líquido y de cubitos de hielo en la mesa y en el suelo. Me senté
con el vaso lleno en las manos durante unos minutos más, sin beber, y luego lo
dejé en el charco que se había formado en la mesita.
-¿Te
gustaría saber cómo consiguió Charlotte esos nueve puntos? -pregunté de pronto,
en un tono que a mí me sonaba perfectamente normal-. Estábamos en el Lake.
Seymour le había escrito a Charlotte invitándola y por fin su madre la dejó. Lo
que ocurrió fue que ella estaba sentada en mitad de la acera una mañana
acariciando al gato de Boo Boo y Seymour le tiró una piedra. Tenía doce años.
Es todo lo que hubo. Se la tiró porque estaba tan preciosa allí sentada, en
medio de la acera, con el gato de Boo Boo. Todo el mundo lo supo, por el amor
de Dios, yo, Charlotte, Boo Boo, Waker, Walt, toda la familia. -Miré fijo el
cenicero de estaño en la mesita baja-. Charlotte nunca dijo una palabra. Ni una
palabra.
Miré
a mi huésped más bien esperando que me discutiera, que me tratara de mentiroso.
Soy un mentiroso, desde luego. Charlotte nunca entendió por qué Seymour le tiró
aquella piedra. Pero mi huésped no me lo discutió. Todo lo contrario, Me sonrió
alentándome, como si todo lo que pudiera decirle sobre el tema fuese para él la
pura verdad. Sin embargo, me levanté para salir pensando, en mitad de la
habitación, que volvería para recoger dos cubitos de hielo que quedaban en el
suelo, pero parecía una empresa demasiado difícil y seguí hasta el vestíbulo.
Al pasar por delante de la puerta de la cocina, me quité la camisa como si
fuera una cáscara y la dejé caer al suelo. En ese momento era como si fuese el
lugar donde siempre dejaba mi chaqueta.
En
el cuarto de baño estuve varios minutos junto al cesto de la ropa sucia,
vacilando entre recoger o no el diario de Seymour para mirarlo de nuevo. Ya no
recuerdo qué argumentos aduje el respecto, fuera en pro o en contra, pero al
fin abrí el cesto y saqué el diario.
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