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Entonces empecé el
bachillerato en el Instituto Justin. Allí iba prácticamente la mitad de los
chiquilines más grandes y violentos de la Escuela Primaria de Delsey. Los
chiquilines de 7º grado éramos más grandes que los de 9º grado. Cuando no
poníamos en fila para entrar a la clase de gimnasia era divertido, porque la
mayoría de nosotros éramos más altos que los profesores. Hacíamos la fila desbarrigados,
con la cabeza baja y los hombros caídos.
-¡Cristo! -decía Wagner,
el profesor de gimnasia-. ¡Saquen el pecho, levanten los hombres, pónganse
firmes!
Pero nadie cambiaba de
posición, Queríamos estar así. Veníamos de familias aplastadas por la Depresión
y la mayoría estábamos mal comidos, aunque por una extraña paradoja habíamos
crecido muchísimo. La mayoría de nosotros pertenecíamos a familias que eran
incapaces de darnos el más mínimo amor, y al final ya no precisábamos que nadie
nos quisiera. Causábamos gracia, aunque la gente no se animaba a reírse de
nosotros. Era como si hubiésemos crecido demasiado rápido y estuviésemos
aburridos de ser niños. No respetábamos a los mayores. Parecíamos tigres
sueltos. Uno de los muchachos judíos, Sam Feldman, se tenía que afeitar todas
las mañanas y a mediodía ya se le ponía oscura la cara. Tenía el pecho muy
peludo y le olían terriblemente los sobacos. Había otro que era igualito a Jack
Dempsey. Y a Peter Mangalote le colgaba una pija de 22 centímetros y en la
ducha descubrí que tenía unas pelotas más grandes que las de cualquiera.
-¡Pa! ¡Mírenle las
pelotas a ese tipo!
-¿Carajo! ¡La pija es una
mierda, pero qué pelotas que tiene!
No sé muy bien por qué,
pero sabíamos que éramos únicos. Te dabas cuenta tanto por los gestos que
hacíamos como por la manera de hablar. Hablábamos muy poco, pero mostrábamos
una superioridad que asustaba a todo el mundo.
Al terminar la clase el
equipo de fútbol americano de 7º grado jugaba contra los de octavo y noveno. No
tenía gracia. Los aplastábamos con estilo y casi sin esforzarnos. En el fútbol
de toque resistían durante todo el partido, pero les hacíamos cantidad de
goles. Y en el del blocaje también los barríamos. Lo que nos importaba era ser
violentos. Y cuando decidíamos jugar sólo a hacer pases los del otro equipo nos
miraba con agradecimiento.
Las chiquilinas se
quedaban a observarnos después de la clase. Algunas ya salían con tipos del
preuniversitario y no querían saber nada con los mierdas del bachillerato, pero
igual se quedaban a contemplarnos maravilladas. Yo no estaba en el equipo, pero
me ponía a fumar al costado de la cancha sintiéndome una especie de entrenador
o algo así. Vamos a cojer todos, pensábamos cuando veíamos a las chiquilinas. Pero
la mayoría nos pajeábamos, no más.
Me acuerdo de cómo
descubrí la masturbación. Un día Eddie me llamó por la ventana.
-¿Qué pasa? -le pregunté.
Entonces levantó un tubo
en ensayo que tenía algo blanco en el fondo.
-¿Qué es eso?
-Mi leche -dijo Eddie-,
es mi leche.
-¿Sí?
-Sí. Lo que tenés que
hacer es escupirte la mano y frotarte la pija. Es divino, y al final te sale
esta cosa blanca por la pija. Se llamada una “acabada”.
-¿Sí?
-Sí.
Eddie se fue con el tubo
ensayo yo me quedé pensando un rato y al final probé. La pija se me endureció y
aquello me iba gustando cada vez más hasta que me sentí como jamás me había
sentido antes. Entonces me salió un chorro de jugo por la punta de la pija. Después
empecé hacerme aquello más a menudo, y si en el momento de frotártela te imaginabas
que estabas con una chiquilina era mucho mejor.
Un día estaba al costado
de la cancha mirando cómo nuestro equipo le estaba dando una terrible paliza a
otro. Observaba y fumaba. Había una chiquilina al lado. Y de golpe vi pasar al
profesor de gimnasia, Curly Wagner. Tiré el cigarrillo y empecé a aplaudir.
-¡Vamos a romperles el
culo, muchachos!
Wagner se me acercó y se
quedó mirando mi cara de malo.
-¡Voy a acabar con todos
ustedes! -dijo-. ¡Especialmente contigo!
Yo apenas me di vuelta
como si tal cosa y seguí concentrado en el partido. Wagner me seguía mirando.
Después se fue.
Aquello me hizo sentir
bien. Me gustaba ser parte del grupo de los muchachos malos. Me gustaba ser
malo. Cualquiera podía ser un buen tipo, porque para eso no se precisaban
cojones. Dillinger tenía cojones. Ma Barker era una gran mujer y les enseñaba a
sus hijos a usar ametralladoras. Yo no quería ser como mi padre. Él sólo
trataba de ser malo. Cuando sos malo no tratás de ser malo. A mí
me gustaba ser malo. Ser bueno me enfermaba.
La chiquina que estaba al
lado mío me dijo:
-No tendría que permitir
1que Wagner te diga esas cosas. ¿Le tenés miedo?
Me di vuelta a mirarla.
La miré fijo un rato, sin moverme.
-¿Qué te pasa? -dijo
ella.
Yo escupí en el suelo, salí
caminando lentamente por alrededor de la cancha y después me fui a casa.
Wagner usaba siempre una
camiseta gris y unos pantalones grises de chandal. Era un poco barrigón.
Siempre estaba malhumorado por algo. La única ventaja que tenía era su edad. Siempre
estaba tratando de jodernos, aunque ya casi nunca podía. Siempre había alguien
empujándome sin tener derecho a empujarme. Wagner y mi padre. Mi padre y Wagner.
¿Qué era lo que querían? ¿Por qué siempre se me ponían adelante?
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