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Al final se olvidaron del
asunto. Durante un tiempo no pasó mucha cosa. Y algunos días no pasaba nada.
Entonces el padre de Franck se suicidó. Nadie supo por qué. Frank me dijo que
ahora iban a tener que mudarse con la madre a una casa más barata de otro barrio.
Dijo que iba a escribirme y me escribió, aunque lo que hacíamos era mandarnos
comics sobre los problemas que teníamos con los caníbales. Él me mandaba una
historia y yo le agregaba una continuación donde teníamos más líos con los
caníbales. Hasta que un día mi madre encontró una de las historietas de Franck
y ahí se acabó la correspondencia.
Cuando pasé a 6º grado
empecé a pensar en irme de casa, aunque calculé que si la mayoría de nuestros
padres estaban desocupados, a alguien que medía menos de uno cincuenta le iba a
ser muy difícil conseguir un trabajo. En aquel tiempo el héroe de todo el
mundo, los chicos y los grandes, era John Dillinger. Robaba plata de los
bancos. Lo mismo que Pretty Boy Floyd, Ma Barker y Ametralladora Kelly.
La gente empezó a recorrer
los baldíos buscando plantas que se pudieran cocinar. Los hombres se agarraban
a piñazos en los terrenos y en la calle. Todo el mundo estaba rabioso. Los
hombres fumaban Bull Durham y no se bancaban a nadie. El atado de Bull Durham
les sobresalía del bolsillo de las camisas y todos habían aprendido a armar un
cigarrillo con una sola mano. Cuando veías a un tipo que llevaba un atado
colgando sabías que no te le podías acercar. La gente hablaba de segundas y
terceras hipotecas. Una noche mi padre llegó a casa con un brazo roto y los
ojos en compota. Mi madre hacía changas y ganaba un poco de plata. Y los
chiquilines teníamos nada más que un par de pantalones para usar los domingos y
otro durante la semana. Cuando se te rompían los zapatos ya no te podías
comprar otros. Entonces hacíamos cola para comprar suelas y tacos que valían 15
o 20 centésimos y los pegábamos con cola en los zapatos rotos. Los padres de
Gene tenían un gallinero en el fondo, y si alguna gallina no ponía muchos
huevos se la comían.
Mi vida seguía igual,
tanto en el colegio como con Chuck, Gene y Edie. Los chiquilines nos habíamos
puesto asquerosos y violentos, y parecía que hasta los animales también
estuviesen imitando a la gente.
Un día yo andaba solo
como siempre, separado de la barra y tratando de no juntarme con ellos, y de
repente apareció Gene corriendo.
-¡Vení, Henry!
-¿Qué pasa?
-¡VENÍ!
Entonces salí corriendo
atrás de él y bajamos hasta el fondo de los Gibson, que estaba rodeado por un
enorme muro de ladrillos.
-¡MIRÁ! ¡TIENEN
ARRINCONADO AL GATO! ¡LO VAN A MATAR!
Había un gatito blanco
arrinconado contra el muro. No podía escaparse por ningún lado. Se había
arqueado y chillaba mostrando las uñas pero era muy chiquito y Barney, el
bulldog de Chuck, gruñía y se le seguía acercando. Tuve la impresión de que los
chiquilines habían llevado el gato hasta el rincón para después traer al
bulldog. Me pareció evidente por las miradas culpables que tenían Chuck, Eddie
y Gene.
-Lo acorralaron ustedes
-dije.
-No -dijo Chuck-, la
culpa es del gato. Se le ocurrió meterse allí. Ahora va a tener que pelear para
escaparse.
-Asquerosos de mierda.
-Barney va a matar al
gato -dijo Gene.
-Lo va deshacer -dijo
Eddie-. Le dan miedo las uñas, pero cuando ataque lo deshace.
Barney era un gran
bulldog marrón con unas fauces flácidas y babosas. Era gordo, estúpido y tenía
una mirada inexpresiva. Cada vez gruñía más y se seguía acercando con el
pescuezo y el lomo erizados. Me dieron ganas de encajarle una patada en el
culo, pero pensé que me iba arrancar la pierna con un solo mordisco. Estaba
totalmente decidido a asesinar al hermoso y limpio gato blanco que todavía no
había crecido del todo y lo esperaba apretado contra la pared.
El perro se le seguía
acercando. ¿Por qué carajo precisaron hacer eso los chiquilines? Aquel juego
sucio no tenía nada que ver con la valentía. ¿Dónde estaban los padres? ¿Dónde
estaban las autoridades? ¿Dónde estaban los que se pasaban acusándome en todos
lados? ¿Dónde estaban ahora?
Pensé en acercarme
corriendo, agarrar al gato y escaparnos corriendo pero no me animé. Le tenía
demasiado miedo al bulldog. Y eso me hizo sentir horriblemente mal. Me sentía
enfermo y débil, mientras trataba de pensar en algo para solucionar aquello.
-Chuck -dije-, llamá a tu
perro. Dejá que el gato se escape, por favor.
Chuck seguía mirando
aquello y ni me contestó.
Entonces dijo:
-¡Dale, Barney! ¡Agarrá
a ese gato!
Barney se le abalanzó y
de repente el gato pegó un salto. Era una furiosa mancha blanca que bufaba mostrando
las uñas y los dientes. Barney retrocedió y el gato volvió a apretarse contra
la pared.
-Dale, Barney -dijo de
nuevo Chuck.
-¡Callate, carajo! -le
dije yo.
-¡A mí no me hables así!
-dijo Chuck.
Barney volvió a atacar.
-¡Paren, carajo! -dije.
Y de golpe escuché unos
ruidos y cuando me di vuelta vi al señor Gibson mirándonos desde atrás de las
cortinas de su dormitorio. Él también quería que mataran al gato. ¿Por qué?
El señor Gibson era
nuestro cartero. Usaba dientes postizos. Tenía una mujer que se pasaba todo el
día encerrada en la casa. Se ponía una red en el pelo y siempre estaba vestida
con un camisón, una bata y zapatillas.
Ahora estaba al lado del
marido, esperando a que se cometiese el crimen. El viejo Gibson era uno de los
pocos hombres del vecindario que tenía trabajo, pero igual necesitaba ver cómo
mataban al gato. Era igual que Chuck, Edie y gene. Así de simple.
Eran demasiados.
El bulldog se acercó más.
A mí me daba una vergüenza horrible abandonar al gato. Siempre había una
posibilidad de que se escapara, pero sabía que no iban permitírselo. El gato no
se estaba enfrentando solamente al bulldog, sino a la humanidad entera.
Entonces me di vuelta y me
fui a la vereda. Cuando llegué a mi casa encontré a mi padre esperándome.
-¿Adónde te habías
metido? -me preguntó.
Yo no le contesté.
-¡Entrá -dijo-, y dejá de
poner esa cara de desgraciado o te voy a hacer sentir desgraciado de verdad!
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