La pulpería (13)
Casi con la levedad del
peine cuando se rasca la cabeza; pasivo adentro y dispuesto, fuera lo que
fuera, a dejarse hacer, el Vizcacha pulpero no sacaba los ojos de quien, en el
taburete, de piernas cruzada, retiradas ahora las espaldas de su apoyo en los
bocoyes, con la diestra remolineaba acordes justo en la boca del instrumento,
mientras su izquierda resbalaba por el mástil para temblar hecha alta al
detenerse, igual que, cuando se hinca en lo firme, desvanece su fuerza la
flecha.
Tal como en el húmedo
calor del hormiguero brotan las ninfas y, tímidamente, ponen su rutilación de
alas recientes junto al negro orificio del conducto sin resolverse a volver
adentro y sin tenderse tampoco hacia el claro acogimiento del aire de la
mañana, así, de esta manera, sin saber qué rumbo tomar, rumoreaban, rumoreaban
aquellos apagados sones estriados por las lascas metálicas que la prima
semejaba producir. Y cuando parecía que entreabriendo la urdimbre confusa iba a
aparecer un estilo ensimismado, un federal ceremonioso o la desaprensiva
arrogancia de una milonga, el trovero interrumpía, ponía más tensa, entonces,
una cuerda o, si no, con levísimo giro, a una clavija bajaba de tono, mientras
como pensativo llevaba de un lado a otro la mirada. Pero no era, por cierto,
vaguedad de la atención lo del Venado. ¡Al contrario! Él quería lanzar su canto
cuando aquella abigarrada concurrencia quedara hecha un solo, oscuro corazón.
Así, como haciéndose rogar, sus ojos recorrían en apreciación bien ostensible
la pulpería entera: sus piezas de tela, sus cajones de mercaderías, aquel
desfile de gauchos mirados de debajo de la las botas pendientes del cordel,
para hacerse más minucioso -porque allí, sí, se distrajo un poco, ¡claro!- sobre
el colgar de frenos, pretales, fiadores, cinchas, rebenques y, aun, sobre
aquellos dos recados de plata y oro que, recuerden los lectores, eran un sueño.
Esto no significaba, de ninguna manera, repito, dispersión, inconducente
devaneo en el desconocido. Quien allí estaba era un payador muy dueño de su
oficio, alguien sabedor de que no se disipa de golpe el mundo que puebla la
mente del auditorio si se pretende con eficiencia poner otro en su lugar. Hay
que ir entrando sin apuro, como quien no quiere la cosa, en el ánimo del que
pretendemos que se nos entregue. Del mundo a que se intenta sustraerlo,
siempre, hasta en el mejor de los casos, quedan cosas rezagadas, sobre todo
aquellas que, por su peso precisamente, son lerdas, tardas en incorporarse a
sus compañeras ya en salida, las cuales, a lo peor, se arremolinean a su vez,
vuelven atrás, esperándolas, si es su destino estar todas juntas. En ocasiones,
debe aguardarse a que se arranquen estacas muy enterradas en la mente, o a que
las tales insistencias se les revienten como cabrestos. Así que es una necesidad
dar tiempo al tiempo. Se rasguea, pues, se interrumpe uno como para esto o para
lo otro…
Cuando otra mirada por el
recinto permitió al cantor advertir que ya tenía a todo el público a su merced,
se acomodó con parsimonia en el asiento, se compuso el pecho… y su cabeza casi
posó sobre la guitarra.
Acordes insinuantes brotaron
en sucesión. Aparecía una melodía y, antes de tomar cuerpo, ya llegaba otra muy
diferente y le hacía pantalla. Y a su vez esta ya se iba a cortar sola cuando
tenía que pagar caro las que recién hizo, pues era tapada por rasgueos
arrolladores…
Y ahora sí se inició
desahogadamente un estilo. Y llegado el momento de aparecerle la voz, el payador
tuvo la sensación de que algo acababa de ocurrir.
Como los demás, miró
también hacia la puerta, el argentino.
-¡Muy buen día para todo
el mundo!
Muy a la nuca el
sombrero, alguien trasponía con lenta arrogancia el umbral. Detrás, apareció otro.
Era más bajo, llevaba el viejo chambergo a los ojos y su paso, a la primera
mirada, pareció inseguro.
Tal como cuando el sol
empieza a calentar se ponen a la vez todos los girasoles a mirar hacia abajo y
al este, y, luego, van tornando desde sus tallos, e irguiéndolos, para no
perderse nada de la gran rutilación, así las caras de los concurrentes se
habían dirigido hacia la puerta y, ahora, iniciaban el movimiento contrario, a
medida que los recién llegados se internaban en el establecimiento.
-¡Don Juan! -exclamó el
patrón cual si de súbito lo estuviesen alzando del techo.
En todos los rostros,
inestable por la gama de sus matices, flameaba una expresión de asombro.
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