martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (58)


La pulpería (13)

Casi con la levedad del peine cuando se rasca la cabeza; pasivo adentro y dispuesto, fuera lo que fuera, a dejarse hacer, el Vizcacha pulpero no sacaba los ojos de quien, en el taburete, de piernas cruzada, retiradas ahora las espaldas de su apoyo en los bocoyes, con la diestra remolineaba acordes justo en la boca del instrumento, mientras su izquierda resbalaba por el mástil para temblar hecha alta al detenerse, igual que, cuando se hinca en lo firme, desvanece su fuerza la flecha.

Tal como en el húmedo calor del hormiguero brotan las ninfas y, tímidamente, ponen su rutilación de alas recientes junto al negro orificio del conducto sin resolverse a volver adentro y sin tenderse tampoco hacia el claro acogimiento del aire de la mañana, así, de esta manera, sin saber qué rumbo tomar, rumoreaban, rumoreaban aquellos apagados sones estriados por las lascas metálicas que la prima semejaba producir. Y cuando parecía que entreabriendo la urdimbre confusa iba a aparecer un estilo ensimismado, un federal ceremonioso o la desaprensiva arrogancia de una milonga, el trovero interrumpía, ponía más tensa, entonces, una cuerda o, si no, con levísimo giro, a una clavija bajaba de tono, mientras como pensativo llevaba de un lado a otro la mirada. Pero no era, por cierto, vaguedad de la atención lo del Venado. ¡Al contrario! Él quería lanzar su canto cuando aquella abigarrada concurrencia quedara hecha un solo, oscuro corazón. Así, como haciéndose rogar, sus ojos recorrían en apreciación bien ostensible la pulpería entera: sus piezas de tela, sus cajones de mercaderías, aquel desfile de gauchos mirados de debajo de la las botas pendientes del cordel, para hacerse más minucioso -porque allí, sí, se distrajo un poco, ¡claro!- sobre el colgar de frenos, pretales, fiadores, cinchas, rebenques y, aun, sobre aquellos dos recados de plata y oro que, recuerden los lectores, eran un sueño. Esto no significaba, de ninguna manera, repito, dispersión, inconducente devaneo en el desconocido. Quien allí estaba era un payador muy dueño de su oficio, alguien sabedor de que no se disipa de golpe el mundo que puebla la mente del auditorio si se pretende con eficiencia poner otro en su lugar. Hay que ir entrando sin apuro, como quien no quiere la cosa, en el ánimo del que pretendemos que se nos entregue. Del mundo a que se intenta sustraerlo, siempre, hasta en el mejor de los casos, quedan cosas rezagadas, sobre todo aquellas que, por su peso precisamente, son lerdas, tardas en incorporarse a sus compañeras ya en salida, las cuales, a lo peor, se arremolinean a su vez, vuelven atrás, esperándolas, si es su destino estar todas juntas. En ocasiones, debe aguardarse a que se arranquen estacas muy enterradas en la mente, o a que las tales insistencias se les revienten como cabrestos. Así que es una necesidad dar tiempo al tiempo. Se rasguea, pues, se interrumpe uno como para esto o para lo otro…

Cuando otra mirada por el recinto permitió al cantor advertir que ya tenía a todo el público a su merced, se acomodó con parsimonia en el asiento, se compuso el pecho… y su cabeza casi posó sobre la guitarra.

Acordes insinuantes brotaron en sucesión. Aparecía una melodía y, antes de tomar cuerpo, ya llegaba otra muy diferente y le hacía pantalla. Y a su vez esta ya se iba a cortar sola cuando tenía que pagar caro las que recién hizo, pues era tapada por rasgueos arrolladores…


Y ahora sí se inició desahogadamente un estilo. Y llegado el momento de aparecerle la voz, el payador tuvo la sensación de que algo acababa de ocurrir.

Como los demás, miró también hacia la puerta, el argentino.

-¡Muy buen día para todo el mundo!

Muy a la nuca el sombrero, alguien trasponía con lenta arrogancia el umbral. Detrás, apareció otro. Era más bajo, llevaba el viejo chambergo a los ojos y su paso, a la primera mirada, pareció inseguro.

Tal como cuando el sol empieza a calentar se ponen a la vez todos los girasoles a mirar hacia abajo y al este, y, luego, van tornando desde sus tallos, e irguiéndolos, para no perderse nada de la gran rutilación, así las caras de los concurrentes se habían dirigido hacia la puerta y, ahora, iniciaban el movimiento contrario, a medida que los recién llegados se internaban en el establecimiento.

-¡Don Juan! -exclamó el patrón cual si de súbito lo estuviesen alzando del techo.

En todos los rostros, inestable por la gama de sus matices, flameaba una expresión de asombro.

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