Capítulo VII
La pulpería (14)
Por las imaginaciones,
dominadoramente, el Peludo de “La Blanqueada” volvió a irrumpir y a cruzar a
gritos de susto, en vano queriéndose sentar al potro, a su vez aterrorizado,
que lo arrastraba del lazo. Y en todas las mentes se agolpó un chasquear de
machetes contra facones, un volar de quepis bajo enceguecedores ponchazos, el
salpicar de cuajarones de sangre sobre la resignada quietud del pasto.
Seguido siempre por el
Zorrino, Don Juan se aproximó al mostrador, apoyó el codo con deliberada
indolencia, aunque atento el oído al más leve rumor, pidió dos cañas al patrón
todavía como agarrotado, y se situó de espaldas y tendió con firmeza la mirada
por la concurrencia, al tiempo que el Zorrino, vaciando su copa de un trago, se
dirigió al encuentro de su aparcero Carancho. Al enfrentarse, alzáronse los
ponchos para darse la mano muy serios y, sin haberse dicho palabra, ya salieron
con trabajosa lentitud, como la de carretas cargadas hasta el techo, adonde
estaba esperándolos otro gran camarada, don Chimango.
Pareció que dos de los
viejos agarraban a los besos al recién llegado. Era que, cada cual en un oído,
le empezaron a cuchichear. El Zorrino estaba bastante en tranca; pero, aunque
hubiese llegado a la pulpería hecho un rocío, tampoco habría atado cabos por
más buena cabeza que tuviera.
Así que retrocedió un
paso y dijo:
-¡Parensén, señores; que
cuando una cosa entra por un oído va a dar justito al mismo punto que la que le
llega por el otro… ¡y se estorban! Empiece primero uno.
Y el uno fue su compadre
Chimango. Embarullándose, reveló que a “La Flor del Día” llegó con una partida
el Sargento Segundo Cuervo, que supo decir que al Peludo de “La Blanqueada” lo
habían dejado en las últimas; que la Autoridad estaba segura de que el causante
era Don Juan; y que para que este escapase iba a tener que ser brujo; y que
otros destacamentos se empeñaban en refistolear todo el pago.
-Comuníqueselo a Don Juan
-terminó- y digalé que tanto yo como mi compadre Carancho y como mi compadre
Lechuzón, al que no hemos consultado pero que no precisa consultas de estas,
estamos a las órdenes.
-¿Y qué es de la vida de
ese aparcero?
-Allá, arriba de los
tercios de yerba, está el amigo Lechuzón. Descansa un rato.
-Sí, él estaba con
nosotros, y dijo: Voy a descansar un rato.
Presa de muy grande
intriga, el payador se mantenía inclinado sobre la guitarra. Así, le fue dado
apreciar que al mostrador parecía que le habían colocado un poste atrás, como
arbotante, tal la rigidez del pulpero. Vio a algunos parroquianos acercarse con
afectada gravedad al recién llegado; vio que eran recibidos con gentileza pero
sin dar lugar a otra cosa, aunque una vez sonrió; vio que al retirarse cada
cual mantenía -y más acentuado- el aire que había traído. Y al cabo de un
momento, el cantor vio también que las miradas del conjunto, tan orientadas
hacia aquel que estaba condenado le llenaran otra vez el vaso, ahora volvían de
a una a posarse sobre él y su instrumento. Entonces, con un dejo de fastidio,
no contra alguien en particular, hay que decirlo, sino fastidio, no más, se
compuso el pecho, y ladeó la cara a fin, sin embargo, de proyectar el resplandor
de una sonrisa sobre el joven Aperiá, quien retiró sobresaltado la mano del
nudo de su negra golilla y le sonrió, a su vez, conmovido por aquel inesperado
testimonio de aprecio. Luego, el trovero empezó con resolución. La metálica
vocecilla de la prima en plateado vivo el fondo como de color gris pizarra que
tendían los bordoneos… Y entraron a tallar la segunda y la tercera; estas, sí,
como nervios que cantaran… cuando un grave acorde les pasó por encima y les
impuso silencio. Y se cortó la voz del payador, sola, igualita a esa forma
ajustada y ciega para todo lo que se ve, y riesgosa y siempre anhelada, que sobre
el alambre cruza el aire del circo, entre la tierra y el cielo.
Ya ven que soy forastero;
sé que entre extraños
estoy;
y lo más tristes que soy
hasta en mi tierra
extranjero.
Pero hoy de esta “Flor”
quiero…
-¡Soberbio! -estalló la
exclamación del dueño de la aludida “La Flor del Día”, bruscamente reanimado.
…Pero hoy de esta “Flor”
quiero
los perfumes soberanos;
y por eso, parroquianos,
siendo de firme y de
fuerte
el amor como la muerte,
vamos a estar como
hermanos.
Todo oídos Don Juan, se
impacientó al ver acercarse al Zorrino entre el ruido de sus espuelas. Traía el
aspecto muy grave.
-Juan, me acaban de
noticiar mis compadres que la partida del Sargento Cuervo…
Cual a una mosca que se
espanta con la mano, así lo interrumpieron un gesto de Don Juan y la voz del
payador. La guitarra ya estaba cumpliendo con la imposición de llenar ella sola
la pausa entre décima y décima. Después, siguió en pianísimo para no turbar ni
el menor matiz expresivo de las palabras que descendían a posarse sobre sus
sones.
No importa que sea un
momento,
y después, nos separemos,
ustedes, entre serenos
goces, yo con mi
tormento;
alumbra en el firmamento
sólo un instante la
estrella,
y aunque se apague, ya
ella
nos ha denunciado el
rumbo,
y la oscuridá del mundo
no puede borrar la
huella.
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