martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 21


19

En 5º año me fue bastante mejor. Los demás alumnos parecían menos peleadores y además yo había pegado un gran estirón. Todavía no me dejaban jugar con ellos, pero ya no me amenazaban tanto. David y su violín habían desaparecido. Su familia se mudó. Ahora volvía a casa solo. De vez en cuando me seguían algunos chiquilines, aunque no me hacían nada. Juan era el peor. Caminaba atrás mío fumando acompañado siempre por un compañero distinto. Nunca venía solo. Me daba miedo, y yo soñaba con que desapareciera. Aunque al final me daba igual. Juan no me caía bien. En realidad no me caía bien nadie de la escuela. Y ellos se daban cuenta. Por eso me tenían bronca. No me gustaba ni cómo caminaban ni cómo hablaban ni la pinta que tenían, pero tampoco me gustaban mis padres. Vivía con la sensación de estar rodeado por un vacío, y siempre sentía un poco de naúseas. Juan tenía la piel oscura y en lugar de cinturón usaba una cadena de lata. Las muchachas le tenían miedo, y los muchachos también. Casi todos los días me seguía hasta casa acompañado por alguien distinto. Y después que yo entraba Juan se quedaba fumando junto con el otro, poniendo cara de matón. Yo me quedaba mirándolos a través de la cortina. Hasta que al final se iban.

Nuestra profesora de inglés era la señora Fretag. El primer día de clase nos preguntó cómo nos llamábamos.

-Los quiero conocer a todos -dijo.

Y sonrió.

-Supongo que cada uno de ustedes tiene un padre, y me interesaría que me contaran en qué trabaja. Vamos a empezar por el primero banco. ¿En qué trabaja tu padre, María?

-Es jardinero.

-¡Ah, qué bien! Vamos al otro banco. ¿En qué trabaja tu padre, Andrew?

Era terrible. En mi barrio todos los padres habían perdido el trabajo. El mío también. El padre de Gene se pasaba todo el día sentado en el porche. Casi todos los padres estaban desocupados menos el de Chuck, que trabajaba en un matadero. Usaba un coche rojo con el nombre del matadero pintado en los dos lados.

-Mi padre es bombero -dijo el del segundo banco.

-Qué interesante -dijo la señora Fretag-. Y ahora el tercer banco.

-Mi padre es abogado.

-Cuarto banco.

-Mi padre es policía.

¿Y yo qué podía decir? A lo mejor era nada más que la gente de mi barrio la que estaba sin trabajo. Yo había escuchado hablar de un crack en el mercado. Algo muy malo. A lo mejor el crack sólo había afectado a mi barrio.

-Banco dieciocho…

-Mi padre es actor de cine…

-Diecinueve…

-Mi padre es concertista de violín…

-Veinte…

-Mi padre trabaja en el circo…

-Veintiuno…

-Me padre es chofer de ómnibus.

-Veintidós…

-Mi padre es cantante de ópera.

-Veintitrés…

Ese era mi banco.

-Mi padre es dentista -dije.

La señora Fretag siguió recorriendo la clase hasta llegar al treinta y tres.

-Mi padre está sin trabajo -dijo el del banco treinta y tres.

Mierda, pensé, yo tendría que haber dicho eso.

Un día la señora Fretag nos encargó una redacción.

-Nuestro distinguido presidente, Herbert Hoover, va a venir este sábado a Los Angeles para pronunciar un discurso. Quiero que vayan a escuchar al presidente, y que después escriban algo sobre cómo fue la experiencia y sobre lo que piensan del mensaje del presidente.

¿El sábado? Yo no podía ir. Tenía que cortar todas las hojitas del pasto. (Nunca pude cortar todas las hojitas.) Casi todos los sábados mi padre encontraba alguna sin cortar y me daba una paliza con el cinturón. Era imposible explicarle a mi padre que tenía que ir a ver al presidente Hoover.

Así que no fui. Y el domingo agarré una hoja y me puse a escribir sobre el presidente y su coche abierto entrando en el estadio de fútbol, entre montones de flores. Adelante iba un coche lleno de agentes secretos y atrás otros dos. Los agentes eran tipos valientes que llevaban pistolas para proteger a nuestro presidente. Cuando los coches entraron en la cancha la gente se levantó. Nunca habían visto algo igual. Era el presidente. Era él. Nos saludó con la mano y nosotros le respondimos, mientras empezaba a tocar una banda. Las gaviotas volaban por encima nuestro como si supieran que allí estaba el presidente. Y también había aviones que escribían en el cielo. Escribían cosas como “La prosperidad está a la vuelta de la esquina”. El presidente se paró en su coche, y en ese momento se abrieron las nubes y el sol le cayó directamente en la cara. Era como si Dios también lo supiese. Entonces los coches se frenaron y nuestro gran presidente, escoltado por los agentes del servicio secreto, subió a la tarima de los discursos. Cuando se paró frente al micrófono, un pájaro bajó del cielo y se le posó al lado. El presidente saludó al pájaro y se rio. Entonces nos reímos todos junto con él. Después empezó a hablar y todos lo escuchábamos. Yo apenas podía oír el discurso porque estaba sentado al lado de una máquina de freír palomitas que hacía demasiado ruido, pero me pareció escucharle decir que el problema de Manchuria no era grave, y que entre nosotros todos se iba a arreglar y que no teníamos que preocuparnos. Lo único que había que hacer era creer en América. Iba a haber trabajo para todo el mundo. Los talleres y las fábricas iban a volver a abrirse y habría suficientes dentistas con suficientes dientes para extraer, suficientes incendios y suficientes bomberos para apagarlos. Nuestros amigos de Sudamérica nos pagarían sus deudas. Pronto podríamos dormir en paz, con nuestros estómagos y nuestros corazones llenos. Dios y nuestra gran nación iban a llenarnos de amor y a protegernos del mal y de los socialistas, y nos íbamos a despertar de la pesadilla para siempre…

El presidente escuchó los aplausos, volvió a su coche y se fue seguido por los coches llenos de agentes secretos mientras se ponía el sol y el crepúsculo era rojo, dorado y maravilloso. Acabábamos de ver y oír al presidente Hoover.

El lunes entregué la redacción. El martes, la señora Fretag le habló a la clase.

-Leí todos los trabajos sobre la visita de nuestro distinguido presidente a Los Angeles. Yo estaba allí. Y me di cuenta de que algunos de ustedes no pudieron ir. Para aquellos que no fueron, les voy a leer lo que escribió Henry Chinaski.

La clase estaba terriblemente silenciosa. Yo era, por lejos, el alumno más impopular de todos. Era como un cuchillo atravesándole los corazones.

-Es muy creativo -dijo la señora Fretag, y empezó a leer mi redacción. Las palabras sonaban bien y todo el mundo escuchaba. Mis palabras rebotaban de pizarrón a pizarrón, pegaban en el techo y se amontonaban en el suelo tapándole los zapatos a la señora Fretag. Algunas de las chiquilinas más lindas de la clase empezaron a mirarme. Los matones se sentían humillados porque sus trabajos no valían un carajo. Yo bebía mis palabras como un hombre con mucha sed. Y hasta empecé a créermelas. A Juan parecía que le hubiesen pegado un piñazo en el hocico. Yo estiré las piernas y me eché para atrás. El momento se acabó demasiado pronto.

-Con esta gran redacción -dijo la señora Fretag-, terminamos la clase.

Los chiquilines se levantaron y empezaron a guardar sus cosas.

-Vos quedate, Henry -dijo la señora Fretag.

Me quedé sentado y ella se me paró enfrente.

Entonces dijo:

-¿Henry, fuiste al estadio?

Traté de inventar una respuesta. No pude, Dije:

-No, no fui.

Ella sonrió.

-Eso hace que tenga más mérito.

-Sí, señora…

-Podés irte, Henry.

Me levanté y salí. Así que eso eran lo que querían, pensé mientras caminaba hasta casa: mentiras. Mentiras maravillosas. Eso era lo que precisaban. La gente era idiota. Así que la cosa iba a ser fácil. Miré para atrás. No vi ni a Juan ni al amigo de turno. Las cosas me iban cada vez mejor.

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