martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (21)


Volví al apartamento, muy inseguro, tratando de desabrocharme la camisa por el camino, o de abrirla a tirones.

Mi regreso al salón fue acogido sin reservas por el único huésped que quedaba y a quien yo había olvidado. Alzó un vaso bien lleno hacia mí cuando entré en la habitación. En realidad lo balanceó literalmente delante de mí, sacudiendo la cabeza de arriba abajo, y sonriendo como si al fin hubiera llegado el culminante y jubiloso momentos que los dos habíamos estado esperando tanto tiempo. Descubrí que era incapaz de corresponder a su sonrisa en esa reunión particular. Recuerdo que, sin embargo, le palmeé el hombro. Entonces fui y me senté pesadamente en el diván, justo frente a él, y terminé de abrirme a tirones la camisa.

-¿No tienes dónde ir? -le pregunté-. ¿Quién se ocupa de ti? ¿Las palomas del parque?

En respuesta a estas provocativas preguntas, mi huésped alzó hacia mí un brindis con creciente regocijo, enarbolando su Tom Collins como si fuera una jarra de cerveza. Cerré los ojos y me eché en el diván, con los pies levantados. Pero la habitación empezó a girar. Me senté y balanceé los pies volviéndolos al suelo, pero lo hice con tanta brusquedad y tan poca coordinación que tuve que apoyar la mano en la mesita para mantener el equilibrio. Estuve sentado, desmoronado durante un minuto o dos, con los ojos cerrados. Entonces, sin tener que levantarme, alcancé la jarra de Tom Collins y me serví un vaso, salpicando una buena cantidad de líquido y de cubitos de hielo en la mesa y en el suelo. Me senté con el vaso lleno en las manos durante unos minutos más, sin beber, y luego lo dejé en el charco que se había formado en la mesita.

-¿Te gustaría saber cómo consiguió Charlotte esos nueve puntos? -pregunté de pronto, en un tono que a mí me sonaba perfectamente normal-. Estábamos en el Lake. Seymour le había escrito a Charlotte invitándola y por fin su madre la dejó. Lo que ocurrió fue que ella estaba sentada en mitad de la acera una mañana acariciando al gato de Boo Boo y Seymour le tiró una piedra. Tenía doce años. Es todo lo que hubo. Se la tiró porque estaba tan preciosa allí sentada, en medio de la acera, con el gato de Boo Boo. Todo el mundo lo supo, por el amor de Dios, yo, Charlotte, Boo Boo, Waker, Walt, toda la familia. -Miré fijo el cenicero de estaño en la mesita baja-. Charlotte nunca dijo una palabra. Ni una palabra.

Miré a mi huésped más bien esperando que me discutiera, que me tratara de mentiroso. Soy un mentiroso, desde luego. Charlotte nunca entendió por qué Seymour le tiró aquella piedra. Pero mi huésped no me lo discutió. Todo lo contrario, Me sonrió alentándome, como si todo lo que pudiera decirle sobre el tema fuese para él la pura verdad. Sin embargo, me levanté para salir pensando, en mitad de la habitación, que volvería para recoger dos cubitos de hielo que quedaban en el suelo, pero parecía una empresa demasiado difícil y seguí hasta el vestíbulo. Al pasar por delante de la puerta de la cocina, me quité la camisa como si fuera una cáscara y la dejé caer al suelo. En ese momento era como si fuese el lugar donde siempre dejaba mi chaqueta.

En el cuarto de baño estuve varios minutos junto al cesto de la ropa sucia, vacilando entre recoger o no el diario de Seymour para mirarlo de nuevo. Ya no recuerdo qué argumentos aduje el respecto, fuera en pro o en contra, pero al fin abrí el cesto y saqué el diario.

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