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En 5º año me fue bastante
mejor. Los demás alumnos parecían menos peleadores y además yo había pegado un
gran estirón. Todavía no me dejaban jugar con ellos, pero ya no me amenazaban
tanto. David y su violín habían desaparecido. Su familia se mudó. Ahora volvía
a casa solo. De vez en cuando me seguían algunos chiquilines, aunque no me
hacían nada. Juan era el peor. Caminaba atrás mío fumando acompañado siempre
por un compañero distinto. Nunca venía solo. Me daba miedo, y yo soñaba con que
desapareciera. Aunque al final me daba igual. Juan no me caía bien. En realidad
no me caía bien nadie de la escuela. Y ellos se daban cuenta. Por eso me tenían
bronca. No me gustaba ni cómo caminaban ni cómo hablaban ni la pinta que tenían,
pero tampoco me gustaban mis padres. Vivía con la sensación de estar rodeado
por un vacío, y siempre sentía un poco de naúseas. Juan tenía la piel oscura y
en lugar de cinturón usaba una cadena de lata. Las muchachas le tenían miedo, y
los muchachos también. Casi todos los días me seguía hasta casa acompañado por
alguien distinto. Y después que yo entraba Juan se quedaba fumando junto con el
otro, poniendo cara de matón. Yo me quedaba mirándolos a través de la cortina.
Hasta que al final se iban.
Nuestra profesora de
inglés era la señora Fretag. El primer día de clase nos preguntó cómo nos
llamábamos.
-Los quiero conocer a
todos -dijo.
Y sonrió.
-Supongo que cada uno de
ustedes tiene un padre, y me interesaría que me contaran en qué trabaja. Vamos
a empezar por el primero banco. ¿En qué trabaja tu padre, María?
-Es jardinero.
-¡Ah, qué bien! Vamos al
otro banco. ¿En qué trabaja tu padre, Andrew?
Era terrible. En mi
barrio todos los padres habían perdido el trabajo. El mío también. El padre de
Gene se pasaba todo el día sentado en el porche. Casi todos los padres estaban
desocupados menos el de Chuck, que trabajaba en un matadero. Usaba un coche
rojo con el nombre del matadero pintado en los dos lados.
-Mi padre es bombero
-dijo el del segundo banco.
-Qué interesante -dijo la
señora Fretag-. Y ahora el tercer banco.
-Mi padre es abogado.
-Cuarto banco.
-Mi padre es policía.
¿Y yo qué podía decir? A
lo mejor era nada más que la gente de mi barrio la que estaba sin trabajo. Yo
había escuchado hablar de un crack en el mercado. Algo muy malo. A lo mejor el
crack sólo había afectado a mi barrio.
-Banco dieciocho…
-Mi padre es actor de
cine…
-Diecinueve…
-Mi padre es concertista
de violín…
-Veinte…
-Mi padre trabaja en el
circo…
-Veintiuno…
-Me padre es chofer de
ómnibus.
-Veintidós…
-Mi padre es cantante de
ópera.
-Veintitrés…
Ese era mi banco.
-Mi padre es dentista
-dije.
La señora Fretag siguió
recorriendo la clase hasta llegar al treinta y tres.
-Mi padre está sin
trabajo -dijo el del banco treinta y tres.
Mierda, pensé, yo tendría
que haber dicho eso.
Un día la señora Fretag
nos encargó una redacción.
-Nuestro distinguido
presidente, Herbert Hoover, va a venir este sábado a Los Angeles para
pronunciar un discurso. Quiero que vayan a escuchar al presidente, y que
después escriban algo sobre cómo fue la experiencia y sobre lo que piensan del
mensaje del presidente.
¿El sábado? Yo no podía
ir. Tenía que cortar todas las hojitas del pasto. (Nunca pude cortar todas las
hojitas.) Casi todos los sábados mi padre encontraba alguna sin cortar y me
daba una paliza con el cinturón. Era imposible explicarle a mi padre que tenía
que ir a ver al presidente Hoover.
Así que no fui. Y el
domingo agarré una hoja y me puse a escribir sobre el presidente y su coche
abierto entrando en el estadio de fútbol, entre montones de flores. Adelante
iba un coche lleno de agentes secretos y atrás otros dos. Los agentes eran
tipos valientes que llevaban pistolas para proteger a nuestro presidente.
Cuando los coches entraron en la cancha la gente se levantó. Nunca habían visto
algo igual. Era el presidente. Era él. Nos saludó con la mano y nosotros le
respondimos, mientras empezaba a tocar una banda. Las gaviotas volaban por
encima nuestro como si supieran que allí estaba el presidente. Y también había
aviones que escribían en el cielo. Escribían cosas como “La prosperidad está a
la vuelta de la esquina”. El presidente se paró en su coche, y en ese momento se
abrieron las nubes y el sol le cayó directamente en la cara. Era como si Dios
también lo supiese. Entonces los coches se frenaron y nuestro gran presidente,
escoltado por los agentes del servicio secreto, subió a la tarima de los discursos.
Cuando se paró frente al micrófono, un pájaro bajó del cielo y se le posó al
lado. El presidente saludó al pájaro y se rio. Entonces nos reímos todos junto
con él. Después empezó a hablar y todos lo escuchábamos. Yo apenas podía oír el
discurso porque estaba sentado al lado de una máquina de freír palomitas que
hacía demasiado ruido, pero me pareció escucharle decir que el problema de
Manchuria no era grave, y que entre nosotros todos se iba a arreglar y que no
teníamos que preocuparnos. Lo único que había que hacer era creer en América.
Iba a haber trabajo para todo el mundo. Los talleres y las fábricas iban a
volver a abrirse y habría suficientes dentistas con suficientes dientes para
extraer, suficientes incendios y suficientes bomberos para apagarlos. Nuestros
amigos de Sudamérica nos pagarían sus deudas. Pronto podríamos dormir en paz,
con nuestros estómagos y nuestros corazones llenos. Dios y nuestra gran nación
iban a llenarnos de amor y a protegernos del mal y de los socialistas, y nos
íbamos a despertar de la pesadilla para siempre…
El presidente escuchó los
aplausos, volvió a su coche y se fue seguido por los coches llenos de agentes
secretos mientras se ponía el sol y el crepúsculo era rojo, dorado y
maravilloso. Acabábamos de ver y oír al presidente Hoover.
El lunes entregué la
redacción. El martes, la señora Fretag le habló a la clase.
-Leí todos los trabajos
sobre la visita de nuestro distinguido presidente a Los Angeles. Yo estaba
allí. Y me di cuenta de que algunos de ustedes no pudieron ir. Para aquellos
que no fueron, les voy a leer lo que escribió Henry Chinaski.
La clase estaba
terriblemente silenciosa. Yo era, por lejos, el alumno más impopular de todos.
Era como un cuchillo atravesándole los corazones.
-Es muy creativo -dijo la
señora Fretag, y empezó a leer mi redacción. Las palabras sonaban bien y todo
el mundo escuchaba. Mis palabras rebotaban de pizarrón a pizarrón, pegaban en
el techo y se amontonaban en el suelo tapándole los zapatos a la señora Fretag.
Algunas de las chiquilinas más lindas de la clase empezaron a mirarme. Los
matones se sentían humillados porque sus trabajos no valían un carajo. Yo bebía
mis palabras como un hombre con mucha sed. Y hasta empecé a créermelas. A Juan parecía
que le hubiesen pegado un piñazo en el hocico. Yo estiré las piernas y me eché
para atrás. El momento se acabó demasiado pronto.
-Con esta gran redacción
-dijo la señora Fretag-, terminamos la clase.
Los chiquilines se
levantaron y empezaron a guardar sus cosas.
-Vos quedate, Henry -dijo
la señora Fretag.
Me quedé sentado y ella
se me paró enfrente.
Entonces dijo:
-¿Henry, fuiste al
estadio?
Traté de inventar una
respuesta. No pude, Dije:
-No, no fui.
Ella sonrió.
-Eso hace que tenga más
mérito.
-Sí, señora…
-Podés irte, Henry.
Me levanté y salí. Así
que eso eran lo que querían, pensé mientras caminaba hasta casa: mentiras.
Mentiras maravillosas. Eso era lo que precisaban. La gente era idiota. Así que
la cosa iba a ser fácil. Miré para atrás. No vi ni a Juan ni al amigo de turno.
Las cosas me iban cada vez mejor.
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